Por: Alejandra Marín
¿QUÉ IMPLICA EL ACOMPAÑAR?
Desde el punto de vista estrictamente semántico, acompañar es unirse a alguien para ir a donde él va al mismo tiempo que él (Ghouali, 2007). Acompañar se define como un proceso que cubre tres lógicas: relacional, espacial y temporal. La relación de acompañamiento, según Ghouali (2007) es definida por un conjunto de características propias:
- Asimétrica: pone a dos personas frente a frente de “desigual poder”;
- Contractualizada: instaura una comunicación disimétrica en el fondo de paridad;
- Circunstancial (temporal, ocasional): es apropiada “en un momento dado”;
- Co-movilizadora: sugiere que los socios estén el uno y el otro en camino.
A continuación se cita a Adoirno (2000) citado en Ghouali en un ejemplo ilustrativo sobre el acompañamiento en música y sus similitudes con el acompañar terapeútico:
En música, el acompañamiento es una parte instrumental o vocal que completa un campo o una melodía dándoles valor, ya sea por contraste o sostenimiento. Esto supone una relación armónica entre el acompañado y aquel que lo acompaña, pero también una relación jerárquica en donde al que se le acompaña es el sujeto, que da el ritmo de la melodía. No hay relación de igualdad o de sumisión, pero eso supone que haya un acuerdo, una relación entre dos individuos, un partenariat.
El acompañamiento terapéutico está definido según Galdós & Mandelstein (2009) citado en Segui García como:
Un dispositivo de baja exigencia, no directivo, que desde una perspectiva clínica y socio-comunitaria brinda atención y apoyo a familiares y usos ambulatorios, en espacios públicos o privados, individual o grupal, promoviendo la participación y la autonomía del usuario en la toma de decisiones acerca de su tratamiento, sea éste en el ámbito de la prevención, la asistencia o la inserción social.
Este dispositivo trabaja principalmente con pacientes severamente perturbados, en situaciones de crisis o emergencias, y en casos recurrentemente problematizados o que no son abordables para las estrategias psicoterapéuticas clásicas (Macías López, 2006).
HISTORIA. MARCO DE DESARROLLO
El acompañamiento terapéutico nace en Argentina hace aproximadamente cuatro décadas, como respuesta a los lineamientos imperantes de la psiquiatría clásica y del modelo manicomial (Macías López, 2006). En ese momento histórico, Argentina vivía intensos momentos de convulsión política y social, ya que pasaba la última dictadura cívico-militar. Ésta se realizó bajo un régimen de violencia indiscriminada, tortura, desaparición forzada de personas, manipulación de la información y otros tipos de terrorismo de Estado. Factores como éstos, los cuales tenían como meta regular a la persona tanto externa como internamente, favorecieron el terreno para que la psiquiatría dinámica, la antipsiquiatría, y fundamentalmente, el psicoanálisis, comenzaran a dar consciencia de la posibilidad de avanzar en el tratamiento de pacientes psicóticos, más allá de la internación médica (Macías López, 2006). Otros elementos que propiciaron el desarrollo del AT surgen de la consideración del ambiente social y familiar del paciente, la contención cotidiana y la insuficiencia de los recursos institucionales para el tratamiento (Segui García, 2013).
El cambio en el paradigma de la psicosis comienza a producirse en el abordaje de otros pacientes. Se fueron especificando desafíos, urgencias y complicaciones de cada sujeto; el trabajo era singular y específico para cada persona (Macías López, 2006). El Saber de la psiquiatría deja de ser entonces la herramienta exclusiva para el tratamiento de las enfermedades mentales, se empieza a compartir el terreno con aquellos Saberes que muestran incumbencia en el desarrollo de nuevas estrategias clínicas (Macías López, 2006).
El recurso del AT se sustentó desde un principio en su gran capacidad de contención. El trabajo en equipo, amplía la posibilidad de tratamiento del paciente, permitiendo al terapeuta o institución contar con una alternativa ante situaciones críticas y de difícil abordaje (Rossi, 2015). El acto del acompañante terapéutico se sitúa en lo cotidiano, para así actuar en lo subjetivo, en lo vincular y en lo social (Rossi, 2015). El AT se inscribe en la escucha empática del paciente y de la familia, otorga contención y apoyo al paciente como sujeto y miembro de una comunidad (Rossi, 2015).
QUIÉN ES EL ACOMPAÑANTE TERAPÉUTICO
La figura del acompañante terapéutico tiene su génesis en anteriores formas de acompañar a los pacientes en actividades dentro y fuera de la clínica (Rossi, 2007 en Segui Maciel). El papel actual del acompañante se articula con el del psicólogo, psiquiatra y con el equipo terapéutico. La función de éste, está afiliada dentro del trabajo terapéutico en equipo, nunca funciona de manera independiente, “es un dispositivo construido con los pacientes, poniendo acento en sus capacidades” (Segui García, 2013). La inclusión de este dispositivo terapéutico implica responsabilidades vitales como la supervisión y evaluación (Segui García, 2013). El acompañante trabaja para facilitar el lazo social, incentivar la inserción educativa, laboral y recreativa (Rossi, 2015).
En la actualidad el papel del acompañante terapéutico se ha popularizado enormemente, ha sido adoptado por varias corrientes psicológicas y se utiliza en una generosa cantidad de escenarios. La génesis del acompañante se da en el campo psiquiátrico, para colaborar con personas con algún tipo de esquizofrenia o autismo que necesitaban de un modulador cotidiano que fungiera como frontera entre su subjetividad y su mundo social (Rossi, 2015). Más adelante, éste empieza a acompañar a personas con adicciones, bulimia y anorexia, depresiones y trastornos del ánimo, retraso o discapacidad mental y finalmente a niños con dificultades en la integración escolar (Rossi, 2015).
El trabajo que realiza el acompañante terapéutico de orientación psicoanalítica en las escuelas, se centra principalmente en el trabajo con niños sin dificultades académicas propiamente dichas, pero con severas dificultades en sus relaciones de objeto y en su fortaleza e integración yoica, las cuales por lo tanto afectan su situación académica.
Aquí es donde surge el cuestionamiento, si desde la perspectiva psicoanalítica podemos proponer una estrategia de abordaje que intente ir más allá, que ayude a los sujetos pertenecientes a esos grupos a posicionarse en un lugar diferente dentro de su entorno, pero al mismo tiempo a ubicarse en una posición subjetiva distinta (Macías López, 2006).
INTRODUCCION AL TRASTORNO NEGATIVISTA DESAFIANTE
En un estudio realizado en Estados Unidos, se demostró que la prevalencia del Trastorno Negativista Desafiante (ahora en adelante TND) en preesolares (0-6 años) es de aproximadamente del 6.6-13.5% sin diferencias de género (Trepat, Granero, & Ezpeleta, 2014). La severidad y variedad de las condiciones comórbidas del TND, se asocian con delincuencia y abuso de sustancias, por lo que es imprescindible entender y prevenir esta condición (Trepat, Granero, & Ezpeleta, 2014). El TND es entendido como el resultado de las interacciones individuales (temperamento, irritabilidad, disposiciones genéticas y/o problemas neurológicos (Morales Chiné, Felix Romero, Rosas Peña, López Cervantes, & Nieto Gutiérrez, 2015)) del niño con su contexto (psicopatología parental, castigo corporal) (Trepat, Granero, & Ezpeleta, 2014). A demás se ha hipotetizado que variables como el tipo de apego, la calidad de relación entre padres-hijos, la calidad de cuidado proveído y el estilo de crianza, influencian en el desarrollo de un TND (Trepat, Granero, & Ezpeleta, 2014).
En el estudio realizado por Trepat, Granero y Ezpeleta en 2014, se encontró que madres deprimidas presentan mayor irritabilidad, mayor alteración emocional, mayor dificultad para manejar las emociones y tienden a interpretar las acciones de su hijo de una manera negativa. Todas estas características hacen que las madres deprimidas tengan un estilo de crianza inapropiado, es decir, que la calidad de interacción madre-hijo sea mala y que el ambiente familiar sea más estresante. Si los niños perciben a la madre como hostil, puede ser que ellos reaccionen con aún más hostilidad (Trepat, Granero, & Ezpeleta, 2014). Así mismo, se encontró que la disciplina irritable explosiva, las instrucciones inespecíficas y los altos niveles de estrés por su auto-percepción en la dificultad para desempeñar su papel de padres, determinaron el comportamiento agresivo de los niños (Morales Chiné, Felix Romero, Rosas Peña, López Cervantes, & Nieto Gutiérrez, 2015). .
EL APEGO, LA MIRADA Y LAS RELACIONES DE OBJETO EN NIÑOS DIAGNOSTICADOS CON TRASTORNO NEGATIVISTA DESAFIANTE
El síntoma según Freud es el “indicio y sustituto de una satisfacción pulsional interceptada, es un resultado de proceso represivo” (Freud, 1926: 87), esta moción pulsional ha encontrado un sustituto, mutilado y desplazado, que ya no es reconocible como satisfacción, sino que ha cobrado el carácter de compulsión (Freud, 1926). El síntoma en niños definidos como “Negativistas Desafiantes” por el DSM-IV por lo general es tan avasallante, que no pueden funcionar de manera adaptativa en ninguna de las áreas de su vida personal. Algunos de los síntomas que presentan son: a menudo se encoleriza e incurre en pataletas, discute con adultos y se rehúsa a cumplir sus obligaciones, molesta deliberadamente a otras personas, responsabiliza a otros de sus errores, es colérico y resentido, es susceptible a ser molestado por otros, es rencoroso y vengativo (DSM-IV).
Como se observa, la manifestación principal en estos niños es de rabia y enojo en todas sus relaciones. En casa, son niños que no se pueden relacionar ni con sus padres, ni con sus hermanos, la única forma de vinculación que conocen es por medio de la agresión y así también pasa en la escuela, al momento de relacionarse con los maestros y compañeros, lo hacen por medio de la hostilidad. Bowlby fue el primero en examinar el rol que juegan los estilos de apego en la experiencia de rabia y enfado. Las personas con estilos de apego ambivalente y evitativo tienen más propensión al enfado, caracterizándose por metas destructivas, frecuentes episodios de enfado y otras emociones negativas (Buchheim y Mergenthaler, 2000 citado en (Sanchis Cordellat, 2008). Según Bowlby (1973) el apego ansioso tiene como fin mantener cierto grado de accesibilidad de la figura de apego; la ira constituye tanto un reproche por haberse alejado como un medio para evitar que vuelva a ocurrir. El hecho es que el amor, la ansiedad, la ira y a veces el odio son provocados por la misma persona, como se observa en niños que en determinado momento se mostraban furiosos con uno de sus padres y al instante siguiente buscaban muestras de aliento y seguridad de ese mismo progenitor (Bowlby, 1973).
El psicoanálisis se ha dedicado a estudiar la particular interrelación que existe entre el amor, el temor y el odio, ya que en la clínica se ha observado que los pacientes tienden a responder hacia la figura de afecto con una turbulenta combinación de los tres afectos: posesión, ansiedad e ira (Bowlby, 1973). Se empieza a producir un círculo vicioso en el cual un incidente de separación produce pensamientos y actos hostiles hacia la persona, así como la producción de estos pensamientos o actos aumentan el temor a perder a la persona amada (Bowlby, 1973). A raíz de esto, se han formulado varias hipótesis respecto a los nexos entre el afecto, la ansiedad y el enojo, surgen cuestionamientos sobre ¿qué pasa antes, si el aumento de ansiedad precede al aumento de hostilidad, o viceversa, o si ambas cosas surgen de una fuente común? (Bowlby, 1973).
Fairbain citado en Bowlby (1973) propone que de no existir una frustración, el bebé no ha de dirigir la agresión al objeto amado, lo que impulsa esta hostilidad es “la carencia y frustración en sus relaciones libidinosas y, en particular…el trauma de la separación de la madre” (Fairbain, 1952 citado en Bowlby, 1973). Bowlby adopta la postura en la que la hostilidad a la figura de apego deviene como respuesta de la frustración, en especial cuando el agente de esta frustración viene de la figura de apego. Tras repetidas experiencias de separación o amenazas de separación, es probable que el individuo desarrolle un apego excesivamente ansioso y posesivo aunado a una amarga cólera que dirige a la figura de apego, y que a menudo se combina con una preocupación ansiosa acerca de la seguridad de esa figura (Bowlby, 1973). Debido a la tendencia de reprimir y redirigir la ira (desplazar) originalmente dirigidas hacia la figura de apego, así como a atribuir el enojo a otros en vez de a sí mismo (proyección), las pautas originales se distorsionan y se entremezclan en grado sumo (Bowlby, 1973). Por ende se puede afirmar, que los pensamientos y actos actuales, se deben a la acumulación de vivencias vividas en las etapas tempranas del desarrollo mental.
Como ya se mencionó anteriormente, este patrón de relación con cualquier persona que pueda representar a la figura de apego original, se repite a “manera de compulsión” hasta en el ámbito escolar, así como en los momentos de ocio y recreación. Los adultos que tratan con niños así, caen en el circuito y terminan por violentar aún más la relación. Esta hostil forma de relacionarse, es la única forma que conocen de acercamiento, es decir la estructura en que el niño ha internalizado a sus objetos durante el primer año de vida (Segal, 1982). Sólo conocen lo que la madre les ha devuelto, esa mirada en la cual se ven reflejados, esta mirada que nada tiene que ver con lo biológico, la que refiere a “cómo es mirado uno”, por ejemplo: “el bebé es mirado, pero él aún no mira, no se mira, es objeto de la mirada, es mirado. Aún no tiene constituida su imagen especular.” (Macías López, 2006) La mirada de esta madre, le permite al bebé acceder a una captura imaginaria de la mirada del Otro, para “verse a sí mismo y tener así una imagen especular, mirada como formadora del yo, de identificaciones” (Macías López, 2006), ya que el infante se mira en la mirada de la madre y en lo que ella se relaciona con él.
Esta forma de relacionarse tiene consecuencias, ya que el bebé busca formas para conseguir que la madre le devuelva algo de sí. Es probable que la mirada que reciben los niños diagnosticados con TND, sea una mirada incompleta en la que no se pueden relacionar de manera libidinal con el objeto. Las identificaciones que se forman estos niños tienen que ver con una imagen agresiva de sí mismos, esa agresión por la cual logran que su figura de apego los mire, es el camino que ellos encuentran para ser volteados a ver. Cuando un sujeto se encuentra en la mirada de otro habrá respuesta, por eso el niño depende de lo que le devuelven por medio del rostro de la mirada de la madre. El desarrollo del niño continúa y las identificaciones se multiplican. A este proceso se suman la mirada del padre, de los hermanos o de otros que se encuentren en relación con los padres y hermanos (Macías López, 2006). Y así es como el niño, adueñado de estas identificaciones, crece y demuestra a los demás que él es así, agresivo y difícil de manejar.
Se establece una forma no verbal de comunicación o de relación de la madre hacia su hijo a la que el niño responderá (Macías López, 2006). También es preciso establecer que esta conexión que se forma entre la madre y el hijo, no sólo es del lado de la madre, sino que también sucede algo en el niño, con su percepción que no da lugar a esa conexión tan necesaria (Macías López, 2006). Hay veces en que los niños son activos y tienen a una madre pasiva, o viceversa, lo cual afecta la diada madre-hijo (Spitz, 1965).
Como se mencionó anteriormente las relaciones entre madre e hijo son a manera de desnivel, es decir que no va sólo de la madre al hijo, sino del hijo a la madre también. La sola existencia de la madre evoca respuestas del bebé, así como la existencia del bebé también evoca respuestas en la madre (Spitz, 1965). De acuerdo a cómo reaccione la madre, el bebé tendrá en un inicio dos objetos: el objeto malo, contra el cual estará dirigida toda la agresión y el objeto bueno, hacia el cual se vuelve la libido (Spitz, 1965). El objeto malo, es el que le niega todas las satisfacciones y el objeto bueno es el que satisface sus necesidades.
De acuerdo con Spitz (1965), la creciente influencia del yo se hace sentir por la integración de huellas mnémicas de experiencias repetidas innumerables veces y por los intercambios que tiene el hijo con la madre. Finalmente esto deriva en la fusión de estos objetos. Sin embargo, debido a que la madre es la que tiene el control, es ella la que reprime o facilita, y es, por lo tanto, su conducta la que determina el modo en que las relaciones de objeto se formarán y se conducirán. Puede ser que se acentúe el “objeto bueno” o, por el contrario el “objeto malo” (Spitz, 1965).
Con el tiempo y con la óptima distribución de frustraciones y satisfacciones en el bebé se forma la fusión progresiva de los dos impulsos instintuales, y la recompensa ofrecida por el “objeto bueno” sirve como compensación por las fechorías del “objeto malo” (Spitz, 1965). Esto da lugar a la capacidad para tolerar la frustración, en donde la satisfacción inmediata del impulso es aplazada para posteriormente lograr una más adecuada (Spitz, 1965). No obstante, en niños diagnosticados con TND, esta capacidad se encuentra pobremente desarrollada, ya que tienen una bajísima tolerancia a la frustración, es como si prefirieran la descarga inmediata asegurada, sin saber si esa descarga se podrá realizar en el futuro. Esa introyección de recompensa futura no la tienen, por lo que el displacer se siente como una urgencia. El objeto es percibido principalmente como persecutorio, que brinda frustraciones, las cuales para ser evitadas tienen que ser satisfechas inmediatamente.
El refrenar la descarga motora, proporciona el aplazamiento requerido para un proceso mucho más complejo como es el pensar y el juzgar. Este pensamiento permite una regulación de los impulsos, que culmina en el dominio del “mundo externo” (Spitz, 1965),
INTERVINIENDO ANALÍTICAMENTE-ACOMPAÑAMIENTO TERAPÉUTICO
El trabajo en el consultorio con este tipo de pacientes se centra en restablecer su manera de vincularse con los demás, no obstante, en algunos casos críticos, este desbordamiento es tan severo, que las horas dentro del consultorio dejan de ser suficientes y antes de observar algún cambio significativo en la escuela, estos niños son corridos, segregados, recortados y escotomizados del sistema escolar regular.
Como ya se mencionó anteriormente, los niños con este diagnóstico son presos de sus propias proyecciones de enojo, que están destinadas a destruir con el fin de mantener al objeto cerca, de asegurar que habrá una descarga. El trabajo del acompañante consiste en fungir como resistencia frente a este enojo, es un recipiente que no se desborda ni se aleja, a pesar de la ira que el niño pueda expresar. Poco a poco el infante aprehende que esa no es la única forma de vinculación que existe, comienza a entretejer en su cotidianeidad lo elaborado en el consultorio con la constancia objetal del acompañante. Una vez cambiado este esquema, poco a poco se transfiere a otras áreas de su vida, se forma un lazo social con maestros y compañeros, así como con los familiares.
El acompañante terapéutico no es un analista, es un practicante del discurso. Es quien hace el contacto entre el consultorio, el medio familiar, y también el restablecimiento del lazo social del enfermo, esto lo fomentará el acompañante en su función de contención, que posibilitará que el niño pueda empezar a transitar de otra manera (Macías López, 2006).
Para el niño es muy difícil aceptar cómo es y cómo fue visto por los que lo rodean, sin embargo introyectar otro tipo de apego, cercanía y relación, lo enriquecen para adaptar en un futuro su manera de vincularse con el mismo y con el exterior. Este paciente siempre va a ser frágil en cuanto a la separación y el acercamiento, pero se producen cambios internos que lo pueden sostener en momentos críticos. El trabajo del acompañante terapéutico en el campo analítico con niños, implica trabajar con cuerpo, la mirada y la escucha son necesarias para poder llevar a cabo una intervención (Macías López, 2006).
El acompañante funciona en relación a los descubrimientos que hace desde su propia locura, mismos que podrá evidenciar, advirtiendo qué fue lo que miró, lo que escuchó y desde dónde lo hizo, jugando con su propia transferencia hacia el enfermo, su relación transferencial con el responsable del tratamiento y el lazo transferencial que éste último tiene en la institución de la cual es partícipe (Macías López, 2006). Por lo tanto, “este trabajo no es un trabajo de improvisación, ni un acto de buena voluntad, éste requiere una estrategia de intervención, conocimiento de la función y una supervisión de ésta” (Macías López, 2006).
Al igual que en un análisis, el acompañamiento tiene un encuadre, que puede llegar a ser más flexible, pero inquebrantable (Rossi, 2011). Éste delimita las pautas y los bordes de una tarea tan difícil de delimitar en una cotidianeidad (Rossi, 2011). Si acompañar implica compartir, entonces ¿qué se comparte?, ¿en dónde y cuándo se comparte? Y ¿se comparte con alguien más, quién? A partir de esto se construye un texto que lo posibilita y lo coordina (Rossi, 2011-1). El encuadre remite a una terceridad, a una presentación de “ley” (Rossi, 2011). Esta “ley” protege tanto al niño como al acompañante, instaura límites, límites que por lo general en casa de este tipo de pacientes son difusos y fácil de transgredir. Este encuadre es una red que contiene (Rossi, 2011).
El AT como “dispositivo polifónico” (Rossi, 2011-1), se ajusta muy bien al momento inicial de una intervención, sin embargo justo en el instante en que las cosas parecían que empezaban a marchar, encuentra sus límites (Rossi, 2011-1). Ya sea en el encuentro con la transferencia, con la pulsión, en su cruce con la compulsión a la repetición, se nos revela como pulsión de muerte (Rossi, 2011-1). En este ominoso encuentro, en el que el acompañante se ve dividido y fragmentado por la constante destrucción al vínculo, tendrá la tarea de distinguir con precisión aquellas voces de las que el paciente forma parte y se encuentra alineado, para que así el acompañante se devenga en función, en una pieza de andamiaje (Rossi, 2011-1). Se tiene que separar al paciente de las voces que le han dictado inconscientemente su conducta agresiva, mostrarle que hay otras formas de acercarse al objeto.
Tanto para analistas como para acompañantes, es imprescindible trabajar para desechar métodos y recetas antiguas. Se tiene que trabajar para dejar al propio ser en suspenso, con temple y paciencia para que el “sujeto en su condición de deseante”, pueda devenir (Rossi, 2011-1). Y a partir de ahí, poder construir y definir un lugar en donde las intervenciones sean posibles.
En realidad es casi imposible decidir o establecer una fórmula para la intervención del acompañante, se juega con el cuerpo y con la mente y cada caso es único y singular, sin embargo, si es posible establecer desde donde no hay que intervenir (Rossi, 2011-1). No hay que intervenir desde la propia subjetividad, por lo que es importantísimo el propio análisis, el trabajo en equipo y la supervisión. Así mismo, es fundamental que las intervenciones en el acompañamiento no favorezcan la confusión de su lugar con las otras instancias de tratamiento, es decir, hay que saber dónde ponerse en juego (Rossi, 2011-1).
Bibliografía
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