Por: Montserrat Montero

La enfermedad del analista es un tema con un sinfín de vertientes y sin embargo me parece que se habla poco al respecto. Probablemente por la dificultad que implica, sus miedos, ansiedades, rasgos patológicos o patología y lo ominoso de su ser se limitan al propio análisis en la mayoría de los casos. Por supuesto que es comprensible si recordamos que el mismo padre del psicoanálisis afirmó que el analista era un sujeto básicamente sano y no en vano. El devenir analista implica un largo camino de formación en el que se incluye un profundo análisis didáctico, supervisiones y una gran cantidad de conocimientos del funcionamiento humano que contribuyen a esta salud mental.

Sin embargo, al día de hoy persiste una idealización de la figura del psicoanalista, la cual es necesaria en cierta medida cuando se propone un tratamiento con duración indefinida y resultados inciertos a los pacientes. Aunque eso no quita la posibilidad de que semejante ideal pueda provocar un temor persecutorio cuando es imposible alcanzarlo a la perfección, pues no dejamos de ser seres humanos. (Boschan, 2008).

El psicoanálisis es de dos y tanto analista como analizando poseen todo un mundo interno que entra en juego en el consultorio. Como lo dice Caparrós (2006) “Toda la personalidad del analista, la sana, la neurótica, la pasada, la presente, así como la del paciente interviene en este binomio” (pp.27). Sin embargo, una vez en el espacio analítico es la responsabilidad del analista ponerse al servicio del paciente y por más evidente que pueda ser esto implica no dañarlo.

Existen muchas formas en las que el analista puede enfermar, pero en este caso me quiero concentrar en la enfermedad mental. Incluyendo rasgos de carácter, motivaciones y tendencias patológicas inconscientes y cuadros patológicos como tal. El objetivo de reflexionar sobre estas formas de conflicto psíquico no es hacer un juicio al respecto, sino poder comprender su importancia más allá del punto individual y considerar el peligro de que cuando el analista enferme, enferme al analizando que se encuentra enfrente.

Es más común de lo que se suele creer, que desde el mismo deseo y las motivaciones que llevan a uno a convertirse en psicoanalista, encontremos como base problemáticas personales por lo que me parece relevante abordarlas brevemente. Prat (2008) habla de una herida narcisista, muchas veces inconsciente, que comparten los analistas. De manera que se puede encontrar una gran gratificación al volverse alguien importante para el otro (Caparrós, 2006). Otra constante motivación suele ser la necesidad de reparación, ya sea del otro o de uno mismo. En el primer caso tanto Racker (1957, citado en Prat, 2008) como Greenson (1976) lo atribuyen a conflictos con la propia agresión, fantasías de haber hecho daño a otros e intentos de superar la culpa. Mientras que, en el segundo, puede consistir en la necesidad de comprender la propia historia de vida o superar las propias angustias (Freud, 1937, citado en Greenson, 1976).

Por otro lado, el deseo de analizar surge como expresión de la pulsión epistemofílica, libidinal o agresiva. Ya que puede tener origen en el anhelo de fusionarse con la madre o en un deseo maternal inconsciente de nutrir, proteger y enseñar al otro. En su contraparte pueden entrar en juego pulsiones pregenitales que se expresan como el anhelo a someter, agredir o dominar, satisfaciendo fantasías sexuales o de omnipotencia. (Caparrós, 2006; Greenson, 1976). Asimismo, no se puede dejar de lado el famoso deseo de ayudar o curar al paciente, el cual constituye para Greenson (1976) el elemento esencial para adquirir las habilidades necesarias que forman a un analista eficiente y para conservar el interés y la compasión por el paciente sin volverse sobreprotector o desapegado.

Más allá del origen patológico o no de las motivaciones no me cabe duda de que el analista debe encontrar placer en su labor para poder enfrentarse a las dificultades que la misma representa. Me parece que es la clave para lograr y querer mantener la atención flotante, llegar a la sesión sin memoria y sin deseo, recibir la agresión o el amor con neutralidad, regular las emociones, mantener el encuadre y escuchar dolencias y relatos cada 45 minutos. En palabras de Mijolla-Mellor (2006): “Obtendremos placer a través de esta exploración, a menudo dolorosa, por la que acompañamos a los pacientes sobre unas huellas que no han cesado de ser también las nuestras” (pp.133).

La enfermedad del analista no es provocada en sí por sus motivaciones profesionales sino por la falla en regular lo que devenga de las mismas (Greenson, 1976). La solución que se ha adjudicado en estos casos es la neutralidad, sin embargo, Reich (1960) sostiene que no puede ser alcanzada en su totalidad cuando cada uno tiene un estilo particular de análisis a partir de su personalidad. Asimismo, menciona que nuestra capacidad de análisis es una combinación del conocimiento teórico y práctico con nuestros procesos intuitivos. Por lo tanto, considero que debemos preguntarnos constantemente si estamos siendo parte de la cura o de la enfermedad y cuidar que nuestro propio material no se entrometa en el proceso analítico causando efectos iatrogénicos en los analizandos.

Es importante recordar que somos seres humanos y al final es inevitable que cometamos errores en nuestra práctica. Soy fiel a la idea de que muchas veces esos “errores” tienen reparación o pueden ser incluso la vía para una mejora. Cuando hablo de iatrogenia no me refiero a algunas interpretaciones incorrectas o fallas ocasionales, no creo que seamos tan omnipotentes para que eso pueda causar un daño trascendente en los pacientes. En cambio, lo que sí puede ser perjudicial son las actitudes constantes. Como lo resume Canale (2006) la gravedad está en la cronicidad más que en la intensidad.

Considerando la amplitud de las modalidades iatrogénicas que pueden llevarse a cabo me gustaría profundizar en tres de ellas. En primer lugar, la de tipo narcisista, misma que se puede presentar en distintas variantes. Por un lado, está el caso del analista que busca que sus analizandos sean los mejores, quienes se curen más rápido y alcancen la mayor cantidad de logros para sentirse exitosos ellos mismos. Les dan a sus pacientes el papel de “triunfadores” para aumentar su propia autoestima (Usandivaras, 1982). En estos casos, Kernberg (2000) afirma que cuando el analista tiene una certeza omnipotente de que curará al analizando, se le dificulta lidiar con la agresión proyectada, por lo que puede desviarla a objetos externos y absorber una parte en una sumisión masoquista, lo cual racionaliza como una dedicación total a su labor que produce una gratificación narcisista.

Por otro lado, están los analistas que se consideran superiores en su salud mental, mostrando una actitud arrogante y despreciativa hacía los analizandos, los cuales se convierten en “eternos neuróticos” en los que se proyecta un sentimiento de fracaso. Si intentan reprocharle, el analista puede racionalizarlo como una transferencia negativa propiciando un ciclo vicioso de estancamiento con el objetivo de afirmar su madurez psicológica. Una variante adicional incluye a los analistas que consideran que su palabra es la verdad absoluta y convierten el tratamiento en una especie de adoctrinamiento ideológico al que el paciente se debe someter (Usandivaras, 1982). Como Greenson (1976) señala, el analista puede utilizar de manera inconsciente al analizando para que actúe sus deseos reprimidos.

En segundo lugar, está la modalidad obsesiva y/o esquizoide en la que el analista mantiene una gran distancia emocional hacía los analizandos en nombre de la abstinencia. Cuando predomina lo obsesivo, el trasfondo es una disociación afectiva donde se racionaliza el contenido y se bloquea el afecto en el vínculo. A pesar de que el analista pueda hacer interpretaciones muy acertadas, el problema radica en que no es capaz de sumergirse en la transferencia y contratransferencia. (Usandivaras, 1982).

Asimismo, la lejanía emocional y la rigidez constituyen un impedimento para llegar a una verdadera empatía. En muchos casos esto puede provocar lo que Kernberg (2000) denomina un “fin emocional del análisis” que no permite continuar el tratamiento, aunque el paciente se siga presentando a sus sesiones. Cuando predomina lo esquizoide, el retraimiento y desapego hacen que el analista mantenga una distancia para no desplegar su agresión, angustia u hostilidad. Tanto el desapego como esa distancia emocional son características importantes del analista, sin embargo, deben de ponerse en práctica de manera temporal y parcial, ya que la constancia es lo que las vuelve antiterapéuticas. (Greenson, 1976).

En el extremo contrario, está la tercera modalidad iatrogénica en la que el analista se deja llevar por sus impulsos y establece relaciones conflictivas de amor o de odio con los analizandos (Usandivaras, 1982). Reich (1960) menciona que en estos casos las motivaciones infantiles del analista pueden hacerlo caer en una contraidentificación donde responda al amor que el paciente le proyecta con amor y al odio con odio. Ella misma afirma que es imprescindible que el analista muestre cierto interés libidinal al paciente ya que es una condición para que se produzca la empatía. Sin embargo, debe guardar la distancia emocional óptima para no pasar a la identificación y en consecuencia actuar la contratransferencia (Greenson, 1976).

El amor del paciente puede ser muy gratificante y por lo tanto es una complicación frecuente rehusarse a soltarlo, pero es importante recordar que ahí se pierde el propósito de entender al analizando y se insertan conflictos pasados personales que dañan la objetividad (Reich, 1960). Para Freud (1915 [1914]) el principal peligro en estos casos es caer en la transferencia erótica y no discernir que el amor que el analizando puede sentir se debe a la situación analítica y no a los atributos personales del analista. Más allá del amor romántico o erótico considero que también existen riesgos de un amor maternal o paternal en el que el analista puede aliarse con el paciente en contra de otras figuras de su vida o dejarse llevar por una sobreprotección que mande al analizando el mensaje agresivo de que no es capaz de resolver por sí mismo.

En el caso del odio, me parece inevitable que en algún momento podamos sentir desagrado o rechazo hacía algún paciente. La palabra “odio” puede sonar demasiado fuerte pero como lo resume Winnicott (1949, citado en Caparrós, 2006) el odio que el analista real siente en la contratransferencia puede equipararse al derecho de la madre real a sentir odio a su bebé. La cuestión no es si sentimos o no ese odio, sino qué hacemos con él cuando inevitablemente lo experimentamos y para él la clave está en reconocerlo para poder convertirlo en algo operativo y experimentarlo sin angustia ni culpa.

No obstante, la iatrogenia surge cuando ese odio se expresa a manera de someter, agredir y dominar al paciente. Greenson (1976) explica que el analista debe funcionar como privador y frustrador en muchas ocasiones, pero debe aprender a modular su agresividad y odio sin dejarse llevar por tendencias sádicas o masoquistas inconscientes. Considero que ciertos pacientes despiertan de manera particular este tipo de reacción, por ejemplo, aquellos que tienen una depresión severa. Sin embargo, continúa siendo nuestra labor detenernos y analizarnos cuando nos encontramos contractuando de manera superyoica o persecutoria, para que no se convierta en algo dañino.

Retomando la metáfora del analista y la madre, la identificación proyectiva permite que la madre pueda comprender la necesidad del bebé, interpretarle el mundo a su alrededor y ayudarlo a localizar y regular sus emociones. De la misma manera el analizando proyecta, el analista introyecta y su función es metabolizar ese material y devolverlo digerido (Sosa y López, 2006). Sin embargo, tanto esa madre como ese analista necesitan ser, en términos de Winnicott, lo suficientemente buenos para cumplir su función. A mi parecer un factor clave para lograrlo consiste en poder darle un trato adecuado a ese material, que inevitablemente pasará por nuestra persona y será comprendido y percibido desde nuestra perspectiva, pero lograr que cuando llegue el momento de regresarlo sea en beneficio del otro y no en el propio.

Hasta el momento he hablado de motivaciones inconscientes, rasgos caracterológicos y modalidades iatrogénicas que pueden dañar al paciente, pero ¿Qué sucede cuando el analista tiene un trastorno mental, un cuadro patológico completo? Me parece que es determinante considerar el momento de vida en el que enferme. Ya que cuando la problemática remite a experiencias tempranas o a algún momento previo al ser analista se espera que la patología se encuentre trabajada o al menos consciente. Sin embargo, cuando una crisis se presenta durante el trabajo terapéutico, es de vital importancia cuidar de uno mismo y de los analizandos en el momento que la labor analítica se vea obstaculizada.

Por cuestiones de tiempo, ahondaré únicamente en el caso de la depresión ya que como menciona McWilliams (2011) una proporción significativa de psicoterapeutas han pasado por esta enfermedad. Considero que, en el psicoanálisis, no solamente idealizamos al analista, sino a toda la teoría y técnica, creemos en él y forma parte de nuestra identidad. Por lo que cuando llega la caída de autoestima característica de la depresión, el psicoanálisis también se puede ver desvalorizado en sí (Boschan, 2008). Asimismo, las habilidades necesarias para la profesión se complican o incluso imposibilitan, lo cual el analista puede negar o ignorar hasta que se vuelvan suficientemente graves.

En primer lugar, los síntomas corporales de la depresión son un obstáculo en sí para mantener la sesión, ya que las habilidades que antes eran automáticas ahora requieren un mayor esfuerzo. La escucha analítica y la capacidad de comprender la transferencia se dificultan cuando el analista deprimido toma el material del paciente como una evaluación de sí mismo. La capacidad de interpretar y mantener la atención flotante se puede ver obstruida por la dificultad para concentrarse, la irritabilidad y la impaciencia. Los sentimientos de culpa y la complejidad para distinguir entre el propio material y el del paciente surgen cuando el contenido que el analizando presenta es doloroso. Asimismo, se pueden presentar sensaciones de agobio constantes, temor al abandono del paciente y errores repetidos que confirman la desvalorización del analista. (Boschan, 2008).

Esta descripción deja claro que el tratamiento no puede ser viable cuando la patología ha llegado a tal extremo. Considero que la primera solución sería tratarnos y cuidarnos antes de una situación así, siendo realistas y humildes con el momento de vida por el que estemos pasando podemos abordarlo desde sus inicios. Sin embargo, no siempre es así de sencillo y si se llega al momento donde la enfermedad ya está vívidamente presente es importante recordar que primero estamos nosotros y tal vez sea momento de pausar la labor analítica y cuidar de uno mismo, lo que a su vez protege a nuestros analizandos.

Por supuesto que habrá analizandos que se irán cuando el tratamiento se torne iatrogénico, pero también hay muchos otros que por la problemática del momento o por la falta de fuerza yoica se quedaran y aun los que decidan irse pueden irse con una marca. Yo lo veo como el cirujano que deja una gasa dentro del paciente durante la operación, la gasa se puede ir desintegrando o la persona puede tener una nueva cirugía para removerla, pero eso no eliminará el daño que fue causado o la cicatriz que queda y toma tiempo sanar. Es por eso que me parece necesario profundizar en este tema y recalcar su importancia.

Sin embargo, el panorama no es completamente oscuro si abordamos la posibilidad de la sublimación. En la misma línea de la depresión, una vez trabajada y elaborada, me parece que puede volverse incluso una especie de herramienta en nuestra práctica. McWilliams (2011) plantea que un analista que haya tenido depresión puede estar mejor capacitado para empatizar con la tristeza, entender heridas en la autoestima, resistir la pérdida y buscar cercanía con el otro. En su clínica le puede ser de ayuda para no caer en la omnipotencia o en el narcisismo, ya que adjudica los logros a los pacientes y analiza las fallas en sus propias limitaciones.

Asimismo, Greenson (1976) menciona la estrecha relación entre sensibilidad depresiva y la capacidad de comunicarse con el analizando, formar una neurosis de transferencia y una alianza terapéutica. Él fue tan lejos como para afirmar que un analista que no hubiera sufrido una depresión severa puede estar discapacitado en su trabajo. No creo que tengamos que irnos hasta ese extremo, pero sí que esto habla de la vuelta que podemos darle a la enfermedad.

Más allá de la depresión, considero que no es lo mismo estudiar el fuego, que haberse quemado. En muchos casos, el analista se vale de sus propias experiencias de vida para poder entender al paciente. Podemos hablar de un divorcio, un duelo, una migración y por qué no también de una depresión, un trastorno obsesivo compulsivo o incluso un trastorno límite de la personalidad. Si la patología se encuentra trabajada puede incluso ser un indicador valioso de lo que sucede en el analizando (Greenson, 1976).

Un caso reconocido para ejemplificar una patología elaborada y utilizada posteriormente al servicio de los pacientes es el caso de la psicoterapeuta Marsha M. Linehan. A los 18 años Marsha empezó a presentar síntomas del trastorno límite de la personalidad, con el cual más adelante fue diagnosticada. Atravesó un largo camino que incluyó fuertes autolesiones, distintos intentos de suicido, diagnósticos incorrectos, sobremedicación, tratamientos de terapia electroconvulsiva e internamientos en hospitales psiquiátricos. Haciendo referencia a su último internamiento Linehan (2020) menciona “Sobreviví e hice una promesa a Dios, un juramento, que me sacaría a mí misma del infierno y que una vez que lo hiciera, encontraría una manera de sacar a otros también” (pp.19). Así que a partir de su propia historia de vida realizó el modelo de terapia DBT (terapia dialéctico-conductual) enfocado a pacientes que se consideran incurables. Sorprendentemente (o no) hoy en día este es el tratamiento más efectivo para personas con un alto riesgo de suicidio, principalmente con trastorno límite de la personalidad. (Linehan, 2020).

No obstante, citando a Greenson (1976), “debe tenerse presente que esas sublimaciones nunca se hacen de una vez para siempre, ya que las presiones del Ello, del Superyó y del mundo exterior ocasionan regresiones y progresiones” (pp.388). He aquí la importancia de que el analista cuente con un proceso de análisis propio en su formación, pero también de que cuando ese proceso finalice pueda volver a análisis si se siente superado por las circunstancias. El mismo Freud aconsejó retomar el análisis como medida preventiva y terapéutica ante los complejos y resistencias que surgen en el analista (Sosa y López, 2006).

El análisis didáctico tiene como objetivo volver conscientes los conflictos infantiles y sus derivaciones. Los cuales podrán ser resueltos, aceptados, transformados en algo más adaptativo, regulados o simplemente identificados. Es ese grado de resolución el que influye en las capacidades del analista, especialmente cuando su labor implica un constante encuentro con el otro que lo vuelve vulnerable. No debemos confundir el objetivo con lograr una salud mental absoluta, sino una estructura analizada duradera en la que estemos suficientemente familiarizados con nuestro mundo interno y tengamos la habilidad de controlarlo. (Acedo, 2008; Greenson, 1976).

A manera de conclusión, debemos recordar que el analista no se encuentra inmune a los padecimientos psíquicos por su profesión. Reconozco que la idealización de su salud mental tiene una función terapéutica, pero no debemos olvidar que antes que analista es un ser humano no tan diferente de sus pacientes. Tal vez los conecta más de lo que pensamos el hecho de estar o haber estado en un diván confiando en que el psicoanálisis les ayudará a transitar y elaborar sus sufrimientos más profundos. Las inevitables problemáticas y conflictos psíquicos que presenta el analista pueden ser un riesgo iatrogénico para los analizandos, pero también una herramienta que permita comprenderlos desde una mayor profundidad y empatía.

En esta ocasión me centré en la enfermedad mental del analista, pero me parece que sería interesante abordar otras vertientes como cuando el analista enferma físicamente, cuando pierde funciones cognitivas, cuando es momento de retirarse y en la misma línea pensar en cómo afecta cada patología a su trabajo o por el contrario como las puede sublimar como herramientas.

Considero que la importancia de abordar la enfermedad del analista a pesar de la vulnerabilidad y dificultad que implica radica en tres frentes. Por un lado, me parece que estudiar la temática a mayor profundidad y conversar acerca de ella nos brindará una valiosa aportación para mejorar nuestra labor analítica. Por otro, nos ayudará a cuidar de nosotros mismos como analistas y personas y finalmente, protegerá a los analizandos, de manera que cuando el analista enferme no se vuelva una sentencia de que también enferme al otro.

Bibliografía
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  • Imagen: Pexels. Nadezhda Moryak