Psicología del Mexicano

Autor: Alejandra Rivas

Desde el Castillo de Chichén Itza en Yucatán, hasta la Torre Mayor en la capital del país, se puede observar la ambivalencia en la que desde años atrás se encuentra sumergido el mexicano.

Los mayas, los mexicas, los toltecas, todos, tenían una cultura politeísta, basada en los mitos, en la observación, en los sacrificios humanos, los dioses lo eran todo, los humanos, su instrumento.

Mesoamérica crece con diversas culturas y tradiciones, hasta que es conquistado.

La llegada de los españoles cambia la fisonomía del mundo, incluso antes de la Conquista en 1521… La mezcla de culturas podría denominarse un gran impacto, un encontronazo, al que tal vez ya el ser humano aparenta estar acostumbrado, ya que pareciera que no sorprenden los contrastes, la diferencia de razas, la diversidad de las tradiciones, sin embargo, existe una discriminación, tal vez como un mecanismo de defensa del yo para evitar caer en una depresión; en palabras de Santiago Ramírez -en su obra El mexicano, psicología de sus motivaciones- “se ataca un objeto externo, proyectado para no atacar un objeto interno”

La mezcla de razas en la Nueva España, (indígenas, españoles y negros) se vuelve determinante en la historia de México, los criollos, hijos de españoles nacidos en México y los mestizos, mezcla usualmente conformada por un hombre español y una mujer indígena; de aquí derivan el resto de las castas, sin embargo son estos los que quizá tuvieron más influencia en la Psicología del Mexicano.

En el Libro de los Coloquios, -una recopilación hecha por Sahagún-, León Portilla escribe acerca de la argumentación indígena del impacto hispánico:

“Vosotros dijisteis que nosotros no conocemos al Señor del cerca y del junto, a aquel de quién son los cielos y la tierra. Dijisteis que no eran verdaderos nuestros dioses. Nueva palabra es esta, la que habláis…”

El mundo hispano llega y no deja espacio para la negociación de culturas, de creencias, por el contrario las tira y las devalúa, somete al indígena, despojándolos de su religión, con la sensación de ser ignorantes y perdedores frente al español que llega con nuevos animales y nuevas vestimentas, con la condena de someterse, creando el sentimiento de ambivalencia antes mencionado, se admira y se odia simultáneamente al conquistador.

Conquistar al mundo indígena fue posible gracias a la imagen que fue proyectada en los conquistadores, una idealización en la fuerza, la inmortalidad, quizá incluso fue vivida como “la encarnación de sus dioses”

Sus dioses les han fallado, los han traicionado, ahora eran vistos como parte de una religión demoníaca, la cultura ha sido vencida. El ahora novo hispano, despojado de su identidad busca en la regresión a la posición esquizo-paranoide, entender porque al parecer lo ya conocido se ha tornado en el pecho malo, mientras que lo nuevo impuesto es el pecho bueno.

Sánchez Albornoz en su obra “España y el Islam” menciona: España vino a las Indias con espíritu de cruzada y rapiña, con la cruz en lo alto y la bolsa vacía, con codicia de riquezas y de almas y con la civilización y libertad occidental que habrían de crear al mundo de hoy, en la punta de las espadas y lanzas. A decir de Ramírez, cuando el mundo indígena, tanto el autócrata como el sometido, se dio cuenta de que los conquistadores no eran ni amenaza ni esperanza, era ya demasiado tarde. El conquistador no era su hermano que venía a salvarle de un padre cruel y agresivo que lo sometía, sino que simplemente había sustituido un padre por otro, un dios por otro.

La destrucción del mundo de los valores indígenas lleva de la mano la destrucción de sus relaciones de objeto primarias, quedando entonces en un estado de melancolía, de duelo. La castración se hace realidad, la Iglesia se erige sobre lo que antes era el antiguo teocalli (templo azteca), las ciudades sobre las antiguas ciudades indígenas, como fenómenos de afirmación sádica, era necesario destruir el mundo hasta entonces conocido.

Las mujeres se convierten en objeto cosificado para la satisfacción sexual, creando entonces a los mestizos, en palabras del citado autor, “la mujer se incorporaba brusca y violentamente a una cultura para la que no se encontraba formada; su unión la llevaba a cabo traicionando a su cultura original (a sus figuras primarias). Por tanto el nacimiento de su hijo era la expresión de su alejamiento de un mundo, pero no la puerta abierta a un mundo distinto”. Octavio Paz en el “Laberinto de la Soledad” menciona al respecto de esta terrible devaluación: las mujeres son seres inferiores porque al entregarse, se abren. Su inferioridad es constitucional y radica en su seno, en su “rajada”, herida que jamás cicatriza… toda abertura de nuestro ser entraña una disminución de nuestra hombría.

La conducta de los pueblos suele ser una serie sucesiva de repeticiones, expresando la historia en forma viva, actual y emotiva. Es una muestra de como a través de la compulsión a la repetición, se trata de elaborar el trauma de haber sido conquistados.  “La historia de Mesoamérica, es la sucesión de superposiciones culturales de acuerdo a las cuales, la cultura de nueva incorporación somete y sojuzga a la precedente” (Ramírez, 1977)

Paulatinamente la mujer es devaluada en la medida que se le identifica con lo indígena, mientras que el hombre es idealizado al relacionarlo con el conquistador, el dominante, provocando entonces un sentimiento de devaluación por el hijo que creó el español con la indígena, se convierte en un padre ausente y avergonzado de su creación, sin embargo lo que lo mantiene cerca es el sentimiento de culpa, en gran parte fomentado por la Iglesia, por la religión, haciendo posible la supervivencia del mestizo. A pesar de ello se puede entrever como persiste la idea de la superioridad del hombre, esperando que la mujer brinde todos los servicios incondicionales. Llama la atención que esto aun sea un aspecto estructural del matrimonio mexicano actual.

Los criollos, tenían madres españolas, estas eran solicitadas como “producto de importación” para llegar a vivir y formar una familia en la nueva tierra conquistada, llena de riquezas y falta de límites, mujeres que recibían las proyecciones de sentimientos tiernos e idealizados, la sensación quizá de regresar a casa, de regresar al cuidado de los objetos primarios.

Poco a poco se le van asignando roles a los españoles “conquistadores” y a las mujeres indígenas; el hombre es símbolo de dominio, poder, masculinidad, fuerza, la mujer lo es de debilidad, feminidad, sometimiento, devaluación social.

Fue poco el tiempo que pasó para que las mujeres “importadas” recurrieran a la ayuda de las mujeres indígenas para el cuidado de sus hijos, las “nanas” (palabra otomí que significa madre) se convirtieron en el objeto de afecto de los criollos, sus madres, frías, distantes, destinadas a cumplir con los quehaceres sociales de su pareja. El niño criollo se encuentra frente a dos figuras, su nana, que es la encargada de satisfacer sus necesidades físicas y afectivas, representando tal vez el pecho bueno, sin embargo está devaluada, mientras que su madre, que nunca calmó el llanto, es apreciada y estimada por la cultura. Sin embargo tanto el criollo como el mestizo, se encuentran con que la mujer que les ha dado calor y afecto en la infancia es un ser devaluado.

Pero el destino entre mestizos y criollos es distinto; el padre del criollo se siente orgulloso de tener un hijo de sangre española, permite a este identificarse con él, enviando el mensaje “sé como yo y logra todo lo que yo he logrado” y asimismo impulsa la separación de la diada entre madre/nana e hijo. Este padre busca darle a su hijo todo lo que él no tuvo, reparando así todas sus frustraciones infantiles. El criollo tuvo frente a él un padre que le enseño a defenderse y a identificarse con los privilegios obtenidos. Este hombre solía ser el nuevo rico de la Nueva España, buscaba ostentar con sus riquezas que realmente pertenecían al indígena, dando ahora a la ciudad un aspecto barroco y señorial, era la afirmación de la nueva posesión y la nueva forma de vida; el Don Nadie español adquiría mayúsculas mientras que el nativo se minimizaba. (Ramírez, 1977)

Octavio Paz describe esta paridad: … Don Nadie, padre español de Ninguno… Don Nadie es influyente o funcionario, tiene una agresiva y engreída manera de no ser. Ninguno es silencioso y tímido, resignado… si suplica, llora o grita, sus gestos y gritos se pierden en el vacío de Don Nadie crea con su vozarrón

Si el indígena quería sobrevivir frente a esta grandeza robada por los españoles, debía esconderse, disfrazarse, quedar como apellido en el nombre de los pueblos pequeños “Santiago Tianguistengo”; el español por su parte, no expresa más que su propia inseguridad, su necesidad de reafirmar su grandeza; prevalece el exceso, es entonces cuando regresa la importancia del concepto de nana, se vuelve indispensable, la madre se convierte en un valor social y el padre en uno productivo, la nana… la cuidadora. Las identificaciones primarias del criollo entran en juego, sus padres valoran un pasado con el que él no tuvo contacto, ellos se ven obligados a devaluar el lugar donde nacieron, compiten en contra de lo nativo, para así se amados por sus padres.

Ramírez habla de la necesidad del sujeto de reeditar las formas de expresión de la cultura de la que procede, condicionando un sincretismo cultural, deseando estar cerca de su país, representando aquí lo que tenía allá, trata ahora de negar y ocultar su pasado, sus raíces, si se asimila de acuerdo a sus raíces, recibe el rechazo de los padres.

El padre del mestizo solía ser una figura ausente, distante, pero a su vez fuerte y dominante; contempla a su hijo como producto de una necesidad sexual y no como un deseo de perpetuar la especie. Éste, es distante y mantiene poco contacto tanto con su mujer como con su hijo, cuando llega, espera ser admirado; lo espera una mujer sumisa y abnegada que ha introyectando la devaluación y se coloca en un lugar inferior a su macho.

El niño enfrenta una imagen de un padre que por un lado no está, y cuando está, es violento, agresivo, por  otro lado le niega al niño el anhelo de éste de identificarse con él; cuando el niño trata de manifestar su hostilidad, el padre le reprime enviando el mensaje “yo soy la única autoridad”, la agresión ahora se vuelve contra el padre, contra el conquistador al que admira y a su vez odia.

El mestizo queda entonces entre dos culturas, ya no pertenece a un mundo indígena en donde podía haber encontrado identificaciones primarias, tampoco tiene cabida en el mundo criollo al que tanto aspira. Al tener prohibida la identificación con su padre, las significaciones masculinas son muy pobres, sin embargo, hará alarde de ellas, no quiere que nadie se de cuenta de su propia inseguridad, de su avasallante angustia de castración, rehuirá a todo aquello que pueda hacer alusión a la escasa paternidad introyectada, en consecuencia, a decir de Ramírez, actuara como un adolescente que fantasea con todo aquello que le produce ansiedad, sobre todo en materia sexual.

Ser “rajado”, “chingado” hace alusión a las identificaciones femeninas que tanto se temen, mientras que “rajar”, “chingar” hace alarde a la masculinidad, a la identificación angustiosa, al padre, la figura fuerte, idealizada, anhelada, no alcanzada y por mismo odiada. En el deseo de tener una cercanía afectiva con su padre, el deseo de poseerlo, despierta en el macho los núcleos homosexuales que tanto miedo le provocan.

Cuando el mestizo se trascultura, se “acriolla”, adquiere los nuevos ideales y normas culturales de la clase a la que se incorporó. Pretende ahora refinarse y mostrarse distinto de su cultura, no quiere ser descubierto, resalta sus rasgos paranoides proyectando ahora su crueldad hacia todo lo que le hace verse reflejado en lo que era.

El mestizo reivindica su origen constantemente, el criollo nace bajo el signo de la reparación, se sabe indio y reniega de ello, reivindica contra lo indígena cuando lo insulta “indio desgraciado”, por otra parte, se sabe español, pero también lo niega “gachupín desgraciado”. Se ataca un objeto externo, proyectado, para no atacar un objeto interno. El mexicano, dividido por dentro, tiene que colocar sus objetos malos en el exterior para no sentirse destruido; a veces es antimexicano y a veces nacionalista, a través de ambas actitudes, propositivamente se estructura.

La principal arma para hacer este despojo, es quitarle al pueblo invadido-explotado su memoria histórica, porque, como personas, familias y pueblos, somos lo que recordamos.

 

Bibliografía

  • PAZ Octavio. El laberinto de la soledad. España, Editorial: Ediciones Cátedra.
  • RAMÍREZ Santiago. El mexicano. Psicología de sus motivaciones. México, Editorial: De bolsillo, 1ª edición, 2004