María Paula Navarro 

La maternidad como concepto se compone de un conjunto de significados y creencias, que se encuentran en permanente evolución. Es decir, la percepción que se tiene acerca de la maternidad muestra una evolución histórica ligada a la imagen de la mujer. Dichas nociones afectan directamente en la identidad de las mujeres, así como en su experiencia subjetiva de ser madre. Me parece que vale la pena hacer un recorrido histórico, con el objetivo de profundizar en las repercusiones que la cultura ha tenido en aspectos psicológicos.

En un periodo muy antiguo de nuestra historia, la presencia de deidades femeninas aparece como predominante. Según hallazgos arqueológicos, se trataba de una época caracterizada por sociedades organizadas y prósperas. Diversos teóricos se han basado en la presencia de dichas deidades, así como en la forma de vida pacífica y sedentaria, para denominar este como el periodo “matriarcal”. Hablamos de una época en la cual la participación del hombre en la procreación era ignorada; según Eisler (1996), lo anterior explica el hecho de que nuestros antepasados, al darse cuenta de que la vida emerge del cuerpo de la mujer, buscaran respuestas a preguntas acerca de la vida y la muerte en aquellos símbolos. Desde este punto de vista, el universo se ve como una Madre Bondadosa, y la tierra en su fertilidad representa a la mujer.

Históricamente, la invasión de los pueblos guerreros terminó con dicha organización, imponiendo en su lugar el modelo dominador patriarcal. A partir de entonces, en la mitología griega, la diosa única pasa a convertirse en una esposa subordinada, y sus cualidades quedan divididas en distintas diosas, que representan complejas y multifacéticas dimensiones femeninas. Atenea, Artemisa y Hestia, las diosas vírgenes, quedan como representantes de atributos como independencia, competencia y autosuficiencia. Por otro lado, Hera, Démeter y Perséfone representan los papeles tradicionales de esposa, madre e hija, dominadas por dioses masculinos, caracterizándose por su necesidad de vinculación. “En la cultura griega la mujer virtuosa es la esposa fiel, sometida al esposo, que pierde su pureza en las relaciones sexuales y debe someterse a purificación para recuperar temporalmente la pureza de la virgen” (Salamovich, 2000 como citado en Molina, 2006). Por último, Démeter, la diosa de las cosechas, representa la maternidad. Su mayor atributo es la generosidad que encuentra satisfacción en el cuidado y nutrición de otros.

Según el psicoanalista Georges Devereux (1989), en la religión griega, se integra a las diosas célibes pre-helénicas de la época matriarcal con la imagen de Madre; de esta forma, la parte menos integrada del patriarcado, queda disociada. Se refiere con esto a lo que representa la diosa Afrodita; diosa del amor, la sensualidad y la belleza, que establece relaciones por su propia voluntad, sin ser victimizada (Molina, 2006). Es claro cómo a partir de entonces, se escinde la imagen de la mujer.

Se observa cómo con este cambio de paradigma dentro de la cultura griega, se transforma la visión original de la procreación, sustentando que es el hombre el que engendra, mientras la mujer únicamente cumple con la función de cargar, y más tarde amamantar al niño, que fue de alguna forma depositado en ella. Acerca de lo anterior, Beauvior dice: “dedicada a la procreación y a tareas secundarias, despojada de su importancia práctica y de su prestigio místico, la mujer ya solo aparece como una sirvienta” (Beauvoir, 1970 como citado en Molina, 2006).

Por otro lado, la autora María Gloria González Galván, nos habla en su artículo “El lado oscuro de la maternidad en la literatura griega” acerca de los textos literarios de dicha época que registran comportamientos considerados anormales en la figura de la madre. Dichos comportamientos reflejan la expresión de la agresión tan negada de la madre hacia los hijos. Nos habla, para empezar, de un contexto en el cual la maternidad representa la finalidad deseable de la existencia de la mujer. “En la ciudad de los hombres, las únicas mujeres realizadas son las madres, tranquilizadoras para el pensamiento oficial, puesto que resultan domesticadas por el matrimonio y aguerridas por la maternidad” (Loraux, 1990 como citado en González, 2007).

La literatura griega nos ha aportado la imagen de la madre asesina, empezando por Medea, “la madre antinatural por excelencia”, que ha trascendido a lo largo de los siglos. Sin embargo, no es la única figura de la tragedia que nos muestra a una madre alejada del patrón generalizado de lo que se espera de una madre. Como ejemplo, tenemos el caso de Alcestis de Eurípides, donde la madre de Admetro se niega a morir en lugar de su hijo. Según la concepción establecida, el acto de sacrificar la propia vida por la de alguien más, es solamente propio de una madre, quien, se supone, debe entregar su vida enteramente a sus hijos (González, 2007).

Más adelante, la teología cristiana, que encuentra sus raíces en el judaísmo, tiene importantes consecuencias en la historia y concepción de la mujer. La imagen de Eva, representante por excelencia de la mujer, es para empezar, una creación secundaria, cuyo objetivo principal es el de acompañar al hombre. Eva representa la imagen de una mujer que es susceptible a la tentación y culpable del pecado cometido por Adán. De esta forma, la mujer que nos muestra el antiguo testamento es débil, hueca y caprichosa.

Por haberse dejado seducir por la serpiente, Eva, junto con todas las mujeres, se convierte en la más importante receptora de las maldiciones de Yahvé; “multiplicaré tus dolores en tus preñeces, con dolor parirás tus hijos y estarás bajo la potestad de tu marido y él te dominará” (Génesis 3:16).

Según Elisabeth Badinter, filósofa feminista francesa, en esta época, la mujer fue vista como un símbolo del mal; “una bestia que no es firme ni estable, llena de odio, que alimenta de locura – fuente de todas las disputas, querellas e iniquidades” (Badinter, 1981 como citado en Molina, 2006).

Con la llegada del cristianismo, la Virgen María se convirtió en una importante figura de identificación y revalorización de la mujer. Según las investigaciones de Duby y Perrot (1992), la Edad Media puede considerarse como uno de los periodos más misóginos de la historia. Durante esta época, la relación entre la figura de Eva y la de la Virgen María se rompe de manera temporal. “A una Eva innominada se impone una María inaccesible, alejándola por su maternidad virginal, como modelo cercano a las mujeres” (Molina, 2006).

Hablamos de una época en la que la virginidad se valora de una forma extrema; de esta forma, las mujeres casadas o viudas se encuentran en desventaja frente a las vírgenes. Todo indica que, en dicha época, existía una especie de repulsión al ingreso a la vida por parte de los hombres particularmente, lo cual exacerba la idea de la virginidad como algo deseable. Lo anterior se refleja en la frase de San Agustín, cuando dice que “nacemos en medio de la orina y de las heces” (Duby y Perrot, 1992 como citado en Molina, 2006).

En cuanto a la visión de la maternidad en esta época, se observa que se hacía énfasis en las funciones biológicas; procreación, gestación, parto y amamantamiento. Se asume que la naturaleza asignó a las mujeres una función nutritiva, por lo cual la esterilidad se percibe como una condena, así como un motivo de separación de la pareja, ya que es justamente la reproducción la que legitima el matrimonio. Nos encontramos con el supuesto de que la mujer, al haber nacido para ser madre, encuentra una mayor satisfacción en el acto de amar que en el ser amada. Por último, en este periodo se le otorgaba a la madre poca importancia en cuanto a la educación de sus propios hijos, ya que, con el fin de la primera infancia, etapa en la cual son mayores las necesidades biológicas atendidas por la madre, la atención se desplaza al padre. De esta forma, la educación constituye una responsabilidad paterna. Sin embargo, la madre mantiene la tarea de vigilar y controlar la sexualidad de sus hijas, siendo la virginidad su valor fundamental.

Durante la Era Romántica, se sigue hablando de la maternidad como el mayor objetivo de la vida de las mujeres; Rosseau fue una de las figuras más importantes que impulsó teorías biológicas de la maternidad como instintiva. Las mujeres eran valoradas por su fertilidad, no por su capacidad para criar niños. Con la llegada de la Revolución Industrial las cosas cambiaron, ya que se comienza a asociar al hombre con la vida pública, y a la mujer con la vida privada. De esta forma, los hijos y su educación quedan al cuidado de la madre.

Con el comienzo de la Era Moderna a finales del S. XIX, la lógica y la razón se convierten en gobernadoras. De repente parece que los instintos maternales de los que tanto se hablaba ya no son suficientes, y educarse para ser madre se vuelve necesario. “La crianza como empresa científica plantea nuevas doctrinas respecto a horarios, hábitos y  conductas. Las mujeres, que son vistas como incompetentes para el cuidado de los niños, indulgentes, irracionales y emotivas deben ser formadas para la crianza” (Molina, 2006). No es hasta finales de este siglo que se empieza a relacionar la maternidad con la crianza.

En el S. XX surge en Estados Unidos el concepto de “housewife” (esposa dueña de casa) y se romantiza dicho papel. A partir de entonces, las mujeres comienzan a defender su lugar como encargadas de la educación de los niños, que constituyen el futuro del país, y, por lo tanto, deben ser formados en la razón. De esta forma, la maternidad comienza a ser vista como una posición social, debido a que contribuye al bienestar social. La presencia de la madre en todo momento es fundamental para cumplir dicha tarea (Hays, 1998 como citado en Molina, 2006).

Lo planteado anteriormente contribuye a darle importancia a la madre en el sano desarrollo de los niños. Según la teoría del apego de Bowlby (1954) los patrones de relación y las respuestas afectivas sanas dependen de la buena calidad del vínculo entre la madre y el hijo. De la misma forma, rasgos patológicos presentados por parte de la madre tienen repercusiones negativas en el desarrollo del hijo.

La idealización de la maternidad de la época trae con ella distintas consecuencias; la más evidente es la identificación entre ser mujer y ser madre. Se asume que las mujeres cuentan con una capacidad innata de amar, empatizar y conectar con los demás. Otra de las consecuencias es la desexualización de la maternidad (fantasía de madre asexuada); la sexualidad femenina que se aleja del objetivo de la procreación se vuelve amenazante, y por lo tanto se niega. Freud (1910) plantea que el niño, al descubrir el deseo de la madre por el padre, escinde la figura entre la “madre ideal” y la “prostituta”. Según Flax (1997), desexualizar a la madre permite la negación de la carga erótica de la maternidad.

En la Era Postmoderna, la crianza comienza a verse como una tarea colectiva. Empiezan a existir distintas maneras de definir los roles parentales y de género. Se abren las posibilidades para las mujeres, y con ello la maternidad se vuelve menos atractiva. En este contexto, los hijos pueden ser vistos como impedimentos para la realización y el crecimiento personal de la mujer. Al mismo tiempo, se deja de responsabilizar únicamente a la madre por problemáticas que presentan los niños (Bertoglia, 2004 como citado en Molina, 2006). De esta forma, la mujer postmoderna se desarrolla en un contexto en el que “la maternidad queda menos señalada como única condición definitoria del sí mismo de la mujer y de su valor como persona”. (Molina, 2006).

Ahora bien, al revisar la literatura psicoanalítica, pareciera que es imposible hablar de sexualidad femenina sin hablar de embarazo y maternidad. Según Melanie Klein, las fantasías acerca de la maternidad aparecen desde un periodo temprano de la infancia. Podemos observar lo anterior en la clínica, cuando las niñas juegan a estar embarazadas o expresan sus teorías de cómo llegó un bebé a la panza de su mamá.

En su trabajo “Estados del conflicto edípico” (1928), Klein establece que “el miedo más profundo de la niña es el de que el interior de su cuerpo sea robado y destruido” (Klein, 1928). Dicho miedo viene del propio deseo de hacer lo mismo con el cuerpo de la madre; es decir, de sus fantasías sádicas de atacar el cuerpo de la madre y robarle sus contenidos.

Dichos miedos infantiles se reactivan con la llegada de la menstruación. Según la teoría Kleiniana, el flujo menstrual aumenta el temor a que su cuerpo sea atacado. Se puede decir que el anterior miedo se presenta en dos distintas formas. Por un lado, está el terror a ser atacada por la madre por venganza y para recuperar el pene del padre y los niños que la niña, en su fantasía, le arrebató. Por otro lado, se hace presente el miedo de ser atacada por el padre, al copular con ella sádicamente. Lo anterior puede resumirse en el intenso miedo a que el interior de su cuerpo sea atacado por sus objetos introyectados. De la misma forma, el flujo de sangre la convence de que los niños en su interior han sido dañados y destruidos. Lo anterior se traduce más tarde, en el embarazo, en el miedo a tener hijos “dañados o anormales”.

A pesar de que la llegada de la menstruación despierta diversas ansiedades, y por ende aumenta las dificultades neuróticas de la niña, también representa una prueba de ser sexualmente madura. Es decir, “siempre que su posición femenina haya sido bien establecida”, la menstruación puede significar también la esperanza de recibir gratificación sexual y de ser madre.

Melanie Klein coincide con Helen Deutsch cuando habla de la actitud de la mujer embarazada frente al niño que lleva dentro. Establece que “la mujer considera a su hijo como parte de su yo y como objeto exterior al mismo, con respecto al cual repite todas las relaciones de objeto negativas y positivas que ha tenido hacia su propia madre” (Klein, 1978).

Pero sobre todas las cosas, Klein asegura que la actitud de la madre frente a sus hijos se basa en sus primeras relaciones con sus objetos. Dependiendo del sexo del bebé, este representará, en mayor o menor grado, las relaciones emocionales que se tuvo en la primera infancia con el padre y la madre, e inclusive con hermanos, hermanas y otras figuras significativas en la vida de la persona.

“El nacimiento de su hijo no solo significa en su inconsciente que el interior de su propio cuerpo y los niños imaginarios están ilesos o han sido bien hechos, sino que también invalida todas las clases de miedos que surgen de sus fantasías sádicas” (Klein, 1978). En este sentido, el nacimiento de un hijo representa la restauración de los objetos. De la misma forma, amamantar al hijo constituye una función importante para la formación del vínculo entre ellos. “Al dar a su hijo el producto de su propio cuerpo, que es esencial para su nutrición y crecimiento, puede finalmente refutar y poner buen final al círculo vicioso que comenzó en ella siendo niña, con sus ataques sobre el pecho de su madre como primer objeto de sus impulsos destructivos” (Klein, 1978).

Lo anterior me hace pensar en todas aquellas madres que no logran dar a luz a un hijo “sano”, o bien, que por distintas cuestiones, no pueden cumplir con la función de amamantar a su hijo. Según esta teoría, el equilibrio mental de la madre se trastorna “si su hijo no resulta sano y especialmente si es anormal”.

Por último Klein establece que la madre, al emplear su amor maternal y cuidados sobre su hijo, no solo realiza sus deseos más tempranos, sino que, al identificarse con dicho hijo, comparte el placer que ella misma le proporciona. Se experimenta de esta forma, en la inversión de relaciones entre la madre y el hijo, una renovación de los primeros vínculos con la madre, y permite, en algunos casos, que sus sentimientos primitivos de odio hacia ella retrocedan al fondo, dejando lugar en el frente para los sentimientos positivos (Klein, 1987).

Marie Langre asegura que “en la mujer existe una interrelación constante entre procesos biológicos y psicológicos. Desde la menarca hasta la menopausia, es decir durante la parte más importante de su vida, se desarrollan en ella procesos biológicos destinados a la maternidad” (Langre, 1985). Según esta autora, existe en la mujer un deseo instintivo de ser fecundada y concebir un niño, e inclusive asegura que hay mujeres que conscientemente nunca desearon un embarazo, pero su inconsciente experimenta exactamente lo opuesto.

Siguiendo esta misma línea, se dice que la niña, con la llegada de su primera menstruación, experimenta una mezcla de humillación, rechazo y alegría. Por un lado, la humillación que viene tras la fantasía de haber perdido su supuesta virilidad; de haber sido castrada. Sin embargo, se hace presente también un alivio al descubrir que su feminidad está intacta, y con ella la promesa de llegar a convertirse en madre.

“En general se puede decir que la mujer, aunque utilice medios anticonceptivos y descarte conscientemente durante el coito las posibles consecuencias, percibe en su inconsciente una relación constante entre la aceptación del placer que le ofrece su compañero y la fantasía  de un embarazo, de un parto” (Langre, 1985).

Marie Langre plantea en su libro “Maternidad y Sexo” como tesis central, que las mujeres de la época moderna, al tener libertades sociales y sexuales que antes no tenían, ya no padecen cuadros neuróticos típicos, como la histeria, en la misma medida. Sin embargo, sustenta que, cuando sus funciones maternales están de alguna forma restringidas, se presentan, en cambio, trastornos psicosomáticos en sus funciones procreativas. De esta forma, asegura que cualquier estado de amenorrea o dismenorrea, entre otras alteraciones, están profundamente relacionados con conflictos acerca de la maternidad.

Tomando como base su experiencia clínica, supone que durante el periodo del ciclo menstrual en el que el cuerpo se prepara biológicamente para la maternidad, se reactivan tanto el rechazo y temor de ser madre, como el deseo. Dicho conflicto se manifiesta por medio de un periodo depresivo, que termina con la llegada de la menstruación, que comprueba que no hay embarazo. Ahora bien, se presenta también el cuadro clínico opuesto; las mujeres que tienen un deseo consciente de embarazarse y no lo logran, pueden llegar a presentar durante este periodo pre-menstrual euforia y optimismo, como una manera de negar su sentimiento de fracaso. En estos casos, la llegada de la menstruación se vive como un aborto, lo cual trae consigo síntomas depresivos. Acerca de dichas pacientes, concluye que, a pesar de que hay un claro deseo consciente de ser madres, no logran el embarazo debido a conflictos inconscientes (Langre, 1985).

Por otro lado, establece que las mujeres frígidas, en ocasiones logran embarazarse, parir y amamantar a sus hijos sin mayor problema. Para ella, la sexualidad apasionada en una pareja puede constituir un obstáculo para la fecundación, ya que el vínculo es exclusivo y no admite a un tercero. Sin embargo, la gran mayoría argumenta que la frigidez contribuye a la esterilidad. Para Marie Langre, la felicidad y plenitud sexual que presentan mujeres que nunca tuvieron hijos está basada en la represión del conflicto, y por lo tanto, es común entre ellas la depresión menopáusica, momento en el que comprueba que ha perdido la posibilidad de ser madre definitivamente. Establece también que la mujer sin hijos puede ser feliz si encuentra una “forma de vida que le permita una sublimación satisfactoria del instinto maternal”. “Sin embargo, aun sublimando al máximo su instinto maternal, la mujer que no logró realizarse como madre sentirá, en el fondo de su ser, haber desperdiciado parte de sí misma” (Langre, 1985).

Para esta autora, el embarazo y el parto representan acontecimientos normales de la vida procreativa femenina; se pregunta entonces la razón por la cual los trastornos en el embarazo, acompañados de dolores, angustias y dificultades son tan frecuentes. Según ella, dichos trastornos provienen de conflictos psicológicos, principalmente en la identificación con la madre.

Grantly Dick en su texto “Childbirth without fear” expone su observación de que las mujeres criadas por madres que describen la experiencia de parir como dolorosa, angustiante y poco deseable, tienden a tener partos difíciles. De la misma forma, comprueba por medio de su experiencia que las mujeres que dan a luz con facilidad, provienen de ambientes en los cuales se describía lo contrario (Dick, 1944 como citado en Langre, 1985).

Margaren Mead, tras sus estudios antropológicos, coincide con la idea de que la actitud de cada mujer frente a su feminidad depende en cierta medida del ambiente en el que estuvo inmersa a lo largo de su infancia. Sin embargo, sabemos que intervienen muchos otros factores, lo cual explica que dentro de la misma familia, cada mujer desarrolle distintas percepciones y angustias alrededor del embarazo y el parto. Entre otros, los factores como situaciones económicas difíciles o violencia dentro de la pareja también pueden jugar un papel importante en los trastornos y las ansiedades en el embarazo. En cuanto a las mujeres que, a pesar de situaciones adversas, aceptan y toleran su embarazo, se habla de que vienen de hogares “afectivamente estables” (Meade, 1961 como citado en Langre, 1985).

Según Helen Deutsch, la mujer embarazada repite su relación primitiva con su propia madre como consecuencia de una doble identificación. Por un lado, se identifica con el feto, reviviendo de esta forma su propia vida intrauterina; al mismo tiempo, en el inconsciente de la mujer embarazada, el feto representa a su propia madre y a su superyó materno. De esta forma, se revive la relación ambivalente con la madre con su futuro hijo. Sin embargo, se ha visto que el feto puede obtener otras representaciones; frecuentemente representa algo robado de la madre; puede ser un hijo, o bien, el pene del padre. Nos encontramos una vez más con fantasías inconscientes tempranas de haber arrebatado a la madre contenidos valiosos (Deutsch, 1947 como citado en Langre, 1985).

Las angustias durante los primeros meses del embarazo tienen que ver con la culpa inconsciente de haber robado el niño a la propia madre y con el temor a la venganza de la misma. Mientras el embarazo va avanzando y la mujer comienza a sentir los movimientos de su hijo, poco a poco se va diluyendo el temor de jamás poder tener un hijo. Se dice que durante este segundo trimestre del embarazo, muchas mujeres experimentan esa plenitud de la que mucho se habla. Sin embargo, durante los últimos meses de gestación, dicha paz se ve perturbada, a pesar de que la parte más madura de la personalidad de la mujer desea profundamente la llegada de su bebé.

La angustia frente al parto tiene que ver con la llegada de un hijo que siente pero a la vez desconoce. De la misma forma, se encuentran raíces inconscientes más profundas. “Solo ahora, cuando haya dado a luz lo que lleva dentro y que ella creó, sabrá si su interior estaba intacto, si su madre no la ha castigado, si ella, por su maldad, no perjudicó a su hijo” (Langre, 1985).

Para Helen Deutsch, durante el parto, la mujer, que está identificada con su hijo, revive la angustia de separación con la madre; la angustia más primitiva del ser humano. Se identifica con el desamparo del bebé y teme no poder seguir protegiéndolo como cuando estaba dentro de ella. De alguna forma, se vive el parto como una pérdida del bebé que estuvo creciendo dentro de su cuerpo durante los últimos nueve meses. Este temor a separarse es la ansiedad que predomina en el momento del parto. Sin embargo, aun tratándose de una angustia arcaica, en este momento puede ser manejada con relativa facilidad (Deutsch, 1947 como citado en Langre, 1985).

Desde el campo psicoanalítico, aún hay poca investigación acerca de la depresión pos- parto. Esta se refiere a un fenómeno clínico del cual existe evidencia desde hace varios siglos; a pesar de esto, ha recibido poca atención, la cual se reduce al campo psiquiátrico. Consiste en la presencia de un profundo estado de tristeza, ansiedad e irritabilidad en la madre tras el nacimiento de su hijo. La depresión post parto puede tener distintas manifestaciones, desde pérdida de interés e indiferencia hacia el niño, hasta síntomas hipocondriacos, somatizaciones y en los casos más graves, deseo por parte de la madre de dañarse a sí misma o a su hijo.

La mayoría de los autores que han hablado del tema, asocian este cuadro clínico con el duelo por la pérdida de la unión con la madre, que se reactiva dentro del contexto del puerperio. Otros hablan de una relación entre la depresión post-parto y la pulsión de muerte. De la misma forma, se supone que las diferentes formas de enfrentar esta experiencia va a depender del nivel de estructuración yoica alcanzada hasta ese momento. Fuera del campo psicoanalítico y dentro del discurso social, se atribuye esta condición casi enteramente a cuestiones hormonales. Lo que es un hecho, es que muchas mujeres a lo largo de la historia han pasado por estos momentos en silencio, soledad, confusión y llenas de culpa, ya que, debido a la preconcepción de que la mujer está hecha para ser madre, viven sus síntomas depresivos como un fracaso (Zelaya, 2003).

Lo anterior tiene que ver con la idealización de la maternidad, ya mencionada anteriormente, que a mi parecer, sigue presente en nuestra cultura. Actualmente nos encontramos con discursos contradictorios, que por un lado, cada vez impulsan más a la mujer a realizarse personal y profesionalmente; siempre y cuando no descuide a sus hijos, ya que la obligación de atenderlos y criarlos sigue siendo atribuida a la mujer. Con padres que recomiendan a sus hijas estudiar una carrera que les permita ser independientes económicamente, pero que no les tome demasiado tiempo, porque el reloj biológico no espera. Donde la maternidad, en muchos contextos romantizada, todavía exige a las madres actitudes, respuestas y sentimientos casi divinos, que además, deben nacer de ella naturalmente.

Considero que el hecho de que se atribuyan las alteraciones del postparto a factores biológicos es una forma de ponerlo afuera, como una manera de calmar las angustias que generan. En otras palabras, creo que hay muchas cosas que se han normalizado a medias en nuestra sociedad actual; que detrás de todo el discurso de aceptación, apertura y comprensión, todavía está la idea de que la feminidad y la maternidad son una misma, y por lo tanto, el instinto maternal está presente en todas las mujeres. Y es que en cierto sentido, parece que la idealización de la maternidad ha sido necesaria. Como consecuencia, se ubica a la feminidad dentro de la maternidad, lo cual le da a la feminidad la representación simbólica que por sí misma carece.

“Escinde en la mujer lo maternal y lo sexual, dejando por un lado la idea de una madre carente de erotismo y libido, condiciones que están presentes en la experiencia de la maternidad y por el otro lado, una mujer deseante sexualmente, desligada de lo maternal” (Glocer, 2001 como citado en Lujambio, 2016).

Tras escribir este trabajo, me pregunto qué significa realmente la maternidad hoy en día, y me quedo con más preguntas que respuestas. Con movimientos sociales como el feminismo, la lucha por la despenalización del aborto y por la equidad de género, pareciera que lo que se intenta es terminar con la idea de la maternidad como la normalidad en la que deviene la vida sexual adulta de la mujer. Se intenta resignificar la feminidad, dotándola de nuevos significados que no necesariamente incluyen el ser madre. Se escucha la frase “la maternidad será deseada o no será”. Y justamente hablando de deseo, me pregunto también si realmente existe siempre en el inconsciente de la mujer este deseo de ser madre, sin importar la época o el contexto. Por último, me pregunto si asumir lo anterior como regla universal puede obstaculizar la manera en la que escuchamos, entendemos e interpretamos dentro de la clínica.

Podemos observar cómo cada época ha tenido diferentes creencias, expectativas y exigencias en torno a la maternidad. De la misma forma, al apreciar dicha evolución histórica, entendemos de dónde viene la manera en la que percibimos hoy en día tanto la feminidad como la maternidad. Las redes sociales de alguna forma han permitido la apertura de espacios para hablar acerca de dicha vivencia; sin embargo, al mismo tiempo, fomentan la idealización del embarazo y la maternidad. La realidad es que, en el consultorio, nos encontramos con todo tipo de mujeres, que de una u otra forma nos reflejan las diversas angustias que han sido teorizadas. Las que se preguntan si quieren tener hijos, las que se encuentran con un embarazo “no deseado” (conscientemente), las que ya tienen hijos y expresan con angustia el profundo miedo de no ser suficientemente buenas, quienes están embarazadas y no sienten la plenitud y felicidad de la que tanto les hablaron, y por supuesto, quienes sufren de depresión post-parto.

Definitivamente creo que reflexionar acerca de nuestras propias creencias y preconcepciones alrededor de la maternidad nos permitirá acompañar a nuestras pacientes en sus procesos de una mejor manera.

Bibliografía

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