“NoMo´s: Mujeres que deciden no ser madres”

Autor: Jessica Álvarez

 

Parada sola en la cocina de mi apartamento, la verdad me golpeó: nunca tendría un hijo, nunca sería una madre. El ruido del tráfico pareció calmarse, como si el sonido hubiera sido rechazado cuando la comprensión se hizo presente. Tenía 44 años y en los últimos 15 había dirigido un exitoso negocio de diseño de interiores, viajado mucho y obtuve un título de primera clase en la literatura inglesa. Pero la maternidad había sido mi única ambición permanente.

Pero aquí estaba, recién separada de mi compañero de casi cinco años y sin ninguna esperanza de establecer una nueva relación antes de que mi reloj biológico se detuviera. Era como si mis sueños estuvieran hechos pedazos en medio de las maletas y las cajas que me rodeaban. Lloré enormes lágrimas. Durante mi matrimonio de 12 años y la prometedora relación de cinco que siguió; sin problemas obvios de fertilidad que los médicos pudieran identificar, no había previsto que mi vida se desencadenara de esta manera. Pero en ese momento, finalmente acepté que nunca experimentaría la maternidad biológica.

La sensación que tuve de pérdida fue algo por lo que tuve que pasar para poder seguir adelante con mi vida. Y me complace decir que durante los últimos dos años y medio, he superado mi dolor y empecé a forjar un futuro, para mí misma. Sin embargo, lo que nunca imaginé en ese día, fue que me sentiría cada vez más excluida en compañía de mujeres que conocía desde hace años. Mujeres que son diferentes a mí en un solo aspecto: son madres.

En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, solo el 10% de las mujeres no tenían hijos, mientras que el número de mujeres que ahora llegan a la menopausia sin tener hijos ha aumentado al 20%. Entonces, si una quinta parte de las mujeres no tiene hijos, ¿por qué nos sentimos tan periféricas, tan excluidas?

Este es el relato de la psicóloga y activista Jody Day, quién desde que aceptó que siempre sería una mujer – no madre, fundó una asociación llamada Gateway Women. La cual, tiene como objetivo apoyar, inspirar y empoderar a las mujeres que deciden no ser madres o no pudieron serlo. Así mismo, creó el término “NoMo”, que significa: “Not Mothers”.

La generación “NoMo” reivindica la visibilidad frente a una sociedad que sigue considerando la maternidad como único fin de la vida de una mujer. En este movimiento se encuentran las mujeres que han decidido de manera voluntaria no tener hijos por decisión propia.

En México, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Dinámica Demográfica 2014 elaborada por el INEGI, la fecundidad en las últimas décadas ha ido en descenso. En los años 60´s la cifra era de siete hijos, actualmente; según Datos del Consejo Nacional de Población (CONAPO), es de un promedio de 1.6 hijos por mujer. Si bien, no se tienen datos exactos, existe un incremento significativo de mujeres que optan por cancelar su maternidad.

La maestra Enna Calixto, de la Facultad de Psicología de la UNAM, explicó que son mujeres profesionistas y predominantemente de clase media urbana, las que, en su mayoría,  deciden no tener hijos. Especialmente las mujeres que acceden a estudios superiores son las que deciden postergar su maternidad o inclusive no ejercer este hecho biológico. Esto tiene distintas implicaciones y, más que biológicas son ideológicas.

El objetivo de este trabajo es repensar el binomio mujer = madre, explorar los factores socioculturales que han determinado o posibilitado este hecho social, así como comprender la manera en que estas mujeres experimentan la condición de no ser o no querer ser madres en una sociedad mexicana en la cual, la cultura patriarcal es la que impera.

El patriarcado plantea que la existencia de la mujer tiene un solo fin, concebir y criar a su hijo; entendiéndose patriarcado según Rich (1996) como un sistema familiar y social, ideológico y político en el que los hombres a través de la fuerza, la presión directa, los rituales, la tradición, la ley y el lenguaje, las costumbres, la etiqueta, la educación y la división del trabajo deciden cual es o no es el papel que las mujeres deben interpretar (p. 104). De esta manera partiendo de que la mujer es el único ser capaz de procrear -en el caso humano- se le inviste de una serie de roles a nivel psíquico y social (como hija, esposa y madre) que de alguna manera engloban la concepción que se tiene de la maternidad y del “deber ser” femenino. La asunción de tales roles implica; desde esta perspectiva, la realización de la mujer.

En este sentido, Simone De Beauvoir (1949) cuestiona la supuesta inclinación natural de las mujeres hacia la maternidad, criticando la maternidad forzosa. (p.75). De Beauvoir elimina la creencia social que une a la mujer con el ser madre e intenta separar la identidad femenina ensamblada a la maternidad.

Si la maternidad fuera una vocación natural e instintiva, no harían falta los mecanismos de presión para “meter en cintura” a las mujeres que voluntariamente eligen abortar y/o no querer ser definitivamente madres, y que ponen en cuestión los estereotipos referidos a unos roles sexuales que se convierten en garantes de una supuesta “identidad sexual femenina” (Tubert, 1993: 354).

Estas presiones o coacciones las encontramos en expresiones cotidianas de la vida social. Por ejemplo, el hecho de carecer de un concepto positivo específico para definir a las mujeres que eligen voluntariamente no ser madres, y tener que describirlas desde el prefijo adjetivado, que enfatiza la falta, la ausencia o la negación, al referirse a las mismas como “mujeres sin hijos”, “mujeres no madres”, nos habla del nulo lugar que ocupan (Morell,1994). Es decir, existe un concepto para definir a las solteras, viudas, divorciadas, lesbianas, pero las mujeres sin hijos no tienen un nombre y un lugar propio, existen desde lo que no son o no tienen, son por tanto algo incompleto, liminal, ambiguo, raro, en falta. (Lagarde, 1993).

La maternidad es comúnmente considerada por la mayoría de las personas como un hecho natural o dado, que realiza y completa a la mujer, fructifica el amor de la pareja y concretiza el triunfo de la vida ante la muerte al trascender en los hijos. Es también una función considerada instintiva y fundante —tanto de la identidad femenina, como del orden social de género—, en tanto que instituye y legitima la supuesta esencia femenina.

Autoras como Simone de Beauvoir, Bandinter, Victoria Sau, Nancy Chodorow y Celia Amorós, sostienen que la maternidad anula a la mujer como persona, pues en función de su supuesta naturalidad no supone ningún proyecto para éstas, ya que dicha función se desempeña por naturaleza; por lo tanto, se da una infravaloración, pues no necesita aprenderse, se hace por naturaleza. Al respecto Badinter (1991) sostiene que el instinto maternal es un mito, ya que la maternidad es un sentimiento variable que depende de la estructura psíquica, lo cual demuestra que hacer de madre es una construcción cultural que se ha naturalizado por factores del cuerpo femenino, como el útero y la lactancia, para anclar a las mujeres al papel de ángel del hogar, de madre y cuidadora por naturaleza. Según Caporale (2004: 19-61), “La capacidad de dar a luz es algo biológico; la necesidad de convertirlo en un papel primordial para la mujer, es cultural”.

Por su parte, la antropóloga Marta Lamas menciona que, “culturalmente, la maternidad es la especificad de la condición femenina. A pesar del deseo de las mujeres de poder regular su fecundidad, su identidad y valoración sociales radican en la posibilidad de ser madres. Más allá de una verdadera elección individual, las mujeres buscan ser madres por cuestiones psíquicas y sociales”.

Las mujeres nacemos y poco tiempo después, ya recibimos muñecas para jugar a la mamá. “cuando sea grande me voy a casar y voy a tener hijos”, dice la mayoría de las niñas. Sin embargo, es importante reflexionar qué tanto puede considerarse natural ese rol biológico inscrito como posibilidad y culturalmente determinado como el único posible y deseable. En este sentido Silvia Tubert, reflexiona lo siguiente: “Durante tanto tiempo se ha concebido a la maternidad como una función de carácter instintivo, profundamente arraigada a la estructura biológica de la mujer…que nos resulta difícil reconocer que, en tanto fenómeno humano, la maternidad es una construcción social”. Agrega que, “si bien el hecho de que la procreación sea natural y por ello nos induzca a pensar en la posibilidad de concepción y de gestación debe corresponderle el deseo de tener un hijo, esta identificación de la maternidad social con la reproducción biológica es producto de un sistema de representaciones, de un orden simbólico que crea una ilusión de naturalidad”.

Simone de Beauvoir respecto a la infancia señala las diferencias entre los dos sexos: ropas diferenciadas por colores, juguetes diferentes, exaltación de la valentía y de la coquetería. El ser bonita como una muñeca, crea princesas que esperan a que llegue el príncipe que las salve. Estas construcciones de género… pueblan ese mundo infantil en el que se forjan ya las diferencias: “La niña comprueba que el cuidado de los hijos corresponde a la madre, y así se lo enseñan […] se la estimula a extasiarse ante aquellas riquezas futuras, le dan muñecas para que ya adopten un aspecto tangible. Es decir, su “vocación” le es dictada imperiosamente.

Por ende, el requisito de la maternidad consiste en que cuiden de un/a otr@ y que lo hagan física, afectiva, erótica o intelectualmente en cualquier momento y circunstancia de la vida.

Pensemos en la familia mexicana —en cualquiera de sus extensiones antropológicas— cuando se le pide a la niñita que cuide de sus hermanos, de sus abuelos enfermos, primos, etcétera. En ese sentido, respecto de la realidad social, las mujeres viven por y para los otros.

Por otra parte, para Simone Beauvoir, la vivencia del propio cuerpo (el cuerpo vivido) supone un hecho fundamental para situarnos en el mundo como sujetos. Ella menciona que el cuerpo es interpretado culturalmente, es decir, que no es un dato neutro, sino que es objeto de valoración cultural, especialmente en el caso de las mujeres. “Es a través de nuestros cuerpos como comprendemos el mundo y como nos reconocen los demás”. Es decir, que reconocernos en cuerpos de mujeres o de hombres tiene consecuencias distintas, por ejemplo, respecto a las expectativas sociales que se exigen de unas y de otros. En este sentido, somos sujetos “encarnados”, no abstractos o descorporeizados. Por consiguiente, el problema no es el cuerpo en sí, sino las interpretaciones culturales sobre el mismo, que dictaminan unos comportamientos diferenciados según sean cuerpos femeninos o masculinos. “Es evidente que la mujer es un ser humano como el hombre, pero una afirmación de este tipo es abstracta; la realidad es que todo ser humano concreto tiene siempre un posicionamiento singular”. La mujer será entonces, fundamentalmente, objeto de deseo por su belleza, impulsada desde su niñez a ser bella y exhibida como tal, o inservible en cuanto su cuerpo, con la vejez cuando ya no cumpla esas expectativas (la belleza o la maternidad).

Me parece relevante destacar que en la medida en que lo femenino se defina por la capacidad reproductiva, implica también la elaboración de una poderosa estructura social y cultural que impone reglas en torno a lo que es propio de las mujeres; dedicarse al cuidado de sus hijos. Las definiciones sociales de la femineidad condenan a las mujeres a la inmanencia, a lo que se ha llamado el trabajo reproductivo, caracterizado por su repetición, frente al trabajo productivo, realizado mayoritariamente por los varones, mediante el cual estos trascienden la naturaleza y crean objetos duraderos para el mundo. De tal manera que “el cuerpo no es una cosa, es una situación: es nuestra comprensión del mundo y el boceto de nuestro proyecto”. (Simone de Beauvoir, 1995).

Pero ¿Qué pasa si esta “vocación maternal” es cuestionada o incluso rechazada por mujeres que desean no ser madres?

Existen diversos motivos por los cuales algunas mujeres permanecen sin hijos. Por una parte está la falta de deseo de hijos y el rechazo de la maternidad (Ávila, 2005; Blackstone, 2014; Gillespie, 2000 y 2002; Hird y Abshoff, 2000), por otro lado está la elección ante los beneficios de no tenerlos; los que llevaron a las mujeres a desistir de tener hijos. Sin embargo, cualquiera que sea el motivo por el cual no tienen hijos, estas mujeres generan curiosidad, confrontación y señalamientos; son vistas como mujeres egoístas, ambiciosas o enmarcadas por la tragedia, lo cual expone que, en las dinámicas sociales cotidianas, no acaba de aceptarse el que las mujeres permanezcan sin hijos como una opción válida (Fernández, 2014).

Madelyn Cain (2001) señala lo siguiente: “El no tener hijos es un asunto que ha salido del ‘closet’.” No obstante, por lo común se dice que una mujer que no quiere tener hijos es incompleta, inmadura, fría, que no le gustan los niños, que se está perdiendo del amor más grande de la vida, que se va a arrepentir, que se va a quedar sola, que sufre el típico síndrome de la mujer profesional moderna, o que es víctima de las propuestas del feminismo. (Daniluk, 1996).

Cabe mencionar que un factor que contribuyó de manera relevante a acelerar los cambios en las relaciones de género fue la presión de la economía y la política mundial para liberalizar el mercado, posibilitando con ello el ingreso de las mujeres al trabajo remunerado y, consecuentemente, provocando la adquisición de nuevas identidades para las mujeres y nuevas formas de relación en la pareja y la familia. Formas que demandaban nuevos pactos y arreglos en el ámbito de lo doméstico y nuevos “equilibrios” en las relaciones de poder, tanto en el plano simbólico como en el social.

A pesar de lo anterior, la maternidad es un hecho más complejo que no puede reducirse sólo a lo cultural – social. Varias autoras han enfatizado la importancia de considerar el aspecto psíquico (Adams, 1992; Burín, 1996; Lamas, 1995; Tubert, 1996) en la medida que el deseo o no de ser madre o de tener un hijo se juega en un nivel psicológico. Esto es, con la historia psíquica y familiar de la persona en particular:

Silvia Tubert dice: “La mujer es un sujeto y no un mero sustrato corporal de la reproducción – ni el brazo o el útero- ejecutor de un mandato social o la encarnación de un ideal cultural. Las representaciones que configuran el imaginario social tienen un enorme poder reductor, todos los posibles deseos de las mujeres son sustituidos por uno: el de tener un hijo. El psicoanálisis ha mostrado que el deseo del hijo no corresponde, de ninguna manera, a la realización de una supuesta esencia femenina, sino que es propio de una posición a la que se llega después de una larga y compleja historia, en la que el papel fundamental corresponde a las relaciones que la mujer ha establecido en su infancia con sus padres tanto en el plano de la triangulación edípica como en el de la identificación especular con la madre (Tubert, 1996).

Por otra parte, Mabel Burín denomina al deseo de no tener hijos como “deseo hostil” y explica que éste es un deseo diferenciador cuya constitución y despliegue permiten la gestación de nuevos deseos, por ejemplo, el de saber y el de poder. Burín explica que el deseo hostil surge en la temprana infancia y se trata de un deseo que, para las mujeres de nuestra cultura, ha tenido predominantemente un destino de represión porque al enfatizar las diferencias y al propiciar la ruptura de los vínculos identificatorios constituye un deseo que atenta contra el vínculo fusional. El desarrollo del deseo hostil implicaría entonces un peligro para nuestros ordenamientos culturales que identifican a las mujeres con las madres (Burín, 1996).

Por otra parte, Nora García Colomé encuentra que este posicionamiento psíquico de algunas mujeres se debe a una identificación con el ideal del yo paterno o con los atributos fálicos del mismo, o también a lo que el padre en su función le puede dar como “don” a la hija: “Es por esto que algunas mujeres de hoy cuyo padre y/o padre simbólico les dio la oportunidad de recibir los dones de múltiples formas serán capaces de cuestionar esta cultura que les ha dicho que tenían que ser madres para ser reconocidas, valoradas, definidas, y así obtener el falo de otras formas”. (García Colomé, 2004: 72). En base a este planteamiento, considero que; en estos casos, se podría suponer, que sus cuerpos no fueron del todo permeados por la cultura y que se ha logrado hacer un trabajo de deshistorización importante.

De tal modo que, si consideramos que “el significado y valor acordado a la maternidad en la sociedad civil, es más bien, una consecuencia de la construcción patriarcal de la diferencia sexual” (Pateman, 1995: 51), podemos deconstruir el concepto de maternidad, poniendo en duda la obligatoriedad basada en un hecho biológico, cuestionando la estructura social que determina que las mujeres tienen que ser madres.

Para Morell no se trata de anteponer la superioridad de un estilo de vida u otro, de mujeres con hijos o de mujeres sin hijos, o de la falsa disyuntiva que impone la idea de la creación o producción vs la procreación o reproducción. Se trata más bien de problematizar la propia noción de un significado único, acabado y estable de la categoría mujer = madre (Morell, 1994).

Por lo tanto, pienso que sostener el mito del instinto materno impide a las mujeres la posibilidad de fundar una identidad separada de la función materna, en donde los discursos sociales nutren la noción de la figura maternal omnipotente. En este mismo lugar plantear la decisión de no ser madre se vuelve una rebeldía inviable, así como el no aceptar ciertas imposiciones culturales.

Por ello, considero que la relación de las mujeres con la maternidad es un proceso tan naturalizado y mitificado que “elegir” no ejercerla, sobre todo de manera voluntaria, se convierte en un factor de tensión, que se expresa en la estigmatización y la presión social. Como Rosario Castellanos decía: “La mujer mexicana no se considera a sí misma —ni es considerada por los demás— como una mujer que haya alcanzado su realización si no ha sido fecundad y si no la ilumina el halo de la maternidad” (1992: 289).

En este sentido, es innegable que para que las relaciones de género existentes en nuestra sociedad sean reformuladas, se requieren acciones dentro de la propia sociedad que reconozcan, cuestionen y eliminen las cargas de género insertas en las normas sociales, jurídicas, morales, religiosas, entre otras. Implica re-pensar en la reproducción como un proceso histórico y biológico, y llegar a la comprensión de que en la misma forma en que habrá mujeres que deseen ser madres, habrá otras que esperan este hecho para un momento posterior o que definitivamente no forma parte de su plan de vida.

Me parece relevante hacer un llamado a la tolerancia y al respeto de las personas que deciden no ser madres aun cuando pueden serlo ya que estos cambios inéditos en la historia son desafíos que llaman a la reflexión y al diálogo interdisciplinario. En este nuevo milenio las mujeres volvemos a abrir las interrogantes; decepcionadas en parte por las respuestas logradas hasta ahora, pero con esperanzas renovadas, gracias a nuestros cuestionamientos por mantener vivos nuestros deseos.

Finalmente considero que es preciso que socialmente se comience a desmitificar la omnipotencia de los sujetos sociales en sus diferentes roles; que tanto sufrimiento psíquico causa. “Es cierto que estamos condicionados por los contextos en los que vivimos, pero somos también creadores de nuestras construcciones políticas y sociales y podemos cambiarlas si estamos resueltos a hacerlo”. (Dietz, 1990: 132).

 

 

Bibliografía

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