Karen von der Meden 

Lo ideal es un concepto que nos habla de aquello a lo que aspiramos como individuos o como sociedades. Este adentro y afuera de lo ideal no podemos pensarlo como de dos mundos separados, sino como algo que se retroalimenta y que actúa en este sistema. En la literatura psicoanalítica, hay dos términos a considerar sobre el tema: el ideal del yo y el mecanismo de la idealización. Ambos se presentan en el desarrollo de la psique y de la identidad. Pensemos en la idealización del pecho bueno de Klein, la de los padres en la niñez o la idealización en el enamoramiento, por mencionar algunos; de igual manera, el ideal del yo se puede observar en la elección de profesión o de estudios, en las motivaciones detrás de la paternidad o maternidad, en la idea de la familia, de la pareja, de cómo deben comportarse los hijos, entre muchos otros. Las representaciones de lo ideal abundan y son tan variadas como lo son las culturas y las historias de cada sujeto, pero me referiré ahora a lo que llega a ocurrir cuándo uno de estos ideales se encuentra con cambios o cuestionamientos que lo pone en crisis, dejando al “deber ser” (y al sujeto mismo) de cabeza. Se cambia lo que se pensaba como certeza de nosotros mismos o de los objetos y se voltea la mirada a la reflexión y al análisis, teniendo como resultado una clase de muerte para ese ideal que pierde fuerza en la psique del sujeto. Ahora, quizás el título de “Los ideales muertos” suene extremista (¿por qué habría de terminar con un muerto el análisis de uno mismo?), pero en ocasiones así se llegan a experimentar las batallas que se  libran entre un ideal del yo impuesto, cuando éste se encuentra alienado y se vive como persecutorio. En lo anterior no parece haber espacio para la integración con el Yo. 

Para ilustrar este conflicto, encontré en la pluma de Virginia Woolf el siguiente ejemplo: un texto sobre su experiencia como crítica de libros y el deber ser de su época al que representó como el personaje del “Ángel de la casa”. 

“Y, mientras estaba escribiendo esta reseña, descubrí que, si quería dedicarme a la crítica de libros, tendría que librar una batalla con cierto fantasma. […] Ella era quien me estorbaba, quien me hacía perder el tiempo, quien de tal manera me atormentaba que al fin la maté […] en el mismo instante en que tomé la pluma en la mano para reseñar la novela escrita por un hombre famoso, el Ángel se deslizó situándose a mi espalda, y murmuró: “Querida, eres una muchacha, escribes acerca de un libro escrito por un hombre. Sé comprensiva, sé tierna, halaga, engaña, emplea todas las artes y astucias de nuestro sexo. Jamás permitas que alguien sospeche que tienes ideas propias. Y, sobre todo, sé pura”. Y el Ángel intentó guiar mi pluma.”

(Woolf, V., págs. 2-3)

El extracto de Woolf describe el conflicto de una persona entre su identidad y el “deber ser” de una época. Nos dice que una batalla debía ser librada entre dos fuerzas aparentemente opuestas, donde sólo una quedaba al final, ya que si ella terminaba cediendo completamente ante el fantasma, se quedaba sin voz. 

“Me volví hacia el Ángel y le eché las manos al cuello. Hice cuanto pude para matarlo. Mi excusa, en el caso de que me llevaran ante los tribunales de justicia, sería la legítima defensa. Si no lo hubiera matado, él me hubiera matado a mí. Hubiera arrancado el corazón de mis escritos. […]

Tardó en morir. Su naturaleza ficticia lo ayudó en gran manera. Es mucho más difícil matar a un fantasma que matar una realidad

(Woolf, p. 3)

En Introducción al narcisismo (1914), Freud habla del ideal del yo como algo que nace del desplazamiento del narcisismo infantil a una representación que ahora tendría todo lo valioso que antes se era. Al intentar alcanzar este ideal del yo, la persona busca recobrar este narcisismo perdido. Sin embargo, como es algo que se pone fuera del Yo, ya que hay juicio de realidad de que no se es perfecto y sin falta, existe una distancia entre el Yo y de sus ideales. Esta distancia es medida por la observación que hace el Superyó del mismo sujeto, dictaminando qué tan lejos o cercano se encuentra de sus ideales. A mayor distancia, mayor culpa y angustia por no cumplir lo que se debería ser, mellando el amor propio. Por otro lado, al intentar alcanzar los ideales del yo se estaría buscando conservar el amor de los objetos. Esta es una de las cuestiones de porqué nos agobiamos con las pesadas cargas de los ideales, no queremos sentir que no merecemos el afecto de los demás, especialmente pensando en las personas más significativas como las figuras parentales, por ejemplo, o sentir que no somos lo suficientemente buenos, exitosos, inteligentes… y la lista puede continuar y continuar. 

El mecanismo de la idealización parte de relaciones parciales con los objetos, donde sólo se puede relacionar con fragmentos de los mismos. Al idealizar a un objeto, negamos que existen cualidades de ellos que nos desagradan o que les faltan, terminan por ser representaciones “perfectas” pero incompletas. Esto se observa en el enamoramiento, donde el otro se ve como “todo bueno” o en la adolescencia con los grupos donde se pone “todo lo bueno y deseable” y con lo cual el sujeto trata de identificarse. Es parte normal del desarrollo y de las relaciones, sin embargo  retomemos la idea de los ideales que se ven tan alejados del Yo que por más que éste se esfuerce por alcanzarlo, siempre se sentirá menos a comparación. A mayor idealización, más alejado se llega a sentir el Yo; así un ideal sin defecto alguno se le puede vivir como persecutorio. ¿Cómo se le podría alcanzar o cómo se le podría vencer en una batalla a algo así? Las más de las veces, un Yo debilitado frente a un Superyó de este calibre saldrá perdiendo, castigado y repudiado, y menos aún podría acabar con el ideal. Considero que fortalecer los recursos de la persona e ir analizando desde dónde vienen las exigencias que lo atormentan, es una de las líneas que se pueden seguir en el análisis. 

Una de las posibles raíces del ideal del yo acompañado de la idealización, se puede encontrar en las figuras significativas de una persona. Si yo tengo una orden inconsciente que debo ser como mi padre, buscar alcanzar ese ideal llega a ser un motivador importante para aspirar a algo que se desea. Pero si existen deseos opuestos al ideal pueden formarse conflictos en cuánto al deseo de quién se actúa, el del padre o el propio, si es que se puede notar esa diferencia (que luego no es tan sencillo). O que se perciba tan lejano el ideal, como se ha mencionado antes, que se desate la angustia en el sujeto que sí lo desea pero siente que no podría tenerlo nunca, no como el otro. En esta última nota, la idealización de los objetos que luego representarían el ideal al que debería aspirar la persona, aumenta la presión para cumplirlo y también la carga de no poder hacerlo, de no poder identificarse con esa persona.

En el “Malestar en la Cultura” (1930), Freud habla de un Superyó que castiga cuando no se cumplen los ideales impuestos en la cultura. Al decir que pertenece a lo cultural y a lo histórico, estamos tratando con lo transgeneracional, los ideales del yo que se han heredado en las familias pero también en las sociedades. Cada época tiene sus representaciones y sus ambiciones de lo que se “debe ser” y lo que se “debe lograr”, ya sea en cuestión de belleza, de conocimiento, forma de vida, etc., que luego terminan siendo cuestionadas, reforzadas o desalojadas por nuevas maneras de pensar. Regresando al texto de Woolf, el final de esta batalla, la muerte del fantasma, llegó a tal desenlace debido a que sólo una de las dos podía quedar como dirigente del deseo; el fantasma, no hubiera dejado lugar a que la autora se saliera de los límites de lo que se consideraba el ideal de cómo debería comportarse como escritora y como mujer en aquella época. En palabras de la autora: “Por eso tenía que matarla” (Woolf, p. 3).

¿Qué ocurre con los ideales del yo que han muerto? Pensé en el feminismo como un movimiento social que da un ejemplo claro de la revolución y el derrocamiento como algo necesario para que pueda abrirse paso lo nuevo, pero que no por eso deja de tener ideales propios que luego pueden vivirse desde la angustia por no cumplirse. Recuerdo a una paciente adolescente que se sentía muy angustiada de ser “una mala feminista”. Al preguntarle por qué pensaba eso de sí misma, me contestó que se sentía muy confundida sobre algunos postulados del feminismo más radical (en sus palabras) que no sabía si podría cumplir o si querría cumplirlos. Esta paciente, a la vez que en su comunidad sorora encontró un lugar de apoyo y guía para enfrentarse a los ideales “de antes”, también se veía confrontada con los ideales del nuevo movimiento y su lugar e identidad en él. Sobre esto, Woolf continúa diciendo:

“Pero sigamos con mi historia. El Ángel estaba muerto, ¿qué quedaba? Diréis que lo que quedaba era una realidad muy sencilla, a saber, una muchacha en un dormitorio, con un tintero. En otras palabras, ahora que la muchacha se había liberado de la falsedad, sólo tenía que ser ella misma. Sí, pero ¿qué era “ella misma”?” 

(Woolf, p. 3-4)

La falsedad que se menciona aquí se puede entender como el ideal de la época opuesto al autoconcepto que la autora tenía de sí misma. Ahora que se quedó sin rival, se cuestiona quién es ella, ya que antes podía asegurar tajantemente que “ella no era eso”, no era algo que ella deseara para sí. Sin ese oponente, no sabe muy bien quién es o, me imagino, de qué va a escribir o cómo lo hará. La posibilidad misma de reflexionar al respecto, sobre quién se es, analizando tanto los propios ideales como los heredados, es uno de los caminos para comprenderse mejor a uno mismo. Quizás decir que se mata a un ideal, dé la impresión que sólo puede quedar uno de los dos en una lucha a muerte, donde un ideal muere para renovarse en uno nuevo. La muerte de los ideales, implicaría que éstos dejan de tener poder sobre el deber ser de la identidad y en las relaciones con el otro; se diría que entonces matar al fantasma de este modo podría abrir la puerta a la renovación. En muchas ocasiones, quizás eso es lo que ocurre. Pero también se puede pensar en los ideales que se dejan morir, donde el duelo por aquello que no se es, puede ser elaborado, al tomar en cuenta las faltas, al cuestionar el ideal y decidir que no es lo que se busca al final. La desilusión de un ideal implica el duelo por éste y por lo que representaba para el sujeto, al que se le pueden sumar deseos y demandas Transgeneracionales a tramitar. 

Es importante resaltar que los ideales que se van formando a lo largo de la vida tienen una razón de ser, un propósito en guiar el comportamiento de los sujetos hacia una meta (y ésta puede ser muy diversa). Ahora, esta idea del ideal muerto me lleva a pensar en cómo el sujeto no se siente capaz de cumplir lo demandado o no puede seguir un ideal cuándo esto perjudica los deseos de sí mismo, como una contradicción en su identidad. Si esta forma de matar al ideal introyectado es lo único que ocurre, es decir, sin la elaboración de su pérdida y de sus significados para la persona, será posible que éste se vuelva más peligroso aún, como algo que se continúa negando de sí mismo y de su historia, deviniendo una especie de zombie que acecha incluso después de darle muerte. Porque al final fue parte de la psique del sujeto y lo constituyó en gran medida. Me pregunto qué pasaría con este ángel de Woolf que murió ahorcada, ¿será que vuelve algún día?

En cambio, la elaboración del duelo que viene con la desidealización, ese dejarlo morir, puede dar más pautas a reencontrarnos con esa parte del ideal del yo con la que ya no nos vinculamos como antes, al haber encontrado nuevos ideales, quizás opuestos o tal vez más integrados. Esto permitiría, una experiencia diferente con lo ideal y lo que esperamos de nosotros mismos, se trataría pues de la integración del sujeto poniendo los ideales que ya no son en el pasado al que pertenecen y creando espacio para el crecimiento con nuevas aspiraciones. 

Bibliografía