Por: Elisa Rábago
Ocurrió a principios de año que coincidieron en mi práctica clínica algunas pacientes que presentaban síntomas que, más allá de sus dificultades psicodinámicas, parecían tener relación con su momento de vida. Las mujeres a las que hago referencia se encontraban entre los cuarenta y cincuenta años de edad, y durante las entrevistas iniciales, habían comentado la sensación de que algunas de sus vicisitudes estaban relacionadas con la menopausia. E., reportaba una volubilidad del estado de ánimo que no le era característica. Decía no gustarse a sí misma cuando se miraba frente al espejo. Añoraba con particular vehemencia sentirse vital e inmersa en nuevas ilusiones. La relación con su marido, que tenía años de encontrarse estancada se había deteriorado, y había decidido iniciar una relación con un amante. N., contaba que durante ese periodo de su vida lo experimentaba todo con irritación. Frecuentemente se ponía “fuera de sí”. Durante esa etapa, renunció de forma más o menos impulsiva a su trabajo de veinte años, y dio un vuelco radical a su vida. Sentía una fuerte necesidad de emprender. Ella que en su vida había vivido todo con fluidez, por primera vez había probado el sabor del límite. Sentía que de ahí en adelante, todo sería descenso.  A., por su parte, parecía transitar la experiencia del “nido vacío” con una intensa sensación de soledad. Refería que se había agravado la sensación de distancia con sus dos hijos varones. A veces se sentía tratada por ellos como un mero “objeto” proveedor, apagador de fuegos. Divorciada ya de varios años, parecía pasar por un bache en torno a sus relaciones de pareja. La inquietud que sentía y la tristeza que experimentaba, contrastaban con el frenesí con el que se había abocado, por un lado, a un nuevo emprendimiento de “compra y venta” de casas; y por otro, al hecho de que hubiera decidido realizarse, en poco tiempo, tres operaciones estéticas.
Desde ese sitio es que me pareció interesante profundizar mi entendimiento sobre la menopausia. Discriminar las reacciones normales en esta etapa y su relación con otros fenómenos psicodinámicos me pareció esencial para poder mejor escuchar, interpretar y dar curso al psicoanálisis de mis pacientes. Encuentro también un interés personal de familiarizarme con una etapa vital en la que me encuentro. Fue así como determiné la elección de este tema para el rotatorio teórico. Parto en el trabajo entonces con las siguientes preguntas: ¿Cuál es el significado de la sangre y qué rol juega en la estructuración de la identidad femenina? ¿Cuáles son los signos y síntomas de la menopausia? ¿Qué alcance tiene y de qué índole es el duelo que se vive durante esta etapa? ¿Qué cambios y metamorfosis experimentan las mujeres? ¿Cómo se manifiesta la etapa en la sexualidad? ¿Qué tipo de tarea elaborativa deben encarar las mujeres para superar la etapa?
Durante la preparación del rotatorio teórico, dos textos fueron especialmente relevantes. Los capítulos 9 y 10 de Ser y devenir mujer de Ruth Lax (La fase menopáusica: Crisis, Peligro y Oportunidad; Madurar; Hacerse mayor; la realidad psíquica del envejecimiento) y Adiós a la Sangre, Reflexiones psicoanalíticas sobre la menopausia, de Miriam Alizade. Vale la pena mencionar que mientras que el recorrido de Lax está sustentado en autores psicoanalíticos como Freud, Deusch, Benedek, Kernberg, Erickson, Bibring, Zetzel y Kohut. Alizade por su parte se enfoca en un repertorio más concentrado en la tradición francesa: Lacán, Doltó, Anzieu, Bachelard, Ferenzi, Riviere y, Langer entre otros.
Hablar de menopausia es hablar de sangre y su significado para la feminidad. Si bien uno de los primeros tiempos de la feminidad se inscribe en términos de la posesión o no de un pene, un segundo tiempo está planteado en términos de sangre / no sangre. Así, si bien es cierto que existe una lógica fálica que determina una serie simbólica de lo concreto en términos del excremento / dinero / regalo / niño / pene; la sangre en la mujer es metonimia de una serie significante distinta. La de los fluidos: flujo / sangre / leche / loquios / líquido amniótico. La sangre, especialmente desde la lógica masculina de la castración, suele estar significada como ruptura de la carne, herida, violencia y muerte. Sin embargo, para la mujer es una marca iniciática relacionada con la reproducción, la vida sexual, la perpetuación de la especie. La sangre, en el cuerpo de la mujer, tiene una lógica cíclica, que implica intermitencia, vaivén, marea. La sangre es augurio, se le descifra. Es esperanza, renovación de ciclo, deseo de tener un hijo, decepción si no se le tiene cuando se le espera, miedo de concebirlo de forma prematura. La feminidad queda así representada por una especie de “rosario” compuesto por cada ciclo mensual que es coronado por los periodos de gestación –cuando se tienen niños–, que, a su vez, tienen su propia lógica cíclica.
Algo más hay que decir sobre la sangre como garantía identitaria de la condición femenina: las mujeres somos sin pene, pero somos con sangre. El pene es el significante que corona el orden fálico, con su tangibilidad, su visibilidad. Es un elemento del orden del tener. Y como sabemos, por momentos ese signo está ligado al poder – la posesividad, la destrucción. La sangre por su parte es señal del orden nádico, y que remite al “hueco” de la mujer –ser no, ser vacío, ser vida, ser muerte; un signo invertido, un pliegue que se da vuelta como guante, un polimorfismo, una multiplicidad. En esa línea, ser mujer es tener interioridad virtual, estar volcada hacia dentro, hacia sí misma. Ser mujer pasa por el espacio interior, un vacío pleno, un lugar pacífico. Un activo nirvana fluidifical. En la experiencia íntima del cuerpo de la mujer la lógica se construye a partir de la experiencia de lo que se pierde, lo que se derrama, la incontinencia, el ciclo, la aparición y desaparición. Es un estar en carencia. Es algo de naturaleza evanescente. La feminidad es del orden del ser. Desde ese sitio, el poder femenino se plantea más bien en términos de seducción, influencia, fortaleza interior, valores, pulsión de vida.
Se entiende entonces que la menopausia, que representa la pausa de la sangre, –la terminación del ciclo en el que se sostiene el psicosoma de lo femenino— tenga no sólo un impacto importante sobre el equilibrio físico, sino, especialmente, sobre el psiquismo de la mujer.
Comencemos por recapitular lo que ocurre con el cuerpo. La mujer entra en la etapa del climaterio –transición entre la etapa reproductiva y la no reproductiva—, en donde la progresiva disminución en la producción de estrógenos y progesterona causa primero una irregularidad en el ciclo menstrual y desemboca, más tarde, en la menopausia, punto final. La conmoción hormonal que sufre la mujer trae consigo cambios en el sistema cardio-circulatorio y el sistema óseo. Los trastornos vasomotores que acompañan el proceso explican uno de los síntomas más característicos –el bochorno— que elocuentemente se asocia, en la experiencia interna, con una especie de crisis de angustia o de erupción de la libido. Otros síntomas físicos suelen aparecer: insomnio, parestesias, dolores musculares, cefaleas, apatía y nerviosismo. Hay otras transformaciones: la indudable merma física, la redistribución de la grasa corporal en el cuerpo, la aparición de vello (masculinización pilosa), la sequedad vaginal, el cuerpo ajado, el decremento de la libido.
La aparición de los síntomas físicos suele estar acompañada por una serie de estados emocionales que forman parte de la imagen popular del climaterio y la menopausia: hiperemotividad, volubilidad, irritabilidad, combinadas con astenia (cansancio permanente). En algunos casos aparecen también signos viriloides: autoritarismo, hiperactividad y agresividad.
No extrañan estas reacciones pues hasta cierto punto, a nivel inconsciente, el advenimiento de la menopausia es vivido como castración en tres ámbitos:

  • Como castración de la función reproductiva.– la pérdida de la capacidad para engendrar, la pérdida del útero, órgano en el que se ha depositado una dosis importante de narcisismo.
  • Como castración de la salud.– amenaza corporal, malestar generalizado, pérdida de la firmeza muscular y la tonicidad de los tejidos.
  • Como castración estética.- la pérdida de la lozanía, de la belleza, de la atracción sexual.

Acaso la despedida más dolorosa sea la que la mujer tiene que vivir con respecto a la maternidad, siendo esta una de las piedras angulares sobre las que se ha instalado su identidad. La idea de la madre, misterio de la creación, estado gozoso de fusión y cercanía con otros cuerpos, se diluye ahora en una incapacidad, una ausencia. La pérdida de la capacidad reproductiva se vive además como la pérdida de la deseabilidad frente a otro imaginario, y la consecuente amenaza de ser reemplazada. Por otro lado, el duelo por la maternidad implica también enfrentar la pérdida de los hijos deseados no habidos, y, sobre la misma ola, la reedición de los duelos por los abortos espontáneos y los abortos elegidos.
Esta vivencia inconsciente sacude la especularidad narcisista y provoca cambios en la autoimagen: amenaza a la mujer con ideas de deformidad, sufrimiento y fragmentación del cuerpo. La autoimagen atacada está expuesta a la devaluación que deviene en pérdida de autoestima e incremento en la pulsión de muerte. La mujer siente angustia frente al primer signo palpable de la vejez que toca a la puerta, ya no como advertencia, sino como presencia cierta. La sombra de la “madre anciana”, la “abuela deteriorada”, la “mujer vieja muerta”, y la “bruja mala” acechan. El ideal de la “vieja buena y sabia” que contrasta con estas imágenes es, en un primer momento, esquiva, y en el mejor de los casos, una aspiración que requerirá un trabajo elaborativo.
Es frecuente que la menopausia coincida con un momento de vida –crisis de la edad media—en donde los hijos se desprenden del hogar o la pareja acusa el desgaste de los años de convivencia, lo que agrava la sensación de pérdida y acarrea angustia. La mujer vive simultáneamente el nido vacío y el espejo vacío. En algunos casos la tensión psíquica asociada viene acompañada de envidia del pene – la sensación de injusticia, pues el hombre no está expuesto a un proceso semejante, y goza de cierta “libertad” para aún emprender aventuras reproductivas—, o bien, por otro lado, la envidia y rivalidad hacia otras mujeres jóvenes, que aún gozan de belleza, fertilidad y lozanía: las propias hijas o las nueras.
No sólo eso, la menopausia es el primer asomo de la muerte. Una vívida experiencia anticipatoria de la finitud que acarrea angustia. La muerte, eterna acompañante de la vida que hasta ese momento había podido ser dejada al margen a través de la desmentida, no puede ya ser ignorada. Es demasiado real, tanto, que una parte de sí se ha instalado en el interior de la mujer, rozando su entraña, alterando su sensación de bienestar, angostando su vitalidad, robándole brillo.
El climaterio trae consigo un duelo en ráfagas de tristeza pues el ideal del yo castiga al yo. Así, no sorprende que el climaterio esté frecuentemente acompañado de depresión, en un cuadro que en ocasiones ha sido designado como la “histeria de la menopausia”. Mujeres que viven este tránsito con actitud querellante, exagerando los síntomas orgánicos, e incluso, en ocasiones, con síntomas fóbicos y conversivos. Mujeres que luchan por demorar y desmentir la realidad del tiempo que pesa sobre sus cuerpos y que acuden a terapias hormonales, cirugías estéticas y técnicas de rejuvenecimiento con este propósito. El inicio de relaciones amorosas impulsivas y la compulsión por el ejercicio y la dieta son manifestaciones igualmente comunes. En el extremo, es posible que la depresión evolucione hacia un duelo patológico y se convierta en melancolía. En estos casos aparece un profundo odio pulsional, masoquismo y sadismo, que revelan que la mujer se ha identificado con la muerte que ha tocado a su puerta.
En términos generales existen tres tipos de mujeres particularmente vulnerables a encontrar dificultades de elaboración. En primer lugar, las mujeres infantilizadas, personalidades dependientes, que siguen operando en un nivel representacional poco sofisticado. En segundo lugar, las mujeres cuya identidad se construyó alrededor del rol tradicional de mujer, fuertemente ligado a la reproducción y la maternidad. En tercer lugar, mujeres que han narcisizado (o falicizado) de forma importante aspectos de su cuerpo. En contraste, las mujeres que han conseguido sublimar buena parte de su libido en otros ámbitos de su vida, o bien, aquellas que cuentan con un soporte vincular efectivo, suelen tener un mejor pronóstico para transitar la etapa.
El tema de la sexualidad en la mujer climatérica merece un tratamiento aparte en la literatura psicoanalítica. Vale la pena decir que más que en otras etapas de la vida, la mujer menopáusica se aproxima al objeto con ansia de contacto, de descarga, de protección de las angustias y las anestesias que experimenta. En el intercambio aspira a sentirse amparada frente a la ansiedad de muerte que la acecha. Hay un cierto tono en las formas y los gestos de este acercamiento que sugieren una especie de necesidad regresiva a un objeto tierno, cálido. Una especie de combinación entre la madre preedípica nutricia – madre contenedora, recíproca y tolerante de la dependencia—y un padre de la etapa narcisista – eternamente protector. Dada esta demanda, no sorprende que en algunas mujeres menopáusicas haya actuaciones homosexuales durante la etapa, con la expectativa inconsciente de hallar un vínculo de estas características.
La mujer menopáusica está desnuda frente a su “sin sangre”. Desde ahí necesita resignificar la relación sexual, reclamar su derecho al placer, a la exploración, ahora que no existe ya una meta reproductiva de por medio. Enfrenta una oportunidad de integrar el reservorio de memorias de su experiencia sexual, para desde ahí construir una relación lúdica y satisfactoria. Para conseguirlo, debe superar los siguientes obstáculos:

  • La contaminación de la autoimagen por la descomposición corporal.- El desafío de lidiar con un cuerpo menos dispuesto a la relación sexual – la sequedad vaginal—que expone a la vergüenza y a fantasías de rechazo.
  • La reaparición de los diques sexuales y las fantasías incestuosas.- La reaparición del pudor, la repugnancia, la compasión y la moral, experiencias regresivas. Por otra parte, así como durante el inicio de la vida sexual, la fantasía incestuosa inconsciente con el padre ahora se reedita con el hijo varón.
  • La inhibición sexual derivada del imaginario social patriarcal / fálico narcisista.– Imaginario que margina a un papel secundario a la mujer después de que ha sido madre. Tiranía del discurso posmoderno que sólo aprecia la belleza juvenil.
  • La reactivación del complejo de castración – afanasis.- Fantasía de la extinción de la capacidad para el placer sexual. Una especie de fobia a uno mismo que podría conducir al aislamiento e inhibir la exploración.
  • La experiencia hipomaniaca del frenesí sexual.- Emergencia de una libido intensificada, “última llamada” del cuerpo que dice ´ahora o nunca´, pero que también puede representar un brote histérico orientado a confirmar la falicidad.

Frente a estos desafíos, los textos revisados señalan que la calidad del vínculo con el que la mujer menopáusica cuente durante la etapa, hace diferencia. Si la mujer tiene acceso a una pareja comprensiva, que mantenga el interés en su cuerpo, conseguirá acompañarla en la mitigación de sus ansiedades, primero; y, al brindarle su mirada y sus caricias, le ayudará a conservar su equilibrio narcisista al confirmarle la permanencia de su atractivo.
En el mismo tono positivo es posible ver en perspectiva la menopausia como una etapa que facilita el tránsito hacia la madurez. Que, al confrontar a la mujer con la realidad de la finitud y transitoriedad de la vida, le brinda la oportunidad de crecer. Una idea que sin duda se acompasa con el pensamiento de Erick Erickson, quien en las últimas dos etapas de su formulación sobre el ciclo vital habla justamente de la Generatividad vs. Estancamiento como la crisis que acompaña la vida adulta; y la Integridad vs. Desesperación, como la última crisis vital. Ahí en el intersticio de ambas se instala la menopausia, como una invitación a orientarse, en el enfrentamiento y elaboración de la crisis, hacia la creatividad y la sabiduría.
Para poderlo hacer así, Alizade afirma que existen seis ejes elaborativos sobre los que la mujer debe trabajar, y a los que sin duda el escenario analítico brinda un espacio especialmente propicio:

  • La transformación del narcisismo.-La autora hace referencia al narcisimo terciario. Un espacio en el que es posible cierto descentramiento y lucidez como respuesta a la transitoriedad y fugacidad de la vida. El trabajo está alrededor de conseguir una cierta “delegación” en los objetos, una renuncia a la omnipotencia y promover la comunión vincular.
  • La reelaboración final del complejo de Edipo.- El apego natural que tiene la mujer la expone a vivir sus vínculos de forma fusional y dependiente, desde la madre de la etapa oral, hasta el padre del Edipo. Existe una puerta falsa en la menopausia en la que la mujer podría naufragar en su Edipo optando por la masculinización o el apartamiento de la sexualidad. En contraste, un movimiento final, realmente resolutivo, sería detenerse sobre sí, tomarse a sí como objeto, autolibidinizarse. Esto supone dar paso a una especie de matricidio simbólico de la madre de la etapa fálica de la niñez. Disolver los aspectos superyoicos asociados a ella, internalizar sus apectos buenos y poder ejercer una maternidad simbólica. Este movimiento abre las puertas para encontrarse con la madre real, ahora como un par, con quien inclusive se invierte el papel maternal. El vínculo se torna suave, tierno y predomina en él una especie de calma empática. La posibilidad de crear un espacio revitalizado al lado de otras mujeres, a partir de una homosexualidad sublimada, es también un sitio real, en la medida en que el Edipo termina de elaborarse.
  • La lección de la soledad.- En la medida en que la mujer menopáusica enfrenta sus duelos y repara sus objetos, el espacio interior se llena de cierta beatitud. Hay una seguridad desde donde emprender. Un estado de libertad interior que da sostenimiento a la autoestima, que permite una saludable dependencia no conflictiva de los objetos, del ello, del superyó y de la realidad. La tarea está relacionada con el autocuidado, en donde la mujer se piensa a sí misma, se protege, se cuida.
  • El trabajo del odio.- La menopausia abre la puerta para liquidar restos de resentimiento y rencores enquistados. Abre la posibilidad de perdonar. De lo contrario, el odio se vuelve contra uno mismo y se generaliza –odio a la vida–, consume los recursos creativos y torna en desesperación en la vejez.
  • La elaboración de la finitud.- La muerte es un trauma universal. La menopausia desarticula la desmentida y presenta el fin como inevitable. Es maestra de lo efímero. En su voz acarrea una oportunidad para la aceptación de la transitoriedad. No hay otra forma de encarar la muerte más que hacerla propia, familiar. Aceptada la muerte, es posible entonces abrazar con intensidad lo que quede de vida.
  • Disfrute de la estadía.- La menopausia abre una oportunidad para acceder a la ética del placer: encontrar el propio estilo de vida, explorar activamente proyectos creativos, desalojar los límites superyoicos que han angostado la vida anteriormente. Es un momento de mayor valentía, mayor capacidad lúdica y creativa. Hace falta una voluntad de bienestar — gozar lo que se experimenta, y encontrar sentido vital incluso en lo que se sufre. Para ello hay que destruir pretextos sostenedores del goce masoquista, dejarse de concebir como “mujer sin…”.

Bibliografía

  • Alizade, M. (2005), Adiós a la sangre, Reflexiones psicoanalíticas sobre la menopausia, Lumen.
  • Lax, R. (1997), Becoming and Being a Woman, J. Aronson.
  • Wechsler, E. (2015), La menopausia descolocada, elSigma.com.

Imagen: freeimages.com / Ria Hills
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