Por: Jimena Lomelín

Comenzaré este trabajo, con un recorrido teórico sobre los puntos, que considero clave, para poder entender qué es desargumentarse, así como su importancia dentro del trabajo analítico y, posterior a ello, plantearé su posible aplicación en el proceso de reinserción social de adolescentes en conflicto con la ley.

Con base en lo anterior, empezaré describiendo qué es lo que entendemos por “la clínica”. Epistemológicamente la palabra clínica viene del griego “Kliníke”, que hace referencia a la práctica médica de atender a los pacientes en la cama. Por otro lado, también se le llama “clínica” a un establecimiento determinado a proporcionar asistencia o tratamiento médico a determinadas enfermedades. (Oxford dictionary, 2023). Ambas definiciones, remiten a un sitio específico donde se coloca al enfermo en un espacio físico y simbólico. El enfermo va por que algo le duele, va en busca de una cura, de un alivio. Freud, en su escrito “Tratamiento psíquico, tratamiento del alma”, explica que el tratamiento desde el alma es un tratamiento de los fenómenos patológicos (dolor) de la vida anímica del hombre y que éste no ataca el fenómeno patológico para ensamblar la cura, sino que es a partir del fenómeno patológico que se ensambla la cura; es por esto que nuestro recurso primario es la palabra, ya que es a partir de la elaboración de la palabra que el dolor se va moviendo. (Freud,1890)

No puede existir un trabajo clínico si no hay una relación terapeuta-paciente. Esto, en virtud de que es importante hacer un vínculo para que el otro me ayude a elaborar lo que me pasa, a tomar distancia de mi dolor y poder ensamblarlo con la palabra. Pero aquí viene mi primera pregunta:

¿Cómo debe ser dicha relación?

Considero que esta relación debe de ser una relación que parta desde la ética y no desde la moral; es decir, desde la escucha y no desde la evaluación. Una relación ética se construye cuando uno no pone su deseo frente al deseo del otro. Freud (1912) lo expone en su escrito de “Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico”, donde explica que es a través de la atención parejamente flotante -técnica que consiste en no fijarse en nada en particular y en prestar atención a todo cuando uno escucha-, que uno deja sus propias expectativas e inclinaciones. En otras palabras, su saber. De no ser así, uno no va lograr encontrar nada que ya sepa, lo cual va a impedir algún tipo de movimiento en el aparato psíquico, bloqueando cualquier intento de ayuda. Es por esto que el psicoanálisis es una praxis ética, ya que a través de la palabra y de la escucha, existe una relación horizontal no jerárquica.

Por otro lado, desde el psicoanálisis sabemos que la palabra es la única herramienta que tenemos para acceder al inconsciente y que sin embargo ésta siempre va a estar disfrazada, ya que, en el supuesto del inconsciente, se encuentra contenido inalcanzable, desconocido, contenido imposible de conocer, contenido inaccesible a la conciencia. Es por esto que, en la clínica, la autoridad final en el dispositivo analítico es el inconsciente del analizante, esto quiere decir que lo que rige el trabajo clínico, es la palabra del analizante, su verdad y no la del analista. Sin embargo, esto no siempre juega así, ya que existe un deseo profundo y arraigado del ser humano de “no saber”, de rechazar el dolor; lo que para Freud sería la represión. Es por esto, que el analizante le atribuye al analista el poder y el conocimiento de su sufrimiento, deslindándose de toda responsabilidad ante su dolor, generando “efecto placebo” y no dando lugar al movimiento. (Frink, 2007)

 

“El ejercicio del poder consiste en “conducir conductas” y en disponer la probabilidad” – Michel Foucault. (1984)

 

El poder es la capacidad que tiene todo individuo para influir en el comportamiento de otras personas. Señala Foucault, que una de las mejores estrategias para ejercer el poder, es llevarlo a cabo sin que la persona afectada sea consciente de ello.

En una relación terapeuta-paciente, el paciente en principio, siempre está en sugestión. Cuando existe una relación de poder, el analista no logra ir más allá de la sugestión con el paciente, para involucrarlo en el proceso analítico. La consecuencia de lo anterior es que -en lugar que exista un proceso analítico- lo único que existirá son “efectos placebos”.

Conducir la conducta del paciente, significa emplear nuestros conocimientos como analistas, para influir en sus comportamientos y toma de decisiones. Lo que implica, que el paciente no tenga conocimiento sobre sus conductas. No lo conoce, no lo sabe, sino que toma sus decisiones con respecto a la verdad del analista y de la forma en que éste ha influido en él. En otras palabras, el “saber” dentro del espacio clínico, puede ser visto como un obstáculo para dicho trabajo. Sea cómo analista o como analizante. Una vez que, como analistas, nos ponemos en una posición de supuesto saber o de poder ante el otro -en este caso ante el analizante-, no hay forma de poder escuchar el contenido que este trae al espacio analítico. Por ende, no existe cabida al movimiento y por lo tanto a la ayuda. Es por ello que cómo profesionales de la salud, o incluso como sociedad, no debemos posicionarnos en una postura de saber ni poder ante el otro, ya que: i) no conocemos el contenido inconsciente y ii) la única persona que puede acceder al contenido de lo inconsciente -a través de la palabra- es el sujeto mismo.

Pero ¿a qué me refiero por “desargumentarse”? Me refiero al término que utiliza Pereña (2002), para describir la acción de ver a la palabra o al argumento sin adorno, de verse como parte de él, lo que llevará al sujeto a un encuentro más modesto y más vivo. Es por esto que Pereña describe el recorrido de un análisis como una desargumentación, ya que se prefiere la experiencia sobre la convención del argumento. Él se refiere a la experiencia, como la experiencia del inconsciente que proviene de las huellas, del límite o del abismo donde la demanda del hombre es grito antes de constituirse en argumento. Y el argumento es la interpretación de la vulnerabilidad del hombre a fin de atribuirse una certeza. (Pereña, 2001) Es este recorrido el que da espacio al cambio y la rememoración. Otra forma de explicarlo es atravez de la analogía de la “técnica de escultórica” utilizada por Freud, que se trata de “quitar” (levare) y no de añadir o “poner” (porre). Hay que “quitar o desprenderse de un exceso de respuestas que es en realidad una ocultación de lo traumático y no una respuesta propiamente dicha”, (Pereña, 2007) para poder desargumentarnos. Hay que “desprenderse del argumento y teorías, de la mentira fundamental del sentido y de la historia o “recuerdos encubridores”, ese morral en que cada uno se esconde y se disimula”. (Pereña, 2007).

Considero que este término aplica, tanto para el analizante como para el analista. Es muy importante dentro del trabajo clínico, que el analista se baje de esta postura de saber y de poder, que vea la palabra o el argumento del analizante sin adornos, sin su propio deseo o argumento, sin responder a las demandas del otro y del Otro; que se mantenga abierto, para poder escuchar y darle lugar a la palabra, al sufrimiento, al dolor, y al inconsciente del analizante. Sin embargo, desargumentarse no solo implica hacer a un lado nuestro saber, nuestro deseo, nuestras expectativas o nuestras inclinaciones. Desargumentarse también es poder posicionar y darle lugar a todo esto, dentro de nuestra propia subjetividad para poder darle lugar a la subjetividad del otro.

Por otro lado, el analizante tiene que mantener la herida abierta para poderle dar lugar a su propio dolor y a su subjetividad, asumirse en falta para encontrar movimiento, estar en constante pregunta para no asumirse como “solución final”, desargumentarse, para poder encontrar eso que busca dentro del espacio analítico, y quitarle el disfraz a eso que viene y pone en palabras. Tiene que comprender que él es el único conocedor, el único productor de respuestas, que todo lo que sucede dentro del espacio clínico, -ese espacio físico y simbólico- sucede a partir de su verdad y la de nadie más, que todo lo que le devuelve el analista es su propio contenido inconsciente. Por todo esto, es de suma importancia, que el analizante no se sugestione ante el analista, porque si le deposita todo el saber y el poder a éste, no hay espacio para responsabilizarse y abrazar su dolor.

Como analistas, no solo debemos fomentar un espacio -físico y simbólico- donde el analizante pueda desargumentarse, sino que debemos nosotros mismos implicarnos dentro de la misma, salirnos de nuestro propio argumento y trabajar en él, para realmente escuchar y poder generar movimiento en el aparato psíquico del analizante.

Ahora bien, cómo podemos aplicar esto, en el proceso de reinserción social con adolescentes en conflicto con la ley.

Para efectos de entrar al análisis planteado, en primer lugar, debemos establecer a qué grupo de personas está dirigido este análisis. “Los adolescentes en conflicto con la ley” son aquellas personas que tienen entre 12 y menos de 18 años al momento de ser sujetas al Sistema de Justicia por existir la sospecha fundada de que participaron o que cometieron un delito. (Documenta, 2021) En junio del 2016 es implementada la Ley Nacional del Sistema Integral de Justicia Penal para Adolescentes (LNSIJPA) la cual reglamenta el proceso penal del adolescente bajo el Interés Superior de la Niñez, misma que le exige al Estado, a las autoridades, a la sociedad y a los familiares, a evaluar cómo es que las decisiones afectan la vida del adolescente, tomando en cuenta las características, las necesidades, las circunstancias y el contexto de este, con el objetivo de que las medidas que se apliquen garanticen un desarrollo integral, que respeten su dignidad humana así como sus derechos humanos. (Documenta, 2021)

En este modelo integral, las medidas de sanción son de carácter socioeducativo y no punitivo, ya que busca insertar al adolescente en su familia y en la sociedad mediante el desarrollo de sus capacidades y sentido de responsabilidad. (Montejo, Galán y De la Rosa, 2019). Señala la LNSIJPA (2016) -cuyo espíritu es reflejado por el legislador- que la imposición de una medida de internamiento deberá ser usada como última opción y por el tiempo más breve que se pueda. Cuando el adolescente tiene de 12 a 16 años, la máxima pena será de tres años y cuando el adolescente tiene de 16 a 18 años, la pena máxima podrá ser de hasta cinco años (Montejo, Galán y De la Rosa, 2019)

Ahora bien, se define reinserción social a “la restitución de pleno ejercicio de los derechos y libertades tras el cumplimiento de las medidas ejecutadas” (LNSIJPA, 2016, art.29), sin embargo, esta definición no va más allá del alcance jurídico y no indica los parámetros que señalan que el adolescente ha logrado este objetivo. (Motejo, Galán y De la Rosa, 2019). Es aquí donde se encuentra la problemática, en la escasez de desarrollo teórico, así como evaluaciones sistemáticas que le den contenido y seguimiento a la reinserción social, sin dejar de lado la aplicación dentro de las instituciones y de los centros de internamiento, para que haya menos discriminación social.

Desde una perspectiva psicoanalítica, tenemos en primer término la palabra “rehabilitación”, la cual se refiere al acto de rehabilitar, es decir “devolverle sus prerrogativas a un sujeto destituido de sus derechos -condenado, de alguna manera-, de permitirle que vuelva a tomar posesión de los derechos que se le quitaron como consecuencia de una condena.” (Assoun, 2001, p.169). Assoun (2001) nos dice que, al perder sus derechos, el sujeto vacila en su propia existencia de sujeto y que rehabilitarlo radicalmente es devolverle su estatus de sujeto. Es poner fin a alguna confiscación, pero esta “reapropiación” sólo puede hacerse en nombre, y por la acción, de otro. Por lo tanto, podemos decir que la rehabilitación social, es de alguna forma devolverle a un sujeto su dignidad, la cual en principio le fue quitada por el mismo tejido social. Es por esto que el discurso de la rehabilitación social es un discurso de la exclusión y de la reinclusión del sujeto. Por ende, “el que no tiene que ser rehabilitado sería el “hábil” en el sentido social, el que “puede” el que está habilitado en la vida social”. (Assoun, 2001, p. 170)

Es por esto que el psicoanálisis debe cuestionarse en su práctica con esta población ¿Qué le falta al que tiene que ser rehabilitado? ¿De qué fue desvestido?

Para poder responder esta pregunta, es importante entender otro término de Assoun (2001), “el síndrome de la excepcionalidad”, donde nos encontramos con un sujeto que tiene de qué quejarse. Esta queja tiene una materia y un objeto. “Aquello de que se queja, lo convierte en una posesión (ya que no puede ser propietario de otra cosa)” (Assoun, 2001, p,172). La materia es la realidad proporcionada por la anomia social y familiar, es decir, el aislamiento del individuo como consecuencia de la falta o la incongruencia de las normas sociales.

“El sujeto manifiesta perjuicios; le da significado al daño, al “dolo” a la privación como consecuencia de un “error” que se le infligió. “La vida fue muy cruel con él”, algo se le negó “desde el comienzo”, hay un maltrato originario que lo condena a la exclusión de la comunidad simbólica. El otro le “hizo mal”.” (Assoun,2001,173).

Para estos sujetos la queja es que: “ya sufren bastante y que ya se han visto suficientemente privados, que tienen derecho a que se les dispensen de nuevas exigencias y que no se sometan más a una necesidad poco amigable, pues son excepciones y quieren seguir siéndolo”, “ya di y de manera más que suficiente ya tuve más que mi dosis de dolor. Basta de seguir privándome”. Se plantean que todos los demás son sus deudores potenciales: “Nunca sabrán todo lo que me hicieron”. (Assoun,2001, p.173)

Assoun (2001), plantea que este hecho es colectivo, que hay un prejuicio generalizado que está articulado con la posición singular de los sujetos. Sin embargo, más allá de la patología de masas, hay que aprehender lo que es ese sujeto que puede vivir sus perjuicios, y vivirse como existencia perjudicada.

Desde mi experiencia personal, trabajando con esta población, pude confirmar que este es el discurso predominante, con el cual se justifica el acto delictivo y por el cual persiste la incidencia delictiva una vez que el sujeto sale de los centros de internamiento. Esto es debido a que, estos sujetos se sienten con el derecho de cometer injusticias, ya que la sociedad o “la vida” les ha sido injusta, y al día de hoy, en México, no hay un sistema que respete sus derechos humanos, ni una sociedad que no los abandone.

Es por esto que planteo, una reinserción social desde la desargumentación, como “un espacio posible de renegociación del sujeto con el Otro simbólico, para que, allí donde estaba el perjuicio pueda surgir un sujeto”. (Assoun,2001,) Una reinserción que no busque reintegrar o rehabilitar a estas personas a las cuales se deshabilitó de su potencialidad propia, y que los ayude a salir del síndrome de excepcionalidad, para poder moverse del perjuicio. Una reinserción, en donde como analistas, profesionales de la salud y como sociedad misma nos desargumentemos, quitándonos los mismos prejuicios con los que carga el mismo sujeto, así como los propios. Y que a través de la propia intervención le devolvamos a estas personas su estatus de sujeto, para que puedan integrarse a ese Otro.

Es por esto que la reinserción tiene dos partes, por una parte, que el perjudicado se mueva de la excepción y por otro lado una sociedad que tiene que dejar de excluir y quitarles a los sujetos, su estatus de sujetos.

Desde mi perspectiva es aquí donde entra la importancia de la desargumentación como método de intervención, ya que si insistimos en intervenciones que solo se enfocan en combatir y cambiar la conducta delictiva del sujeto, enfocándose solamente en los factores de riesgo que están altamente correlacionadas con la reincidencia delictiva, y si como profesionales de la salud, desde una práctica psicoanalítica, no nos desargumentamos, bajándonos de una posición de poder, en donde el otro es un “delincuente”, perdemos la posibilidad de mantenernos abiertos, de poder escuchar y darle lugar a la palabra, al sufrimiento, al dolor, y al inconsciente del analizante; para así provocar que el sujeto asuma su falta, que salga de la excepción, y se responsabilice y abrace su dolor. Es entonces que el sujeto puede moverse y cambiar su conducta delictiva.

Para Assoun (2001), es en este punto, cuando tenemos que poner en movimiento esta “falta de ser” inconsciente y preguntarle al sujeto ¿Cuál es su “postura” respecto de lo que vive, de lo que los demás le hacen vivir? ¿Sabe bien el sujeto cuál es el objeto de su queja? Es por esto que el psicoanálisis, a diferencia de otros modelos de intervención, en la medida en que le da al sujeto una capacidad afectiva para actuar y para gozar, hace que rompa con esa vida de placer inconsciente que constituye el síntoma, ajustando a ese yo que no se logra adaptar.

Es así como el “malestar en la civilización” no sólo llega al umbral del espacio analítico, sino que configura la escucha del síntoma.” (Assoun,2001, p,171)

En conclusión, el Estado y sus instituciones deberían enfocarse en que la reinserción social no sea solo la ausencia de la conducta delictiva, sino enfocarse en el respeto de los derechos de las personas privadas de su libertad y de las víctimas de los actos delictivos, así como en estrategias preventivas, que promuevan mejores soluciones más allá del punitivismo y de la condena.

Estas personas, a veces se escapan de nuestros ojos o de los ojos de la sociedad, y por ende son sujetos que se vuelven sumamente vulnerables y abandonados. Es por esto que cuando nos desargumentamos, ponemos la mirada en otros, y convertimos los obstáculos sociales -como sociedad misma- en soluciones analíticas profesionales.

Bibliografía

 

 

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  • Imagen: RDNE Stock project / pexels