Esther Cohen 

“Quien pretenda recordar ha de entregarse al olvido, a ese peligro que es el olvido absoluto y a ese hermoso azar en el que se transforma entonces el recuerdo.” 

Maurice Blanchot 

Debido a nuestra condición humana, la permanencia de nuestra vida es finita. Como sujetos biológicos nacemos, crecemos y morimos. Siendo éste un ciclo claro, sin embargo con un sinfín de matices y variaciones de por medio para cada uno de nosotros. Enfocándome en el inicio del ciclo de vida de un ser humano, parece ser que el nacimiento es el comienzo de su vida, pero en realidad, todo inicia mucho antes de que ese bebé llegara al mundo.  

Lo que la psicología, la sociología y en especial, el psicoanálisis nos han alumbrado desde el siglo pasado, es que a pesar de que parece que cada uno de nosotros tenemos un final, no nos vamos sin dejar rastro y huella de cada uno de esos matices y variaciones, que hacen que nuestro tiempo en este planeta haya sido exclusivamente único e individual. El ser humano va transmitiendo, legando y proyectando en los otros, especialmente sus descendientes, las experiencias y la carga de su aprendizaje tanto positivo, como aquel orientado y atascado en las reacciones de supervivencia (Salvador, 2019). 

Nuestras vidas están interconectadas con nuestro pasado, nuestro presente y nuestro futuro; los tres flotando frente a nosotros sin haber una temporalidad lineal en éstos. Esta intersubjetividad que se comparte con nuestros ascendientes nos marca, y de cierta forma nos determina, ya que, partiendo de Freud, el encuentro con los otros es central en la constitución del psiquismo, a pesar de que primero se asuma un desarrollo individual con un posterior vuelco hacia el mundo exterior. Sánchez (2015) afirma: “Sabemos que todo lo traumático posee una cualidad intemporal: es inmune a las mutaciones introducidas por el paso del tiempo” (p.12). 

Con el paso de los años, ha sido cada vez más frecuente que se empiece a investigar y a hablar sobre los traumas transgeneracionales. Siendo un concepto que se aplica en varias disciplinas que abarcan las ciencias sociales, y que tiende a incluir diferentes definiciones. Considero, que éstas se complementan unas a otras para entender la dimensión y la profundidad de este fenómeno que ocurre de manera cautelosa y en muchos casos, no perceptible, empero no hace que sus efectos sean menos avasalladores.  

La idea que inspiró a hablar sobre este tema, fue un evento histórico que ha marcado la época contemporánea. Cada año, el 27 de enero, se hace una conmemoración de las víctimas del Holocausto. En una ocasión, tuve la oportunidad de ir a una platica que dio el señor Aarón Gilbert, hijo de Salvador Gilbert: unos de los últimos sobrevivientes del Holocausto. Lo que más me llamó la atención, es que el propio señor Aarón, fue quien se parara a contar la historia de su padre y él mismo fue quien escribió un libro relatando las vivencias del señor Salvador. Verdaderamente parecía que Aarón vivió todo eso junto con su padre. Sin embargo, Aarón nació en 1949, algunos años después de que terminó la guerra, y nació en la Ciudad de México. Esta platica llevó a pensar en todos los hijos e hijas de las personas sobrevivientes de una situación tan traumática como el Holocausto. En donde el dolor, el sufrimiento y la pérdida, no terminaron ese 27 de enero de 1945, donde las tropas soviéticas llegaron a liberar el campo de concentración y exterminio nazi Auschwitz-Birkenau. Yo pensaría que incluso,  apenas estaba realmente empezando.  

Siguiendo esa línea de pensamiento, el objetivo de este trabajo es abordar el tema del trauma transgeneracional en relación con este hecho histórico, que alteró el curso de vida de millones de personas, incluso muchos psicoanalistas, entre ellos, el padre y fundador de nuestra disciplina: Sigmund Freud. También sin dejar de olvidar, que este acontecimiento, fue una de las circunstancias que estuvieron en juego para que hoy en día yo me encuentre aquí.  

Cuando se hace mención del Holocausto, pueden venir a nuestra mente distintos museos, platicas, libros o películas. Nos enfocamos meramente en aquellos sobrevivientes, aquellos que desafortunadamente fueron testigos directos de lo ocurrido. De nuevo, todo aquello que conocemos de estos sobrevivientes, son principalmente sus experiencias durante esos años: su sufrimiento, sus pérdidas y su deterioro de salud. Sin embargo, esos años terminaron, aquellos con la fortuna de haber sobrevivido, pasan a llamarse “sobrevivientes”, esta nueva identidad impuesta por la sociedad, no necesariamente representaba valentía, fuerza o incluso suerte. De hecho, era una etiqueta que traía una connotación negativa.  

Muchos que migraron a Israel, fueron recibidos con rechazo y señalamiento, vivieron en silencio, avergonzados y con culpa por lo que les sucedió. Buscaron hacer una vida paralela a aquello que cargaban con ellos mismos; el peso de ese silencio, el peso de esas palabras no dichas, como cuchillos desgarrando su mente y alma. Y así, es como reciben a su descendencia, con un vacío lleno de silencio, de aquello que no se debía de hablar, no se debía saber y no se debía cuestionar. No obstante, las voces, las acciones y las decisiones del pasado, nos llegan de distintos modos y son nacidas en diferentes contextos. Las experiencias traumáticas tienen ecos que permean en el porvenir de cada sujeto, Naymark (s.f) dice: “hacen que las marcas de lo vivido estén presentes, actúen expresadas o silenciadas y vuelvan en diferentes formas y multipliquen sus efectos”. 

La identidad se puede definir por elementos objetivos como la lengua, historia, religión, costumbres, instituciones y por la autoidentificación subjetiva de la gente. Todo sujeto se determina por su pertenencia a un “orden simbólico” y las personas tienen distintos planos de identidad (Huntington, 1997, citado por Montevechio, 2002). El niño nacido en un determinado nexo familiar, puede ser el depositario de todo lo negativo. Las emociones transmitidas de generación en generación en función de los mitos familiares, donde también son partícipes las fantasías impregnadas de deseos y temores. Montevechio (2002) menciona:  

Esto sucede cuando los padres no han procesado los mitos familiares y personales que persisten encapsulados y escindidos del yo consciente. Los sentimientos explícitos e implícitos de aceptación y amor, así como los de rechazo y de odio, recibidos a temprana edad a través de los vínculos primarios constituyen el modelo que se repiten de acuerdo a las condiciones del contexto. (p.5 y 6) 

De acuerdo a Milroy (2005, citado por Salvador, 2019) el efecto transgeneracional del trauma puede ocurrir a través de distintos mecanismos que incluyen el impacto de las relaciones de apego con las figuras primarias y el funcionamiento familiar, la asociación con la enfermedad física o psicológica de los padres, la desconexión o alienación de la familia extensa, la cultura y la sociedad. Sin embargo, estos efectos pueden ser aún más fuertes al estar expuestos a duelos múltiples y otro tipo de pérdidas. Como ocurrió con aquellos que tuvieron que separarse de sus familias y amigos, y dejar sus casas sin saber que iba a pasar con ellos;  teniendo certeza únicamente de ese momento.  

Al crecer, con un padre, una madre o ambos, habiendo estado expuestos a este tipo de experiencias, los hijos pueden ser testigos del efecto continuo que tiene ese trauma original en aquel miembro que sufrió dichas condiciones. A pesar de no conocer con exactitud lo que vivieron, lo pueden percibir en diferentes momentos, a la hora de sentarse en una mesa a comer, al surgir algún tema de conversación en específico, al mirar un programa o al llegar una fecha en el año. Y es donde resulta muy claro, que incluso allí donde los niños están “protegidos” de las historias traumáticas de sus ancestros, los efectos de los traumas pasados todavía impactan en ellos en distintas maneras.  

Una forma de elaborar aquello vivido, es poder ponerlo en palabras, pero ¿qué sucede cuando hay una imposibilidad de representar ese horror experienciado? ¿qué sucede cuando no hay palabras que dignifiquen lo atestiguado? Se considera, que las siguientes generaciones se vuelven receptoras y transmisoras de la experiencia vivida por sus padres y abuelos. Sin embargo, cada sujeto atraviesa una situación traumática de un modo completamente propio, y esto tiene que ver con una serie de vivencias a lo largo de su existencia. Diana Naymark (s.f) agrega que un hijo o nieto de sobrevivientes del holocausto no transita la experiencia del mismo modo que un hermano en una misma familia.  

En el psicoanálisis, la palabra, lo simbólico, es lo que permite que trabajemos con lo que el paciente elabora, pero el trabajo analítico llega a un punto de indecibilidad cuando nos topamos con lo “innombrable”; cuando no hay palabras o éstas nada dicen.  

Retomando la cita con la que inicié este escrito, se puede vislumbrar una lección en el testimonio de los sobrevivientes, donde se entiende que para vivir, también es necesario algún grado de silencio. El autor, Jorge Semprún, sobreviviente del campo de concentración de Buchenwald, lo expuso con claridad desde el título mismo de una de sus obras: «La escritura o la vida», donde podemos decir que hay una cuota de olvido imprescindible para la vida. Sin embargo, ese silencio conlleva un peso para aquella descendencia, la posible búsqueda incesante de ese saber no sabido y a lo que se podrían exponer si logran ponerse en contacto con lo que están buscando.  

Se ha identificado, que muchos buscan apalabrar lo innombrable, logrando digerir todo eso que vivieron para poder representarlo y expresarlo, pero en otros casos, también nos podemos topar con testimonios mudos. Incluso, a través de una vía artística, muchos buscan simbolizar lo que no logran expresar con palabras. Pero sin lugar a dudas, hay un lugar, el del silencio, que parece necesario ser preservado. Y es muy curioso, ya que a mi parecer, siempre hay algo que queda no dicho, secretos guardados, ciertos momentos que no se comparten, y al final, nos topamos con un habla que guarda más afinidad con el silencio que con la multiplicación de palabras.  

Como mencioné anteriormente, tiempo después de la Segunda Guerra Mundial, la actitud frente a lo sucedido en el Holocausto fue el no hablar, así como no había oídos dispuestos a escuchar. Diana Wang, escritora e hija de sobrevivientes, menciona que se debe de considerar que a la lucha interna entre silenciar y expresar de quien habla de lo vivido y padecido, se suma el impacto emocional del otro frente al relato que puede sobrepasar los umbrales de la tolerancia. Y a pesar de que con el tiempo y después de los juicios de Núremberg, el mundo se mostrara con mayor apertura e interés genuino por escuchar e intentar entender lo que millones de personas vivieron y solo una pequeña parte de ellos pudieron perdurar para contar, la mayoría de los sobrevivientes comparten una condición de silencio.  

Dominique Frischer, una psicóloga y socióloga francesa, plantea un término, que a pesar de no ser psicoanalítico, ilumina esta paradoja del silencio. Ella llama “silencio estructurante”  a un tipo de silencio que se presenta posterior a traumas colectivos. Menciona que este silencio, el no hablar lo vivido, el intentar olvidarlo, es lo que ha permitido la continuación de la vida (Wang, 2008). 

Con este nuevo concepto, el silencio, cobra un nuevo significado, ya que a raíz de este concepto, Diana Wang (2008), postula que hay distintos tipos de silencios y que un silencio posterior a un trauma colectivo, no es lo mismo que un silencio posterior a un trauma individual; a pesar de que en el caso del Holocausto, se vive tanto un trauma individual, como uno colectivo. El silencio colectivo, se llegó a considerar como una conducta patológica que implica la negación, la represión y el ocultamiento. Pero ahora, se encuentra una diferencia relativa en el silencio mantenido de sobrevivientes de distintos genocidios a lo largo de la historia, incluyendo el silencio después del Holocausto. Wang afirma (2008): 

Cuando el sobreviviente siente que el pasado ha quedado atrás, cuando los pasos dados a posteriori lo tranquilizan porque todo ha seguido bien es cuando, paradójicamente, puede ponerse en contacto con lo vivido, mirar hacia atrás y comenzar a hablar. Callar le ha permitido vivir. 

No obstante, hoy en día tenemos claridad de que existen diferentes maneras en la transmisión de aquello callado. Otras formas de legar experiencias pasadas inhibidas, silenciadas o guardadas como secretos. Para algunos descendientes, los silencios de sus historias familiares se convierten en la necesidad de una búsqueda activa por intentar entender, por llenar de sentido ese vacío incomprensible; pero para otros no. Lo cual me remite a lo que mencioné en un inicio acerca de la familia Gilbert. Donde la memoria familiar se convirtió en un capital de relatos y recuerdos que actualizan en significaciones tanto para quien lo transmite, como para quien lo recibe.  

Pero por otro lado, tenemos a aquellos que han hablado enseguida de haber vivido ese trauma, donde se genera una perpetua victimización y a través de ello, cubren a su descendencia de resentimiento, y las relaciones intrafamiliares se pueden ver permeadas de culpa, ira e irritación. Hablar pronto, desde la definición de ser víctimas y buscar ese reconocimiento que los oídos de los receptores no estaban listos para dar puede tener el resultado contrario: “El hablar acerca de ello no sólo no produjo alivio ni posibilidad de operar con el trauma ni resignificación alguna como pasa con el sobreviviente de un ataque individual, sino que los hundió más en la victimización.” (Wang, 2008).   

Freud, en su escrito de “La novela familiar de los neuróticos” (1909), plantea que conforme el niño va avanzando en su desarrollo, éste:  

No puede dejar de ir tomando noticia, poco a poco, de las categorías a que sus padres pertenecen. Conoce a otros padres, los compara con los propios, lo cual le confiere un derecho a dudar del carácter único y sin parangón a ellos atribuido. (p.217) 

 Sin embargo, más allá de buscar sustituir a sus padres por otros, es en realidad una alusión a los núcleos que lo ligan a sus figuras primarias en los deseos de la infancia, buscando regresar a aquellos padres de esa edad, donde sobre ellos se construyen versiones y verdades narrativas. “Las historias familiares, los secretos, los silencios pactados o vivencias límite que dejaron sin palabras, son experiencias humanas de memorias fragmentadas, tal como se evidencia en los sobrevivientes” (Naymark, s.f). Por lo que estas siguientes generaciones, pueden identificarse e introyectar esta dinámica, donde cuidarse puede ser callar o puede ser hablar y compartir.  De igual manera, la transmisión está presente de manera reconocida o ausente.  

“Lo esencial es invisible a los ojos”, una parte es rotundamente oculta, estando a veces incluso contrainvestida por un manto de represión y silencio. Pero de acuerdo a Sánchez (2015), lo exhibido que deja una huella en la identidad, lo denegado como vergüenza, lo sobresignificado, o incluso lo traumático reprimido termina por renacer ya sea a través de recuerdos y representaciones palabra o por medio de actos que terminan por conformar la encarnación de lo secreto. Freud (1914) mencionó: “no lo reproduce como recuerdo, sino como acto; lo repite sin saber, naturalmente lo repite… sus inhibiciones, sus tendencias inutilizables y sus rasgos de carácter patológico” (Freud, 1914, citado por Sánchez, 2015). 

Con intención de profundizar en esto, introduzco un término designado por Haydee Faimberg (1985, 1988) que se le conoce como: ‘El telescopaje de generaciones’. Éste se centra en el valor de lo no hablado en la constitución del yo. “El telescopaje de generaciones implica un tiempo circular y repetitivo, en tanto que la diferencia de generaciones está ligada al paso del tiempo” (Faimberg, 1985 citado por Sánchez, 2015). Con telescopaje, me refiero a la inclusión de unos objetos en otros.  

Lo silenciado genera un “vacío psíquico” que no puede ser elaborado y termina invadiendo el espacio mental con un “objeto interno” que no se ausenta jamás, pero que está indeleblemente presente. Cuanto más traumáticos y desconocidos sean esos significantes familiares, más patológicos e intrusivos serán dichos vacíos, pasando a ser “presencias excesivas”, “agujeros demasiado llenos”, catalizadores de un sinfín de identificaciones de generaciones precedentes. (Sánchez, 2015, p.3) 

Los duelos ancestrales no elaborados sobre lo innombrable e impensable generan que al no narrarse, no pueden ser elaborados y por ende, transformados. “El sujeto queda dividido entre la doble necesidad de ser para sí mismo su propio fin y ser el eslabón de una cadena generacional a la que está sujeto sin la participación de su voluntad” (Nussbaum, 2009, citado por Sánchez, 2015). Estos duelos no elaborados, operan a modo de un fantasma del que no es posible zafarse y al que no es posible enterrar, evitando lograr una verdadera sepultura psíquica en sus descendientes, pero que flotan en las atmósferas familiares durante varias generaciones, como innombrado (Sánchez, 2015). Los secretos o duelos que se interceptan en la primera generación, son arrastrados de forma inconsciente en las siguientes. Lo único ‘real’ es aquello de lo que no se puede hablar y los descendientes deben hacer una elaboración extra de duelos y secretos que no les corresponden. Estos encubrimientos tienen consecuencias sobre el psiquismo. “Lo indecible en primera generación se transforma en innombrable en la segunda y en impensable en la tercera” (Werba, 2002, citado por Sánchez, 2015).  

No podemos evitar pensar en esta paradoja donde en un inicio se plantea que ese “silencio estructurante” es lo que permite la continuación de la vida, mas no reduce las consecuencias que ese mutismo tiene en las siguientes generaciones.  

Antes de concluir con este escrito, Diana Naymark (s.f), tuvo oportunidad de entrevistar a hijos y nietos de sobrevivientes del Holocausto, ella identifica que en ocasiones las versiones de las historias permanecen intocables, existiendo pactos inconcientes sobre lo que se puede compartir o preguntar y lo que no, donde sentimientos de culpa y de protección hacia los mayores que han permanecido en silencio, suelen agudizar esto mismo. De manera anónima, comparto algunas citas recopiladas por la autora sobre algunas expresiones de estas segundas generaciones: 

“Éramos diferentes… me sentía diferente… no éramos una familia tipo…” 

“Nunca supe lo que vivió de boca de mi madre…En casa no se conversaba…algo estaba oculto; algo se tapaba…” 

“Había algo que no me permitía conocer a la familia…Cuando estaba solo buscaba fotos que me dieran algún indicio…yo sabía que había algo raro…algo faltaba…” 

“Tal vez esperaban que yo preguntara, que mostrara interés. Y no. No me interesaba. No quería saber…” 

“De eso no se hablaba…con los chicos no se hablaba de ese tema…eso no es para los chicos…” y no me perdono no haber hablado más con mi padre; lo lamento, porque tengo una parte de mi historia sin conocer…” 

“Hay muchas cosas que no sé, nombres de tíos, nombres de mis abuelos; incluso no estoy seguro de lo que no sé…” 

“Con papá, recibí la firme instrucción de no preguntar más…” 

“Me parece que a mí, siempre, me va a acompañar la duda de cómo fueron las cosas…” 

“Hasta hace un tiempo, me resistía a leer sobre la Shoá. No sé. Tal vez mientras vivía mi mamá, no le podía quitar el protagonismo; la sobreviviente era ella, no yo…” 

Naymark (s.f), se dio cuenta que a diferencia de la primera generación de los sobrevivientes del holocausto, la segunda generación, es decir, los nietos, indagaban más, y algunas menciones fueron: 

“Hay que volver siempre sobre el tema para que no se pierda; hay que seguir la cadena” 

“La gente tiene que conocer lo que pasó” 

“Yo aprendí muchas cosas con lo que me contaba mi abuela” 

“Yo tengo una relación muy fluida con mi abuela y es recíproca; ella me cuenta y yo le pregunto…” 

Después de estas entrevistas, Naymark (s.f) quedó con muchas cuestionantes, pero ella concluyó que en toda transmisión de lo acontecido hay repetición, pero esta repetición no es la reproducción de lo mismo o de lo idéntico. Ella observó que el testimonio indirecto de las siguientes generaciones, recreó un nuevo espacio entre quien relata y quien escucha: “una forma de vincular el testimonio a la construcción de la memoria; a resignificar la experiencia…” (Naymark, s.f). Aún con esos vacíos, con esas incógnitas nunca resueltas o preguntas no formuladas, existe ese “algo” que logra ser pasado a las siguientes generaciones.  

Y es de esta manera, con la que me gustaría concluir este escrito, retomando estos cuestionamientos y aperturando unos nuevos. Nos quedamos parados en la ligera línea que divide el hablar y callar, el silencio y la palabra. Y me pongo a pensar, retomando lo que planteó Freud en “La novela familiar de los neuróticos” (1909), será que si la segunda generación, enfrenta o acepta eso traumático que vivieron sus figuras primarias, es una forma de destruirlas o derrotarlas, perdiendo ese poder y fuerza que tenían en la infancia, y el no saberlo y no querer saberlo, es una forma de preservarlas, evitando lidiar con la humillación de su objeto amado y no con el evento traumático per se.  

Ante un trauma colectivo como el Holocausto, el optar por no hablarlo, puede ser visto como algo libidinal, que busca congelar al sujeto en el aquí y ahora, preservando su vida y una manera de estructurarlo para evitar una regresión. Pero el impacto que ese silencio puede tener en su descendencia es también algo que no se puede evitar, constituyendo un vacío no metabolizado. Esa huella permea en la historia de la familia y se vuelve parte de la identidad de ese descendiente. Ahora más que nunca, la frase de: “no olvidar para no repetir” se pone en tela de juicio. Y me parece que no hay mayor claridad en este dilema, que lo que plantea Sam Gerson (2016): 

La motivación consciente de «nunca olvidar» de los descendientes es un nexo hipermediado que contiene múltiples dinámicas, incluyendo el trauma histórico de las personas olvidadas y abandonadas en el genocidio, el trauma individual de personas que sufrieron por no haber sido nunca capaces de olvidar su tortura y la experiencia de los descendientes con respecto a un vacío amenazador que debe ser llenado con recuerdos. (p.53) 

En esta ocasión, decidí hablar en relación al Holocausto, sin embargo, todo lo mencionado previamente también se podría relacionar con otro tipo de traumas transgeneracionales que han vivido y siguen viviendo, diferentes grupos de personas a lo largo de la historia. Por lo mismo, es un tema importante a seguir hablando, a seguir explorando, pero sobre todo, a seguir cuestionando. 

Bibliografía

  • Freud, S. (1909). La novela familiar de los neuróticos. Obras completas Sigmund Freud Volumen 9  (p.213 – 222). Buenos Aires, Argentina: Amorrortu Editores S.A. 
  • Gerson, S. (2016). El legado intergeneracional del genocidio. Revista uruguaya de Psicoanálisis.  
  • Gilbert, A. (2007). El último sobreviviente. Ciudad de México, México: Ediciones del Ermitaño. 
  • Montevechio, B. (2002). Psicoanálisis y contextos culturales. Fepal – XXIV Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis – Montevideo, Uruguay.  
  • Naymark, D. (s.f). “Trauma, Memoria y Silencios”: Lazos familiares y transmisión. Recuperado de: https://www.yadvashem.org/es/education/educationalmaterials/articles/trauma-memory.html 
  • Salvador, M. C. (2019) La transmisión transgeneracional del trauma en la familia y la cultura.