En nuestra cultura generalmente se hace referencia a la sexualidad masculina como símbolo de virilidad y, por tanto, de poder. La masculinidad se relaciona con la competencia, el control, el pensamiento lógico y racional, donde el éxito en el trabajo y la profesión son los principales indicadores de la misma. Luego entonces, la autoestima del varón está basada en los logros obtenidos en la vida laboral y económica Los sentimientos, las emociones, la sensualidad, la ternura, cualquier afecto que haga parecer al hombre como vulnerable son considerados femeninos y deben evitarse (Montesinos, 2002).
Autor: Diana Esther Medina Niembro
“Me suscribo a la filosofía europea
Mis prioridades se inclinan hacia el vino, las mujeres y
-bueno, de hecho eso es todo- vino y mujeres.
Aunque mujeres y mujeres siempre es una opción divertida”.
Alfie Elkins
En los últimos años ha llamado mi atención la cantidad de e-mails que circulan por Internet marcando la diferencia entre hombres y mujeres, uno especialmente con una lista interminable de cualidades que un hombre necesita tener para complacer a una mujer y, por otro lado lo que una mujer necesita para complacer a un hombre, una lista de sólo tres puntos: sexo, comida y sexo. A lo largo de mi práctica clínica me he encontrado con varones de diversas edades que acuden a tratamiento por problemas para el establecimiento de relaciones de pareja satisfactorias. Ha llamado mi atención una parte de su discurso que dedican a describir los atributos físicos de una mujer –su rostro, sus senos, sus piernas y por sobre todas las cosas, sus glúteos, aunque dicho sea de paso ninguna de estas son las palabras que utilizan mis pacientes-. Sin embargo, en otros momentos de su relato, la contratransferencia que me despiertan estos hombres es de un inmenso deseo de apapacharlos porque se encuentran solos, sin pareja, sin amigos, y francamente necesitados de afecto. En alguna ocasión me tocó escuchar el relato de una paciente que en un viaje al extranjero fue abordada en el bar del hotel por un hombre de cerca de 40 años, a quien describió como atractivo, inteligente, caballeroso que dedicó dos noches seguidas a seducirla y cuando finalmente ella accedió a acompañarlo a su habitación, él dijo: “let’s go up to cuddle”. ¡¡¿Cuddle?!! Cuddle es una palabra inglesa que quiere decir abrazar; de hecho el ejemplo que utiliza el diccionario de la Universidad de Oxford (1994) para explicar su significado es el siguiente: “he fell asleep cuddling his teddy –es decir- se durmió abrazado a su osito” (p. 1013) Cuál fue la sorpresa de mi paciente, quien esperaba tener una apasionante aventura sexual, cuando después de un breve intercambio de besos y caricias, el hombre se quedó plácidamente dormido en sus brazos. Todo esto me ha llevado a pensar que este persistente despliegue del deseo sexual masculino es sólo una forma defensiva de cubrir su necesidad de sentirse amados, de tener una relación de cercanía afectiva con una mujer. Aunque me da la impresión de que para algunos varones, aquello que más desean también es lo que más temen: la cercanía los aterroriza, pareciera que los coloca en una posición de vulnerabilidad que inconscientemente representa una amenaza a su integridad psíquica. En palabras de David Gilmore (citado por Burín, 2000) “la rudeza e insensibilidad características del machismo constituyen una protección para no dejar ver al niño tembloroso que albergan en su interior” (p. 83). Parte del proceso de construcción de la identidad, ya sea masculina o femenina, es la diferenciación del objeto materno. Esto es, la subjetividad se construye sobre aquello que nos aleja y nos distingue de mamá. Siendo la madre el primer objeto de amor, los varones deberán cambiar no de objeto, pero sí de modelo de identificación: es decir, la imagen sobre la cual construyen su ser. Así pues, la subjetividad masculina está basada en la diferenciación y el alejamiento de lo femenino; se construye en oposición a la madre, a su feminidad y a su propia condición de bebé pasivo. De acuerdo con Burín (2000) un hombre basa su masculinidad en tres pilares: que no es mujer, que no es bebé y que no es homosexual. Desde una perspectiva funcionalista, “se puede decir que la masculinidad es la forma aprobada de ser varón en una sociedad determinada. Luego entonces, el ideal masculino no es puramente psicogenético, sino que constituye un ideal impuesto culturalmente, al cual los hombres deben adecuarse concuerden o no psicológicamente con él” (Gilmore, citado por Burín, 2000). Luego entonces, destaca Gilmore, los hombres también sufren el tener que adecuarse al ideal viril. En 2004 el cine norteamericano nos deleitó nuevamente con la actuación de Jude Law en el remake de una película estrenada originalmente en 1966, protagonizada entonces por Michael Caine, llamada “Alfie, el irresistible seductor”. En esta película se nos muestra a un hombre representante, desde mi perspectiva, del ideal de la sexualidad masculina aún vigente en nuestra sociedad, ideal descrito elocuentemente con las siguientes palabras del personaje: “Yo me suscribo a la filosofía europea, mis prioridades se inclinan hacia el vino, las mujeres y -bueno, de hecho eso es todo- vino y mujeres. Aunque mujeres y mujeres siempre es una opción divertida” (la traducción es mía). El ideal de la sexualidad masculina aquí representado viene acompañado por la pretensión de saber todo sobre el sexo y por la obligación de tomar la iniciativa, lo cual implica sufrimiento y angustia, en la medida en que el ejercicio de la sexualidad masculina, junto con la represión de la afectividad, está asociado al dominio y a su desempeño (performance) en la cama (Meler, 2000). Siedler (1997, citado por Meler 2000) considera que la vida de los varones se ha empobrecido debido al imperativo de desconectarse de su cuerpo y de sus afectos. Alfie es un voluntarioso playboy que se niega a conformarse con la compañía de una sola mujer. Un hombre atractivo, con estilo, seguro y desenvuelto, Alfie tiene a su disposición todo el abanico de mujeres que le ofrece la ciudad de Nueva York. Sin embargo, cuando la relación con una mujer da tintes de volverse cercana, Alfie hace acto de desaparición. Aunque conserva una relación con Julie, una madre soltera que describe como su semi, cuasi, medio novia a quien solamente busca cuando siente deseos de ser apapachado. En el transcurso de la película Alfie tiene relaciones sexuales con la novia de su mejor amigo, Julie lo abandona, tiene problemas de disfunción eréctil –lo cual lo hace quedar muy mal con sus conquistas-, para finalmente encontrarse solo antes de la noche más terrible del año: Navidad. Época que en palabras del personaje “siempre trae consigo aquellos familiares sentimientos festivos: desesperación, angustia, desesperanza” (la traducción es mía). Su filosofía consiste en tener siempre una relación que lo acompañe durante las fiestas de fin de año. Afortunadamente para él conoce a Nikki, un paquete irresistible. Cosa extraña, invita a Nikki a vivir en su departamento hasta que llega el momento “oh oh”, el momento en el que se da cuenta que esta mujer de formas exquisitas es como la escultura de Afrodita, hermosa, pero dañada de una manera que no se nota hasta que uno se acerca demasiado. Finalmente, Alfie se relaciona con una mujer más grande que él, interpretada por Susan Sarandon, quien después de un rato de diversión lo cambia por un hombre aún más joven. “Un hombre más joven –dice Alfie- no lo vi venir. Quién hubiera pensado que el golpe vendría de aquella mujer con la que me decidí a bajar la guardia” (la traducción es mía). Alfie me parece un personaje representativo del tipo de hombre que me interesa describir en este trabajo, el hombre que, desde mi punto de vista esconde, recubre o incluso confunde su necesidad de afecto con su deseo sexual. Como él mismo dice hacia el final de la película cuando se ha quedado solo: “Como se habrán dado cuenta soy muy hábil para esconder mis sentimientos. El asunto con los sentimientos es que tienen esta silenciosa manera de presentarse repentinamente cuando menos los esperas” (la traducción es mía). Recientemente recibí a un hombre, adulto joven, quien acudió a consulta sumamente angustiado porque su ex novia se iba a someter a una cirugía menor; a continuación, quebrada la voz en espasmódico llanto, explicó que su madre había muerto, cuando él era pequeño, a consecuencia de una cirugía estética menor y que su último recuerdo de ella era cuando se despidió de él antes de dirigirse al hospital. Luego de una pausa para tranquilizarse, me dijo que se había dado cuenta de que todas las novias que había tenido, incluyendo la actual por supuesto, tenían un nom
bre que empezaba con M –claro, pensé yo, con M de mamá-. Después de estas tres asociaciones seguidas como motivo de consulta, terminó diciéndome que no entendía por qué estaba tan angustiado. De acuerdo con Andrés Gaitán (2006), la madre es objeto de dos tipos de vínculo: uno primario, en tanto es el primer objeto de amor, fuente de bienestar, alimento y vida. Este vínculo es pregenital, asexuado y está orientado predominantemente a la superviviencia. El segundo vínculo es edípico genital, diferenciado por género y está orientado predominantemente hacía la procreación. Así pues, “las necesidades instintivas satisfechas por el primer vínculo con la madre son diferentes a las necesidades relacionadas con la constelación edípica, estamos hablando de dos objetos diferentes, aunque aparezcan asociados al mismo sujeto real”. La madre, aunque yo más bien diría, la mujer. Desde la perspectiva del psicoanálisis kleiniano, el infante participa activamente en la construcción del mundo interno que va a desarrollar y que dará forma al núcleo de su vida psíquica, en tanto los instintos –de vida y de muerte, la sexualidad y la agresión- se expresan siempre en las fantasías que se elaboran respecto de los objetos primarios. Estas fantasías estructuran el mundo interno del sujeto así como la construcción subjetiva que hace de la realidad, es decir, sobre la percepción que tiene del mundo que lo rodea y sobre su relación con ese mundo. Se puede decir entonces que el desarrollo ulterior del niño depende del destino de su relación con la representación interna que se forme de su madre en tanto figura deseada, envidiada y extremadamente poderosa (Temperley, 2000). “A juicio de Klein, el niño ve a la madre como una cornucopia, como la fuente de lo más deseable, confortador, interesante y provocativo…” (idem, p172). Sin embargo el niño necesita retraer las proyecciones que originalmente producen una percepción escindida de la madre, vista por un lado como figura ideal y por el otro como malvada y persecutoria (Temperley, 2000) para poder integrar una representación de objeto predominantemente bueno y susceptible de ser reparado. Esta es una dinámica que subsiste a lo largo de la vida, mientras el niño va creciendo y enfrenta la exigencia social de separase de la madre, que si bien es necesaria para la construcción de la identidad, le implica la negación de su necesidad de dependencia y afecto, y el abandono de la fantasía de control psíquico omnipotente sobre la pareja parental. Así pues, el niño debe aceptar su posición en una situación triangular donde queda al margen de la relación entre sus padres, con reconocimiento de la diferencia sexual y generacional. ¿Cómo se manifiesta esta dinámica en la relación de pareja? La constitución de la pareja es un proceso complejo, con fracasos y extravíos, donde el reconocimiento de la diferencia sexual y la renuncia a la omnipotenia infantil implican el establecimiento de una falta que en la vida adulta se pretende colmar con el amor de pareja. La relación entre un hombre y una mujer es un espacio donde se entrecruzan el amor y el deseo, un espacio cuyo principal desafío es encontrar un equilibro entre la libido narcisista y la libido objetal (edípica). La patología surge entonces cuando se ama sin deseo o se desea sin amar (Milmaniene, 1998) como es el caso de Alfie Elkins. Sin embargo, la fusión que procura el amor es muy sensible a cualquier catástrofe ya que la presencia de la más mínima fisura delata que uno no se recubre totalmente en y con el otro, en la medida en que algo escapa a mi apropiación identificatoria. Por eso cuando la más mínima actitud del otro, dígase la mujer, revela su libertad, el varón se siente perdido para siempre… ello sume al sujeto en la desesperación porque le recuerda que el abandono de la madre es factible y que siempre persiste la amenaza de la temida separación –tercero mediante (Milmaniene, 1998). La constitución de la pareja implica el establecimiento de un vínculo que reconozca la libertad del sujeto y que a la vez respete al otro en su irreductible diferencia. Una relación que no implique sumisión ni sometimiento y que permita desplegar los roles sexuales en su oposición diferencial, así como abrir el camino para la asunción de las funciones parentales (Milmaniene, 1998). “La reivindicación del deseo personal más allá del cumplimiento con el imperativo viril es una consigna que unifica a los defensores de la nueva masculinidad” (Meler 2000, p165). Una masculinidad donde puedan asumirse como seres humanos integrales a través del reconocimiento de sus vivencias, emociones, experiencias… sin arrogancia, sin colocarse por encima de los demás, de manera que puedan explorar sus capacidades afectivas, prestando mayor atención a su mundo interno, para encontrar aquello que los haga sentir bien con ellos mismos, sin necesidad de devaluar y agredir a los demás -particularmente a las mujeres- y que al mismo tiempo les permita valorarse y mostrar sus afectos sin temor, para que desde su ser hombres puedan establecer vínculos afectivos más fuertes y más cercanos (Briseño, 2006). No obstante, ello implica asumir responsabilidad sobre las fantasías, sentimientos, pensamientos que caracterizan a cada sujeto en su singular patología narcisista, ya que sólo sobre la base de un proceso de diferenciación lo suficientemente consolidado podrá el varón reconocer su necesidad de dependencia y de afecto, sin sentirse amenazado por la cercanía con el objeto. En otras palabras, el hombre adulto tiene que enfrentar y elaborar los temores infantiles que le despierta la relación de dependencia temprana con el objeto materno, entre los cuales yo destacaría tres: uno, el temor al reengolfamiento y la fusión (angustia de muerte); dos, la culpa por separarse y abandonar a la madre y; tres, el enojo porque al final la madre no lo necesita, puede vivir sin él. Ahora bien, independientemente de las características de la madre real que favorezcan o no el proceso de separación-individuación, el hombre adulto tendrá oportunidad de establecer relaciones de pareja más satisfactorias en la medida en que haya elaborado la relación con su imago materna, entendiendo que la madre real y la representación interna de la misma son distintas. Esto lo deja con la responsabilidad de que dicha representación es solamente suya y, por ende, las emociones, pensamientos y sentimientos contradictorios a veces, en relación con sus imagos internalizadas también son solamente suyos. Este reconocimiento le permitirá construir una subjetividad basada en su experiencia personal, tomando en cuenta el hecho de que ya no es mas un bebé, y que por lo tanto tiene la capacidad de cuidar de sí mismo, de tener sentimientos y pensamientos propios que lo distinguen no sólo de los padres, sino de otros varones. Así pues, podrá aproximarse a la relación con una mujer, con el conocimiento y la confianza en sí mismo necesarios para vincularse en una circunstancia de igualdad, reciprocidad y de respeto a sus diferencias, sin necesidad de que la mujer le demuestre o le confirme constantemente que lo quiere o lo necesita. Este breve ensayo sobre la subjetividad masculina solamente destaca el manejo que de los afectos realiza el varón en la construcción de su identidad, sobre todo en relación con sus objetos internalizados. Uno de los motivos que me llevó a escribir este ensayo era tratar de entender cómo es que seres tan adorables cuando niños –tan libres para demostrar sus afectos- crecen para convertirse en adultos indiferentes, egoístas y en ocasiones en verdaderos patanes. Claro, aquí cabría recordar un capítulo de la serie norteamericana Sienfield, donde en el monólogo final Jerry Sienfield hace referencia a estos hombres con las siguientes palabras: “es que los hombres no sabemos expresar nuestras emociones y entonces cuando vamos por la calle y vemos a una mujer que nos atrae, lo primero que se nos ocurre es tocar la bocina del coche y gritarle alguna estupidez como: “mamac
ita”. Y las mujeres se ofenden y tienen razón porque realmente somos muy groseros, pero por favor entiendan que a nosotros no nos enseñaron a expresar nuestras emociones y no sabemos cómo se hace eso… (la traducción es mía). Finalmente, he de señalar que hay otros aspectos relacionados con el psiquismo, la sexualidad, el poder y la cultura que de modo colectivo contribuyen a la construcción del ideal masculino. Para una comprensión más completa sobre el tema me permito recomendar el libro que sobre género y subjetividad masculina han escrito Mabel Burín e Irene Meler (2000) intitulado “Varones”. Así mismo, están “Las rutas de la masculinidad” y “Perfiles de la masculinidad”, de Rafael Montesinos que presenta los desafíos actuales de la construcción social de la identidad masculina desde la perspectiva de las ciencias sociales en nuestro país. Este es sólo un breve ensayo sobre aquellos hombres que, desde mi punto de vista, le tienen miedo a la mujer que no les tiene miedo, que quizá no los necesita, pero que quiere compartir y disfrutar con ellos su experiencia de vida.
Bibliografía
-
Briseño, A (2006). Psicoanálisis, género y sexualidad. En Intimidad, Erotismo y Amor, ETM, México, D.F.
-
Burin. M. y Meler, I. (2000). Varones. Género y subjetividad masculina. Paidós, Buenos Aires.
-
Gaitán, A. (2006). Cuando intimar intimida. En Erotismo, Intimidad y Amor, ETM, México, D.F.
-
Montesinos, R. (2002). Las rutas de la masculinidad. Gedisa, Barcelona.
-
Milmaniene, J. E. (2000). Extrañas parejas. Psicopatología de la vida erótica. Paidós, Buenos Aires.
-
Temperley, J. (2000). Las ideas de Klein sobre la sexualidad, con particular referencia a la sexualidad femenina. En Los diálogos sobre Klein-Lacan. Paidós, México, D.F. págs. 167-176.
-
The Oxford Spanish Dictionary (1994). Oxford University Press.
-
Alfie (2004). Largometraje de Shyer, C. Paramount Pictures.