Por Alejandra Sánchez

Como analistas solemos enfrentarnos a diversos retos en el consultorio. Cada paciente es un mundo y en cada mundo hay condiciones particulares que nos motivan a pensar en cuál es el manejo técnico más adecuado para poder trabajar con la singularidad que cada paciente presenta. En este texto pretendo plantear la complejidad de trabajar con pacientes que padecen enfermedades terminales. Esta esta condición particular ha llevado a muchos analistas a profundizar más en los procesos psicodinámicos, así como en los manejos técnicos, que se ponen en juego durante el análisis de este tipo de pacientes. En primer lugar, el analista que acompaña a un sujeto en este momento tan doloroso debe comprender que la dupla analítica está frente a la muerte, es decir, frente a un evento que no siempre tiene representación mental. Según dice Wittgenstein, citado en Rossi (Rossi, 2006, p. 19). La muerte no es un acontecimiento de la vida, no se puede vivir la muerte.

Reflexionando en las palabras de Wittgenstein, pienso que el paciente terminal se encuentra situado frente a algo del orden de lo ominoso y es debido a esto que la angustia se incrementa de manera notable. De M’Uzan (1976), sostiene que el paciente que está próximo a la muerte presenta una especie de apetencia relacional que lo ligue al mundo de los vivos: es aquí en donde la figura del analista cobra importancia. Para dicho autor, este será el objeto de anclaje. Es decir, ese objeto del cual se sostendrá el paciente para poder realizar todas las elaboraciones que su condición le impone.

Sin embargo, considero imprescindible reflexionar más sobre la condición en la que llega el paciente terminal. El paciente llega vivo, no muerto. Por lo tanto, antes de elaborar la propia muerte, el paciente tendrá que lidiar con la pérdida paulatina de la vida a consecuencia de su enfermedad, pues es justamente en el marco de esta vida en donde el paciente experimentará diversos sucesos psíquicos y sufrirá las secuelas físicas del padecimiento. De M’Uzan, interesado en observar los movimientos libidinales de los pacientes terminales identifica que: “los dos rasgos esenciales que caracterizan la proximidad de la muerte” son: “la expansión libidinal y la apetencia relacional”. (De M’Uzan, 1976, p.7) Así mismo, remarca que hay una exaltación de la vida en el paciente.

Tomando en cuenta lo anterior, considero que el analista tiene el deber de ayudar al paciente a confiar en que, mientras haya vida, habrá posibilidades de cambio y crecimiento, aunque sin dejar de lado el juicio de realidad o fomentar actuaciones maníacas. En palabras de De M’Uzan, citado en Negro (Negro, 2010): La vocación primera del psicoanálisis es permitirles vivir más que ayudarlos a morir. En mi opinión, para que el analista pueda llevar esta labor acabo debe preguntarse si será capaz de elaborar su propio temor ante la muerte. En palabras de Negro: “El analista afectado por la anticipación de su propia agonía, en la visión actual del sujeto a atender, deja al paciente en una situación de mero moribundo, de pronto a morir, por desplazamiento imaginario de “ya muerto””. (Negro, 2010).

Esta anticipación ante la muerte del paciente no es algo exclusivo del analista. De hecho, es una situación que se experimenta de forma usual entre los seres queridos de los pacientes. Invadidos por la angustia, se anticipan al dolor que la separación traerá al seno familiar. Es común que las personas cercanas al paciente comiencen a tratarlo con cautela, creando una atmósfera en donde se le da un lugar de fragilidad. El analista, por supuesto, no queda exento de cometer una actuación de este tipo frente al paciente terminal. Tal vez, debido a la situación física del paciente, el analista llegue a percibirlo como alguien débil y la consecuencia sea volverse sobreprotector o extremadamente cauteloso con las intervenciones que hace. Considero que en los pacientes terminales es imprescindible estar al tanto de dichas respuestas contratransferenciales. Curiosamente, he notado que tanto en mi experiencia como en casos de otros analistas que atienden este tipo de población, es posible advertir que, a diferencia del analista, el paciente terminal se presenta tenaz, con un deseo de trabajar y ahondar en las problemáticas emocionales que pasa, más allá de las que puedan estar relacionadas con su enfermedad. Es como si el agotamiento provocado por su enfermedad estuviera sólo inscrito en el cuerpo, mientras que su mente muestra una resistencia a la enfermedad y una vitalidad sobresaliente. Al respecto, De M’Uzan dice: “El último esfuerzo del paciente es el de asimilar todo aquello que no había podido hasta entonces en su vida pulsional, como si él intentara meterse completamente en el mundo antes de desaparecer”. (De M’Uzan, 1976, p.3).

Ahondando más en la idea anterior, es importante recordar que más allá de la condición física que tiene el paciente terminal, es necesario no abandonar la posición analítica, evitando así cualquier actuación que busque “proteger” al analizando. Rossi (2006) en su libro “Psicoanálisis frente a la muerte” narra una serie de casos con pacientes terminales y recomienda que el contrato terapéutico debe ser como con cualquier otro paciente. Sus palabras me sirven como una guía; pues en mi opinión, hacer excepciones sólo porque el paciente está enfermo es una actuación, en donde se sobreprotege a quien se percibe frágil cuando justamente uno de los objetivos del análisis es ofrecerle al analizando un espacio en donde el analista reacciona diferente a como actúan los objetos. Pienso que mantener esa estructura en el encuadre le ayuda al paciente a sentirse contenido y a fortalecer su yo, pues subjetivamente se le está asumiendo como sujeto capaz de tolerar un proceso analítico. Sin embargo, tampoco se debe caer en la negación de la enfermedad del paciente. Es por ello que Rossi (2006) sugiere que, en caso de que la condición del paciente no le permita asistir presencialmente al consultorio, se deben considerar alternativas que permitan que el análisis continúe, tales como asistir al domicilio del analizando, al hospital o apoyarse en la tecnología.

Pensando más allá del setting analítico, Rossi invita al analista que atiende este tipo de población a tener tacto con el timing del paciente: “Debe darse el tiempo al paciente para aceptar la mutua relación empática antes de pretender profundizar en temas dolorosos” (Rossi, 2006, p. 28).

Alizade (1994) sostiene que el paciente terminal, al igual que cualquier sujeto, utilizará mecanismos de defensa que le protejan ante un evento angustiante y difícil de elaborar. Comprender tanto el uso de los mecanismos de defensa en este tipo de pacientes, así como el abordaje técnico que tendrá el analista, es algo indispensable durante el análisis del paciente terminal. Para la autora: “La intervención del analista habrá de requerir máximo tacto y arte a fin de respetar las defensas y para actuar facilitando los cambios psíquicos cuando las circunstancias son favorables” (Alizade, 1994, p.938). La autora señala que es común encontrar la presencia de mecanismos de defensa regresivos, tales como la negación, la proyección, la identificación proyectiva. Como ya he comentado, en el consultorio he podido darme cuenta de que la paciente se muestra renuente a hablar sobre cuestiones en torno a su diagnóstico y al destino de su enfermedad. Hay casos en los que cuando el sujeto está enfrentando un cambio trascendental en su vida, tiende a funcionar con defensas propias de la posición esquizoparanoide. Por lo tanto, no es sorpresa que los pacientes en esta condición estén inundados por el miedo y la angustia ante la naturaleza ominosa de la enfermedad. Es así como, en sintonía con las recomendaciones de las autoras, considero que es más productivo para el tratamiento hacer interpretaciones que pongan en palabras las angustias detrás de las defensas, respetando tanto la función de las propias defensas, así como los tiempos del paciente.

Ahondando un poco más en mis reflexiones sobre cómo se debe trabajar con el manejo de las defensas, retomo las ideas de Bion. Para él, uno de los objetivos del análisis es ayudar al paciente a observar sus estados emocionales. Siguiendo ese enfoque clínico, trabajar con un paciente terminal tiene que ver más con ayudarle a metabolizar el dolor psíquico que presente, el cual puede o no estar relacionado con su condición física.

Por su parte, Rossi (2006) sugiere que respetar la presencia de las defensas que se levantan en torno a la enfermedad evitará que el paciente se deprima. Considero que cometer el error de interpretar atropelladamente las defensas puede ocasionar lo que Michel De M’Uzan (2010) define como “eutanasia psíquica”. Para el autor, esta parte del acto de anticiparse a la muerte del paciente desvirtúa las capacidades psíquicas de éste para poder trabajar en sí mismo. El autor propone que el paciente que está próximo a morir no tiene que elaborar un duelo, sino un trabajo de traspaso. Para él, esto consiste en que: “el paciente llegue a una suerte de aceptación del destino” (De M’Uzan, 1976, p. 8). Es por ello, que el analista debe ser cuidadoso y evitar generar en el paciente una “eutanasia psíquica”, ya que esto podría repercutir de manera negativa en el trabajo analítico al obstaculizar que el paciente pueda elaborar libremente los temas que necesite tratar para realizar el trabajo de traspaso.

Pienso que antes de hablar con el paciente acerca del destino que está por enfrentar, es necesario comprender que hay todo un proceso que debe elaborarse previamente: uno de los retos más tormentosos que debe enfrentar el paciente es el duelo por la salud del cuerpo. El habitar un cuerpo enfermo implica una gran herida narcisista, la cual, para Alizade, es un punto central que debe tomarse en cuenta en la problemática de estos pacientes. La dupla analítica se verá confrontada con el reto de lidiar con la pérdida del ideal del yo del analizando, pues la enfermedad arrasa con la imagen que el paciente tenía de sí mismo. Al respecto, Bleichmar (1981) comenta: “El bienestar físico desde la perspectiva del narcisismo es visto como un mérito del yo”   Esto me lleva a comprender que, para algunos pacientes terminales, padecer una enfermedad no significa solamente debilitarse físicamente; sino que pone en evidencia una herida narcisista que puede ser vivenciada como un fracaso personal al no poder cuidar de sí misma y preservar íntegra su salud física. Alizade menciona que esta herida narcisista afecta notablemente al superyó:

Esto es verbalizado con frecuencia mediante autorreproches en los cuales el paciente suele responsabilizarse por haberse enfermado y expresa que para curar de ahora en más “debo ser bueno”. La enfermedad se ha entrometido en la vida del sujeto como un extraño accidente del destino, más el superyó acusa al accidentado nombrándolo culpable. (Alizade, 1994, p.935).

En los casos clínicos expuestos por Rossi (2006), pude notar que los pacientes presentan diferentes fantasías que dan sentido al porqué adquirieron la enfermedad. Ciertos pacientes, en su fantasía, perciben la enfermedad como un ente ajeno al cuerpo. Por un lado, lo sitúan como un perseguidor, ya sea externo o interno, por ejemplo, en momentos puede ser que vivan la enfermedad como un objeto malo que invadió el cuerpo desde afuera: un alimento, el mal presagio de un otro, un medicamento. En otros casos, el perseguidor es interno y es la consecuencia directa de una “mala” decisión del paciente. En mi opinión, el uso exacerbado de estas fantasías que buscan hallar un culpable que dé cuenta de la enfermedad provocan en el paciente un funcionamiento paranoide y, entonces, como plantea Alizade, el superyó se vuelve sádico o persecutorio.

Retomando a De M’Uzan (1976), el autor menciona que para que el paciente genuinamente inicie el trabajo de traspaso, éste debe estar en un funcionamiento de la posición depresiva. Por lo tanto, si el analizando no deja de pensar la enfermedad como una amenaza ajena al cuerpo, este trabajo puede entorpecerse. Desde esta óptica, infiero que la labor del analista es ayudarle tanto a aceptar la vulnerabilidad del cuerpo, como la impotencia que surge al sentir que las oportunidades de reparar el daño físico tal vez sean limitadas. Encuentro que lograr que el paciente contacte desde otro lugar con su enfermedad lo puede situar en la posición depresiva, y esto ayudará a que se ponga en marcha el trabajo de traspaso.

Al revisar la bibliografía psicoanalítica referente al paciente terminal encontré que, a pesar de tener diferencias en terminología, los autores coincidían en un punto: la mayoría de los pacientes terminales saben -aun cuando, aparentemente, no sepan- cuándo se acerca la culminación de su vida. Alizade dice:

El paciente siempre sabe en sucesivos y diversos movimientos intrapsíquicos de saber y de “ir sabiendo” a medida que la enfermedad avanza (…) Primera marca sobre el cuerpo, donde se inscriben el dolor, la falta de fuerzas, la cirugía, la medicación, etc. Sobre esta carne lastimada que lo amarra a un sabe r del cual no puede escapar se instala el cúmulo de información acerca de su padecimiento vehiculizada por vía verbal y metaverbal. (Alizade, 1994, p.932).

A partir de estas palabras, interpreto que parte de ayudar al paciente a funcionar en una posición depresiva se relaciona con metabolizar las angustias que se movilizan en torno a la muerte, de manera que el analizando pueda comenzar a nombrar ese saber conocido corporalmente pero quizá no verbalizado o aceptado psíquicamente. Entonces, recapitulando, pienso que cuando el paciente se permite contactar con la noción de su muerte es que inicia el trabajo de traspaso. No obstante, considero que teóricamente el trabajo del traspaso suena como una meta ideal, incluso filosófica, pues se trata de ayudar al paciente a aceptar y reconciliarse con su mortalidad. Sin embargo, en la práctica, esa meta puede llegar a parecer utópica, porque el tiempo no se detiene ni espera a que el paciente logre concluirla. Al respecto, Rossi dice lo siguiente:

Cuando la enfermedad orgánica se manifiesta, el analista siente no sólo la necesidad de trabajar contra el tiempo, sino la sensación de que puede perderse una batalla; consuela la fuerza yoica que el paciente vaya teniendo para afrontar las diferentes etapas hasta llegar el desenlace, pero de cualquier manera que se afronte, tenemos una pérdida importante para elaborar y analizar. (Rossi, 2006, p.104).

Al leer los casos de Rossi me doy cuenta que poner en práctica la teoría tiene un grado de complejidad emocional que puede resultar un verdadero desafío para la dupla analítica. Una cosa es tener una intelectualización teórica que te respalda y permite entender los procesos que se van a vivir durante el análisis y otra muy distinta es estar acompañando a un ser humano mientras atraviesa un proceso que consume su cuerpo y su salud. Puedo imaginar el escenario en el que un paciente hable de la dolorosa pérdida de una parte de su cuerpo, debido a una cirugía necesaria para tratar la enfermedad, y pienso que ante esa situación no habría palabras suficientes que pudieran llenar el vacío de una pérdida de esa magnitud. Ante este panorama no puedo evitar cuestionarme: ¿qué tanto un analista −independientemente de su nivel de formación− está preparado para responder adecuadamente frente a estos escenarios? Leyendo a Alizade, encontré que con los pacientes terminales el uso del silencio es una herramienta fundamental. Al respecto, la autora dice:

El silencio constituye una herramienta de simbolización de un real inaprensible. Se comparte, en el marco de lo indecidible, el no saber acerca de ese extraño fenómeno mediante el cual la vida de repente cesa y, de vivo, se pasa al estado de muerto. (Alizade, 1994, p.939).

La propuesta técnica de Alizade sobre el uso del silencio me parece aterrizada y pertinente, ya que el analista no es una figura omnipotente u omnisciente. No hay interpretación verbal alguna que pueda sustraer al paciente del sufrimiento que atraviesa al perder una parte de su cuerpo o confrontarse con su mortalidad. En mi opinión, en ciertos momentos, el papel del analista es acompañar al analizando apostando al vínculo, siendo el silencio una respuesta empática que dará espacio al paciente para guardar un luto ante la pérdida.

Pienso que el trabajo que se puede realizar desde la óptica psicoanalítica con esta población de pacientes es muy profundo y vasto. Otra propuesta técnica de Alizade que me hizo mucho sentido fue la de la “desnarcisización trófica del yo”, la cual me parece que complementa el planteamiento del trabajo de traspaso de De M’Uzan.

La gradual desnarcisización trófica del yo es la elaboración de la castración, el acceso al principio de relatividad y el reordenamiento del sistema narcisista. Se genera lo que he denominado “narcisismo terciario” gracias al cual el sujeto alcanza un cierto ex-centramiento de sí mismo. Puede entonces contemplar la muerte con mayor serenidad aun a pesar de los miedos y angustias inevitables. Logrará despedirse de su entorno y, por qué no, en parte de sí mismo también. (Alizade, 1994, p.935).

En conclusión, la tarea del analista que emprenda este proceso con un paciente, será ayudarlo a elaborar afectivamente lo que siente respecto a su muerte. De igual manera, tal y como la autora lo propone, el rol del analista es trabajar con “representaciones tangenciales que rocen, gracias a desplazamientos metafórico metonímicos o en sucesivas capas como en el modelo de las catáfilas de cebolla esbozado por Freud, la representación intolerable de la muerte” (Alizade, 1994, p.938). Pienso en Ernesto, el paciente de quien habla Rossi (2006), con quien en determinado momento hablaron y trabajaron acerca de lo que él deseaba a la hora de morir: en dónde le gustaría pasar sus últimos momentos, o de qué manera quería que se llevara a cabo su funeral. Aparentemente, tocar estos temas con los pacientes puede parecer difícil, sin embargo, lo verdaderamente difícil es no hablarlos. Considero que poner en palabras todo esto que sucede ayuda al paciente a sentir que, a pesar de que la muerte se aproxima, la vida que aún lo habita le permite no solo tomar las decisiones que le ayuden reconciliarse con su propia mortalidad, sino a explorar de qué manera va a recibir ese destino, y así apaciguar, por lo menos parcialmente, la sobrecogedora experiencia.

La realidad es que ni el analista, ni el paciente conocen a cierta qué tan próximo está el momento de la muerte. Aun así, pienso en lo que menciona Alizade: “El yo se alivia con la representación de no ser olvidado después de la muerte. Es una esperanza de sobrevida simbólica”. (Alizade, 1994, p.937). Considero que hacerle saber al paciente que vivirá tanto en la mente de sus seres queridos, como en la de su analista, podría ayudarle a lidiar con la idea de la muerte de una forma distinta Si me atrevo a ser utópica, la idea de vencer al olvido podría ayudarle a elaborar su muerte de una manera más serena, pues al final sabrá que una parte de ella no se irá por completo.

 

Bibliografía: