Análisis con pacientes sordos: la búsqueda de un lenguaje en común

Autor: Paola González

El trabajo psicoanalítico es, sin duda, una labor compleja que requiere de ciertos factores para funcionar apropiadamente; va desde la demanda del paciente hasta la propia formación del analista. En el tratamiento  se juegan tanto las resistencias de los pacientes como la capacidad del analista de proveer un espacio adecuado para el trabajo analítico.

En este sentido ¿qué pasa con aquellos pacientes que “no son aptos” para someterse a un tratamiento psicoanalítico? ¿se puede dejar fuera a una parte de la población? ¿son personas inanalizables  o lo hacemos porque también resulta amenazante para nosotros como analistas enfrentarnos a ciertas situaciones?

Cada individuo es tan diverso en relación con otro, que difícilmente podemos estar preparados para trabajar con poblaciones que requieren atención aún más especializada. Este es el caso del trabajo con pacientes sordos: su problemática presenta matices particulares con los que no estamos familiarizados, y se tiende a pensar que no es posible tener un tratamiento psicoanalítico propiamente dicho con ellos.

La OMS define la sordera como la pérdida completa de la audición en uno o ambos oídos. Puede haber una pérdida completa o parcial de la capacidad de oír.

Según la parte del oído que se encuentre afectada, se conocen dos tipos de defectos de audición:

  • Defecto de audición conductivo: problema en el oído externo o medio; a menudo es susceptible de tratamiento médico o quirúrgico.
  • Defecto de audición neurosensorial: problema del oído interno o el nervio acústico. Casi siempre es permanente y requiere rehabilitación, por ejemplo, mediante el uso de un audífono.

Estos defectos en la audición tiene diversas causas. Puede ser hereditario, es decir transmitido por alguno de los padres, también por problemas durante el embarazo y el parto (peso bajo al nacer, asfixia del parto o situaciones durante éste que causan hipoxemia, rubéola, sífilis u otras infecciones, ictericia grave que puede lesionar el nervio óptico, etc.). Asimismo puede ser causado por enfermedades infecciosas como la meningitis, el sarampión, las infecciones crónicas del oído, medicamentos, traumatismos craneoencefálicos o de los oídos, ruido excesivo, etc.

Cuando un bebé nace con sordera, esta no es confirmada sino hasta aproximadamente los 15 meses de edad, con lo cual el bebé es tratado como si escuchara hasta después del año de vida.  G. Klein (1965), habla de que al nacer, la experiencia del niño sordo es muy diferente de aquel que sí escucha; la capacidad sensorial es menor y  la habilidad de mantenerse en contacto con un objeto a la distancia es nula. Estos estímulos sensoriales de un recién nacido comienzan por la audición aprendiendo a identificar la propia voz y la del otro y  más tarde comienza a desarrollar la visión y se empieza a reconocer el entorno a través de las expresiones faciales y el movimiento.

Siendo así, el bebé sordo se siente de cierta manera “abandonado” hasta que vuelve a estar alguien dentro de su campo visual. Por ejemplo, el niño que oye, puede anticipar vía los sonidos que escucha a lo lejos si sus necesidades van a ser cubiertas, como la voz de la madre que le habla mientras prepara su comida, los pasos, las puertas que se abren y se cierran, etc. Debido a que un bebé sordo no escucha estos sonidos, tiene pocas posibilidades de anticipar las situaciones.

Es George Klein quien plantea que en el desarrollo normal, el niño, al escuchar su propia voz aprende a distinguir su hablar y más tarde sus pensamientos de los de otros. Como consecuencia de esto desarrolla y mantiene un sentido intacto e independiente del self. Es el balbuceo lo que más tarde se convierte en palabras que describen los estados internos, permitiendo con esto el refinamiento de los afectos; es así como un bebé puede descubrir qué afecto pertenece a qué estado de ánimo. Spitz (1963) habla de cómo la propia voz del bebé puede llevar a la omnipotencia y al dominio.

La madre juega un papel crucial en el desarrollo del infante. Las expresiones faciales de la madre son de vital importancia para este bebé; los sentimientos se expresan a través de estas. La cara de la madre refleja al infante sus estados de ánimo y los sentimientos hacia él. A partir de esto, poco a poco el bebé va internalizando estas expresiones y comienza a descifrar el mundo: mamá sonríe, entonces el mundo está bien, entonces yo estoy bien. Mamá llora, el mundo está triste, entonces yo estoy triste.

Debido a que el bebé sordo no puede escuchar la voz de la madre, todo lo que no va acompañado de expresión facial permanece en una especie de “zona gris” en la que el bebé no descifra lo que pasa; en ese momento, comienza a haber una falta de lenguaje común, debido a que las percepciones de la madre y las del bebé no son las mismas; y al ella no estar conciente de esto no puede expresar empatía. Rainer (1976) habla de que en la sordera hay una relación superficial y poco confiable con el objeto y plantea que esto se puede relacionar con la falta de un modulador de la ansiedad temprana que en otros bebés se diluye con la calidad de la voz de la madre, de no escucharla cantar o hablarle y así sentir su presencia cuando no está a la vista.

Cuando los infantes son privados de las relaciones de objeto, sus expresiones emocionales se quedan en niveles arcaicos de los primeros meses de vida, pero cuando las relaciones de objeto están cerca y son gratificantes, entonces la expresión de emociones desemboca en una variedad de patrones y eventualmente en comunicación con los objetos. Es evidente que cualquier condición que impida la relación entre madre e hijo interferirá directamente con las bases de las relaciones de objeto. Cuando la madre se da cuenta de que el bebé no responde a su voz, su expresión facial cambia. El niño se da cuenta de que hay una respuesta emocional: si él puede leer los labios y entender lo que dice la madre, es positiva, y si no la comprende es negativa; de esta manera aprende que el amor de mamá está sujeto a que se le entienda. Siendo así, se aprende que el self sordo (o self real) debe esconderse para obtener amor. Dicha situación interviene también en la cohesión familiar y repercute directamente en la dinámica que se tiene con el integrante sordo.

La soledad que se vive al darse cuenta de que se es el único miembro de la familia que no escucha, recuerda al sentimiento de soledad que experimentaba el bebé al quedarse solo en una habitación. El abandono y la soledad, así como la noción de que el resto de la familia se comunica en un lenguaje que el sordo no entiende,  provocan en el niño un dolor muy profundo y la sensación de ser aislado. Si la madre no es capaz de aceptar la sordera del niño, usando una manera eficaz de comunicación con él, este escindirá su self “que escucha” –es decir, el que finge escuchar- del que es sordo. Cuando no hay un lenguaje en común con los objetos será difícil definir las necesidades verbalmente, así como predecir el comportamiento de los adultos. Al haber estas barreras de lenguaje con los objetos, el sentimiento de humillación y aniquilación son internalizados y afectan el desarrollo de la confianza, la iniciativa, la identidad y la integridad. Como consecuencia, muchos niños experimentan soledad extrema al crecer, así como sentimientos de desapego y despersonalización con respecto a otros.  Es importante destacar que esto sucede cuando son niños sordos con padres que sí escuchan los que desarrollan estas problemáticas; en el caso contrario, se desarrolla dentro de la familia un sentido de comunidad y pueden comunicarse eficazmente.

Una de las dificultades más importantes a las que se enfrenta un paciente sordo es tratar de acomodarse al mundo de los que escuchan; eso representa su mayor lucha. Glickman (1996) dice que para quien no escucha, el problema de la sordera arrastra consigo un peso social, más que un significado auditivo. Lo que pone en riesgo a una persona sorda no es la falta de audición como tal, sino la falta de cercanía con el otro, a través de un lenguaje en común. En este sentido, Kolod (1994) plantea que no es propiamente la sordera lo que constituye una patología, sino los obstáculos que persisten en la relación del padre que escucha y el hijo que no.

El lenguaje en común con la madre, provee al niño de mayor fluidez, capacidad de intimidad, confianza y cercanía entre la madre que escucha y el hijo sordo. La importancia reside en que se tenga la sensación de que entiende al mundo y que el mundo lo entiende.

Se entiende, debido a lo anterior, que el trabajo psicoanalítico con poblaciones sordas representa un reto; se debe estar familiarizado con el lenguaje de señas, así como con la historia y la cultura de la sordera. En las sesiones con pacientes sordos hay una fusión del afecto con el lenguaje de señas que propicia que las emociones profundas aparezcan dentro del setting analítico. El reto para el analista: ver el paciente como alguien “culturalmente” diferente, y no como un paciente sano que ha perdido su habilidad para escuchar. Es importante que el analista (que escucha) entienda los diferentes lenguajes y modelos que existen para comunicarse con un sordo y entienda la importancia de usar todos los sentidos dentro del consultorio. El proceso es multisensorial: deben entenderse todas las sutilezas de las expresiones, los suspiros, los ritmos y las pausas, así el lenguaje corporal. Tiene que haber flexibilidad en el encuadre, debido a que la comunicación durará más tiempo de lo normal.

El espacio y la dinámica del espacio también es importante; es vital entender que para ellos el toque tiene gran influencia en la manera cómo se comunican, para matizar el discurso o enfatizar un sentimiento. El analista debe sentarse viendo de frente al paciente y de una manera “abierta”; la posibilidad de usar diván es nula, debido a que la comunicación está basada en señas. Asimismo, es importante entender que para el paciente no hay la misma abstracción que para el analista, debido a que sólo tiene 4 sentidos desarrollados y no se puede perder de vista que la transferencia negativa se presenta con mucha frecuencia; hay constantes sentimientos de envidia y resentimiento así como enojo, desilusión, y poca confianza que se expresarán no sólo de manera verbalHarvey (1996) menciona que en estos casos, el analista y el espacio analítico ofrecen la oportunidad de recrear y elaborar todas las experiencias traumáticas de opresión.

Los especialistas en el tema concluyen que no es propiamente la sordera lo que crea el estado patológico, sino la imposibilidad de entender, descifrar e integrar el mundo que les rodea. Los niños sordos que tienen padres sordos logran establecer un lenguaje común que les permite sentirse parte de la familia y del entorno; estas familias se manejan como “comunidades” de sordos, y se asumen como tales, mientras que los niños con padres que escuchan, en la mayoría de los casos, crean un falso self, y todo el tiempo es “como si” lograran establecer una comunicación efectiva.

Bibliografía:

  •  Serani, D. (2001). Yours, Mine, and Ours: Analysis With a Deaf Patient and a Hearing Analyst. Contemporary Psychoanalysis
  • Rainer, J. D. (1976). Some Observations on Affect Induction and Ego Development in the Deaf. International Review of Psycho-Analysis
  • Kolod, S. (1994). Lack of a Common Language—Deaf Adolescents and Hearing Parents. Contemporary Psychoanalysis
  • Klein, G. (1965) On hearing one’s own voice In: Drives Affects and Behavior ed. M. Schur. New York: International Universities Press.
  • Menninger, K. A. (1924). The Mental Effects of Deafness. Psychoanalytic Review.
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Imagen: Morguefile/Hotblack