Por: Andrea Lescieur

“Un terremoto ha destrozado la ciudad de Charleston. Ruina es hoy lo que ayer era flor”- José Martí.

La tierra, siempre en movimiento, movimientos generadores de vida, pero también, movimientos donde todo cambia y muchas veces, nada queda. Un terremoto, un huracán, un tsunami son catástrofes que tienen la capacidad de acabar con todo lo que antes había, todo lo que antes vivía.

Y me pregunto, ¿Qué pasa cuando la catástrofe es psíquica? ¿Qué pasa cuando un terremoto sacude las estructuras de una persona, cuando un tsunami inunda al yo, cuando un huracán arrasa con todo lo que antes en la mente existía? Este escrito está pensado en aquellas personas que han vivenciado una experiencia traumática que los ha dejado en un estado de desamparo y devastación psíquica.

En una ciudad podría llevar años la reconstrucción, pero la cantidad de tiempo que demore dicha reconstrucción dependerá directamente del presupuesto del lugar y de qué tan importante sea ese lugar para el resto del mundo. Con una persona, pienso, pasaría algo similar, la reconstrucción de los daños originados por la catástrofe tendría que ver con los recursos que previamente existían en la psique y de la ayuda que brinde el mundo exterior.

Una catástrofe es un suceso que produce una gran destrucción o daño y según el diccionario de Acción Humanitaria y Cooperación al Desarrollo, la catástrofe es un acontecimiento que, en un contexto previo de vulnerabilidad, puede ser el desencadenante de un desastre. Pensando en la psique, la catástrofe sería el equivalente a un evento traumático y el desastre sería aquello que se desencadena a partir de ella.

En la clínica he tenido la oportunidad de recibir en el consultorio a pacientes que han vivido sucesos traumáticos, y he podido notar que, en algunos de ellos, la vida a partir de una catástrofe pudo continuar a pesar de que no estuviera totalmente elaborada o incluso, no trabajada. Pero en otros pareciera que la vida paró ahí, que después de un terremoto psíquico todo se derrumbó, y en ese derrumbe la esperanza de la reconstrucción se destruyó. Esta observación hace que me pregunte qué es aquello que hace que independientemente del carácter destructivo de una catástrofe, la respuesta de uno a otro sea completamente diferente.

Hasta ahora podría pensar en dos grupos para separar a pacientes que han vivido catástrofes psíquicas. El primer grupo es el de los pacientes que a pesar del evento han tenido la capacidad de enriquecerse de cosas buenas, nutricias, agradables. Imagino su psique como un campo, donde la mayor parte de la tierra continúa siendo fértil y es capaz de recibir semillas para después germinarlas y florecer. Un campo reconstruido y renutrido. Y claro, hay una parte donde tal vez la tierra no es tan fértil pero esa tierra infértil y seca no contamina lo demás, no lo invade, no lo succiona.

En el segundo grupo se encuentran los pacientes cuyo campo empezó siendo fértil, pero a raíz del evento catastrófico dejó de serlo. El campo psíquico se volvió eternamente infértil e incapaz de incorporar componentes nutricios provistos por el exterior. Con estos pacientes pareciera que todo aquello que el mundo les brinda desde un lugar nutritivo, es incapaz de ser incorporado. La catástrofe desencadena un desastre que envuelve y succiona todo aquello que aparece.

Desde el inicio de su carrera Freud atribuyó gran importancia al concepto de “trauma psíquico”. En colaboración con Breuer e influenciado por Charcot, en su obra “Estudios sobre la histeria” (1893) desarrolló una definición que enfatizaba el aspecto económico del trauma. Según esta perspectiva, cualquier experiencia puede convertirse en un trauma psíquico si la capacidad para procesar el afecto que surge de dicha experiencia se ve obstaculizada. La incapacidad para reducir la carga afectiva conduce a una perturbación del principio de constancia, que regula el funcionamiento del aparato psíquico. Cuando una experiencia traumática genera un conflicto psíquico que no puede resolverse mediante los mecanismos habituales (acción o pensamiento asociativo), la persona tiende a reprimir el recuerdo ya que percibe la situación como irremediable. Esta incapacidad para gestionar el afecto resulta en la formación de síntomas. (Freud 1894, p. 49).

Posteriormente, en “Nuevas puntualizaciones sobre las neuropsicosis de defensa” (1896), Freud admitió que sus investigaciones pasadas no lograban resolver el problema etiológico, pues aún quedaba la duda de qué era aquello que hacía que algunas impresiones pudieran ser descargadas normalmente y otras se resistieran a dicha tramitación. “En mi primera comunicación sobre las neurosis de defensa quedó sin esclarecer cómo el afán de la persona hasta ese momento sana por olvidar una de aquellas vivencias traumáticas podía tener por resultado que se alcanzara realmente la represión deliberada y, con ello, se abriesen las puertas a la neurosis de defensa. Ello no podía deberse a la naturaleza de la vivencia, pues otras personas permanecían sanas a despecho de idénticas ocasiones.” (Freud,1896- p.167). En este texto, Freud destaca la importancia de la “herencia” individual de cada persona. Afirma que no son las experiencias en sí mismas las que tienen un efecto traumático, sino más bien la resurrección de esas experiencias en forma de recuerdo.

Dentro del ámbito de lo traumático, los procesos del yo pueden experimentar ciertos cambios que conducen a la coexistencia de dos corrientes opuestas. Una de ellas tiende a aceptar la realidad, mientras que la otra la niega por completo. Esta dualidad genera una fractura en el yo que, según Freud, no se cura con el tiempo, sino que solo se agrava con el paso del mismo.

Roussillon (1999), habla del clivaje como aquel proceso que divide la subjetividad entre una parte representada y una parte no representable. Este clivaje correspondería a un proceso de defensa paradójico a través del cual el sujeto sobrevive psíquicamente frente a la amenaza del desbordamiento pulsional derivado de la ruptura de la subjetividad. Este aspecto paradójico tiene que ver con que el yo se separa de una experiencia que se vive, por lo que dicha experiencia no se logra constituir como una experiencia del yo. El que una experiencia no pueda ser constituida como experiencia del yo, deriva en la imposibilidad para lograr la representación. Ferenczi en 1990, habla acerca de la escisión como una de las principales consecuencias de experimentar un “dolor sin el contenido de la representación”, es decir, aquellas partes dolorosas que fueron escindidas están esperando que pueda existir un proceso de simbolización para lograr su integración a la psique.

Miranda, una paciente de 19 años, llegó a consulta pues refería sentir un profundo vacío y no sabía muy bien por qué. Al cabo de un mes, entre lágrimas, compartió conmigo que, durante su infancia, había sufrido abuso sexual sistemático por parte de un familiar, pero a pesar de que querer hablarlo, no sabía como, pues sus recuerdos de aquel evento eran casi nulos.

En el texto “Miedo al derrumbe”, Winnicott aborda la idea de encontrar apoyo para enfrentar el “estado de cosas impensables que subyace a la organización defensiva”. El autor propone avanzar en la comprensión de las experiencias que fueron separadas para poder ser toleradas. El miedo al derrumbe que describe Winnicott se refiere a un temor actual ante un colapso que ocurrió en el pasado, pero que no fue internalizado subjetivamente. De manera paradójica, el colapso sucedió y al mismo tiempo no sucedió. Según Winnicott, “No es posible recordar algo que aún no ha sucedido, y esto en el pasado aún no ha sucedido, porque el paciente no estaba allí para que le sucediera” (Winnicott, 1963, p. 74).

La ausencia de recuerdos es una característica presente en pacientes que han vivido un desastre psíquico producto de una catástrofe. Botella (2011) distingue entre dos formas de experimentar las reminiscencias, destacando una memoria que posee una cualidad representativa y una memoria con una cualidad sensible. En relación con la memoria de carácter sensible, el autor la describe como “memoria sin recuerdos”, ya que, según las experiencias no representadas, el registro de las marcas mnémicas representativas se vuelve inviable, ya que los traumas marcados no se reviven a través de los recuerdos, sino mediante material perceptivo. La falta de contenido no representado implica la inexistencia de un evento psíquico (Botella, 1992).

La inexistencia de un evento psíquico es la raíz de esos huecos vacíos que Miranda presenta, pues la catástrofe fue vivida, pero no experimentada, el abuso pasó y a la vez no pasó. Hablar del abuso era difícil, pues la paciente constantemente mencionaba que sentía que estaba mejor así, sin recordar, pues esta era la manera en la que ella se había acostumbrado a estar y a pesar de que a veces la pasaba mal, no sabía qué efectos pudiera traer el recobrar los recuerdos perdidos.

Cuando una persona se ve invadida por la catástrofe, y esta experiencia no puede ser integrada de manera adecuada en la vida psíquica del individuo, se desencadenará un desastre psíquico, dentro del cual, la reconstrucción de aquello que se dañó se verá dificultada por el temor que experimenta el sujeto a un nuevo derrumbe. La sensación que deja una catástrofe psíquica a partir de un evento traumático que no tuvo representación, es que nada se puede reconstruir, pues una reconstrucción implicaría la “destrucción” de aquello que quedó y por ende, la propuesta de dicha obra, termina siendo sentida por el sujeto como algo mortífero, en vez de algo libidinal. El no conseguir recordar, tiene que ver con la incapacidad para ligar aquella vivencia a la experiencia catastrófica, pero como se mencionó anteriormente, esta vivencia no desaparece como el polvo de un derrumbe, sino que queda enterrada con la amenaza de resurgir.

Esta resurrección ocurre cuando el sujeto inviste su rededor con una carga mortífera. Un tema común en las sesiones con Miranda era la soledad y su incapacidad para permitirse relacionarse con otros. Cada vez que la paciente conocía a alguien, terminaba alejándose pues, siempre quedaba la duda de si esas personas iban a ser las siguientes en lastimarla. La soledad jugaba como un cuchillo de doble filo, por un lado, deseaba poder compartir su vida con amigos o incluso con una pareja, pero por el otro, el estar sola la ayudaba a sentir que podía controlar que el otro no la dañase, poniendo en función lo que sentía que no había podido hacer siendo una niña.

La transferencia siempre juega un papel importante con todos los pacientes, y en este caso no fue la excepción. Miranda ponía en escena conmigo su incapacidad para relacionarse y para sentirse cercana a alguien. Durante las primeras sesiones era evidente que preparaba la sesión, y cuando decidí señalárselo, lo afirmó, racionalizando que, sentía que era su deber traer contenido interesante para mí, pues al ser psicoanalista, seguramente estaría esperando algo inteligente de su parte. Tiempo después le interpreté que, más bien, era su manera de poner lejanía conmigo, así como hacía con los demás. A partir de esta interpretación, Miranda empezó a faltar y a pedir que sus sesiones fueran por en línea.

Es aquí donde pienso en el concepto propuesto por Amapola González, en “objeto acompañante de las crisis postraumáticas”. Este concepto habla acerca del deseo que existe en una persona por no sentirse sola ante la inminente angustia de que en cualquier momento podría pasarle algo y morir. “Un objeto acompañante puede ser una persona, pero si no puede ser una persona, puede ser la televisión, pues hay voces y personas dentro, la radio, un perrito”. (González, s.f). Cuando leí esto, me pregunté qué tipo de objeto pudo haber tenido mi paciente cuando ocurrió el abuso y recordé que, en su familia, el abuso se vivió en silencio, pues era un tema prohibido de tocar, por lo que al no tener a nadie con quien hablarlo, Miranda se refugió en lo que pudo encontrar, no solo en la etapa de su infancia, sino durante los siguientes años de su vida. Pongo en duda si un objeto acompañante persona y un objeto acompañante radio pudieran cumplir la misma función en cuanto a la calidad del afecto. Probablemente, en cuanto a la necesidad de evadir la soledad y la angustia de muerte, sí, pero cuando lo único que hay es un objeto inanimado, la parte afectuosa queda hecha a un lado, pues aquello que acompaña, solo acompaña desde un lugar lejano. Cuando por alguna razón, no existe el objeto acompañante-persona por un período de tiempo prolongado, el sujeto tenderá a refugiarse en lo que el objeto acompañante-inanimado puede ofrecer, se cumplirá el objetivo de evitar la angustia mortífera, pero esta adecuación, provocará en el sujeto una dificultad para recibir el afecto vivo proveniente de otra persona.

Miranda estaba acostumbrada a sumergirse en lecturas o películas que contaran historias de aventuras, amigos inseparables, amores intensos, pero en el mundo de lo real, era incapaz de ser la protagonista de una historia como las que tanto le emocionaba espectar. Y en la transferencia, le era muy difícil poder aceptar el afecto vivo que el espacio analítico le ofrecía.

Bollas, en su texto “Lo sabido no pensado”, se pregunta si es verdad que todo lo que ocurre en el análisis ha sido siempre vivido antes, y propone que el psicoanálisis no solo es una herramienta para el revivir de una experiencia, sino también para el descubrimiento de la misma. “El individuo puede por vez primera experimentar elementos en la vida psíquica que no habían sido pensados con anterioridad” (Bollas,1987).

En un escrito anterior, exploré la posibilidad de que el espacio analítico pudiera fungir como un espacio transformacional, esta idea ligada al concepto que propone Bollas de “objeto-transformacional”. Y pienso, que sí, pues cuando el vínculo analista-paciente logra ser lo suficientemente sólido para que en la transferencia se ponga en escena aquello que no ha sido experimentado antes, surge la posibilidad de que puedan abrirse caminos donde antes solo escombros había.

Después de un año y medio, Miranda comenzó a sentirse cercana a mí, incluso me dijo, en tono de confesión, que no le estaba gustando que con la única persona con la que podía sentirse cercana era conmigo, porque yo solamente era su psicóloga, que atenderla era mi trabajo y que entonces, el vínculo no era real. En este momento del análisis, no solo se juntó en la resistencia la incapacidad de Miranda para recibir el afecto vivo, sino que se pusieron en juego los aspectos envidiosos que vivían dentro de mi paciente.

Cuando una persona es atravesada por una catástrofe psíquica que deviene en desastre, la escisión se ve representada también en sentir que ellos son los poseedores eternos de lo mortífero, de lo malo, de lo destruido y los demás, los poseedores de lo bueno, de lo nutricio y libidinal. En el caso de pacientes que han sufrido abusos, la impresión que queda es que el abusador fue quien robó todos los aspectos buenos que ellos poseían, dejándolos no solo con lo malo, sino con la incapacidad de traer de vuelta aquello que les fue arrebatado. Por un lado, se desea poder tener aquello que el otro tiene de bueno, pero, por otro lado, les es imposible adquirirlo, pues ambivalentemente se tiene el deseo de destruir también lo bueno que tiene el otro.

Miranda comenzó a desaparecerse por semanas, dejándome a mí con una sensación de angustia que nunca había experimentado con algún otro paciente. La presencia de la paciente no solo estaba ahí durante el espacio de su sesión, sino a lo largo del día, pues su ausencia dejaba un vacío avasallante, un hueco lleno de dudas. ¿Estará bien? ¿Le habrá pasado algo? ¿Habré sido demasiado dura con ella la sesión pasada? Y estos cuestionamientos me llevaban a la conclusión de sentir que tal vez yo me había convertido ahora en su abusadora, lastimándola y obligándola a poner distancia conmigo para protegerse. La paciente me escribió después de 2 semanas sin saber nada de ella, y pidió que tuviéramos la sesión a su hora normal. Durante esa sesión, Miranda habló acerca de la inconformidad que sentía con respecto a su universidad y a su elección de carrera, diciendo que deseaba poder tener un trabajo como el mío en un consultorio grande, luminoso y llena de pacientes. Este discurso, despertó en mi la necesidad de abrazarla y decirle que todo estaría bien, pero decidí guardar silencio y seguir escuchando lo que tenía para decir. Después de algunos minutos de seguir idealizándome, retomó el enojo que sentía porque la única persona cercana a ella era su psicóloga. Ante esto, yo le dije que sentía que yo tenía todo lo bueno que ella se sentía incapaz de tener, y que si en su mente yo tenía todo, entonces eso lo dejaba a ella sin nada. Miranda rompió en llanto, la sesión siguió, pero nuevamente, desapareció.

Desde que Miranda se fue, la he tenido en mi mente, y he intentado entender qué pasó, qué falló, tal vez es por eso que ahora la pienso también en este escrito. Y a pesar de que no tengo todas las respuestas, pienso que el no hablar suficiente acerca de los aspectos envidiosos puestos sobre la transferencia, fue aquello que hizo que se agrandaran, hasta que fuera imposible lidiar con ellos. Derivado de la envidia hacia un objeto acompañante-persona, coexiste la culpa de estar dañando al objeto vivo. A partir de la culpa, se entra en un bucle difícil de romper, pues cuando el sujeto logra reacercarse al objeto que en la mente fue dañado y se da cuenta de que sigue ahí, conservando sus aspectos cariñosos, la envidia surge nuevamente, imposibilitando la capacidad para introyectar los aspectos libidinales que el otro ofrece.

Cuando el vínculo analítico logra atravesar este sendero, el espacio analítico será aquel que funja como un espacio transformacional, donde podrán no solo reeditarse, sino experimentar por primera vez aquello que nunca pudo ser experimentado. Miriam Hernández, en su escrito: “El duelo como capacidad estética de la pulsión destino.”, explica que muchas veces, los pacientes no necesitan una explicación acerca de lo que les pasa, necesitan más bien una experiencia. “En este sentido, podríamos decir que el paciente necesita un vínculo, más que una razón; una co-creación con una mente separada” (Hernández, 2023).

En medio del desastre, el sujeto tenderá a olvidar, a escindir, a negar, pues es lo que ha aprendido a hacer con lo que ha estado a su alcance, en algunos casos, aquello que el espacio analítico ofrece no podrá ser incorporado y entonces, será rechazado, vomitado. Pero en otros casos, el espacio analítico podrá fungir como aquel destello que alberga un sin fin de posibilidades. Un destello entre las ruinas, entre los escombros, un destello que, en conjunto, paciente y analista podrán descubrir, descubrir los recuerdos que la memoria perdió y experimentar lo que antes no se vivió.

Y cuando se creía, que solo ruinas había, entre el polvo y los escombros, un capullo se escondía.

Bibliografía

  • Bollas, C. (1987). La sombra del objeto: Psicoanálisis de lo sabido no pensado. Ed. Amorrortu. Buenos Aires.
  • Botella, C. (2011). Sur les “limitations” de la méthode freudienne. Revue Française de Psycho- somatique, 40, 109-132.
  • Botella, C., & Botella, S. (1992). La posición metapsicológica de la percepción y lo irrepresentable. Revista de Psicoanálisis, 49, 3/4.
  • Freud, S. (1894) Las neuropsicosis de defensa. En Obras completas Vol. III. Buenos Aires: Amorrortu editores, 1976.
  • Freud, S. (1896a) Nuevas puntualizaciones sobre las neuropsicosis de defensa. En Obras completas Vol. III. Buenos Aires: Amorrortu editores.
  • Gónzalez, A. (s.f) Objeto acompañante en las crisis post-traumáticas.
  • Hernández, M. (2023). El duelo como capacidad estética de la pulsión destino. Una mirada intersubjetiva. Comunicación personal.
  • Roussillon, R. (1999). Agonie, clivage et symbolisation. Paris: PUF.
  • Winnicott, D.W. (1963). El miedo al derrumbe. En: Exploraciones psicoanalíticas I. Buenos Aires: Paidós, 1993.
  • Imagen: Pexels/Serkan Gönültaş