María Paula Navarro
“Para los niños, la separación es una divisoria que altera sus vidas para siempre. El mundo comienza a percibirse como un lugar mucho menos confiable y más peligroso, ya que las relaciones más íntimas de sus vidas no volverán a mantenerse firmes. Pero más que ninguna otra cosa, esta nueva ansiedad representa el fin de la infancia”
Judith Wallerstein (2000)
Desde hace casi dos años he trabajado en Grupo Julia Borbolla, un consultorio en el cual nos dedicamos a hacer evaluación psicodiagnóstica con niños y adolescentes. Desde que empecé mi práctica en dicho consultorio, la frecuencia con la que los motivos de consulta tienen que ver con la separación o el divorcio de los padres, me han hecho pensar e interesarme profundamente por el proceso que viven los niños ante dicha situación. En la mayoría de los casos, nos encontramos con padres y madres muy angustiados y llenos de culpa, que están viviendo su propio proceso de duelo, y llegan con la intención de que podamos darles un poco de claridad en cuanto a la forma en la que sus hijos están viviendo la separación, desde su mundo interno; sobre todo, buscan orientación para que sus hijos “no sufran”.
En el presente trabajo se hablará acerca de estos hijos, niños y adolescentes menores de 18 años, y el proceso por el que atraviesan ante las diversas pérdidas que la situación conlleva, desde un punto de vista psicoanalítico. De la misma forma, considero un error pensar en una sola manera de vivir estos duelos, por lo cual intentaré abarcar distintos escenarios y sus posibles implicaciones.
En su trabajo “El Divorcio, Una Aproximación Psicológica”, Pérez Testor (2009) establece que, ante una situación de ruptura, no solo la pareja se siente desorientada, sino todo el entorno; “aunque el divorcio cristaliza una situación que ya era conflictiva, supone oficializar la ruptura de la pareja y del núcleo familiar, lugar privilegiado de intercambio y de protección de la pareja y sus hijos” (Meltzer y Harris, 1989 como se citó en Pérez Testor, 2009).
Siguiendo esta misma línea, se puede decir que el divorcio constituye una experiencia de riesgo para toda la familia, ya que implica una supresión de los puntos de referencia y una desaparición transitoria de las líneas de desarrollo. La reacción, tanto de los padres como de los hijos, puede ser normal o patológica; esto dependerá en gran medida de la manera en la que se desarrolle el proceso de la separación, así como de las disposiciones estructurales de cada miembro de la familia. Dicho de otro modo, la disolución del matrimonio trae con ella una pérdida de equilibrio que implica sufrimiento tanto para la pareja como para los hijos; sin embargo, es una situación que no constituye ninguna patología o trastorno por sí misma. (Wallerstein y Blackeslee, 1995 como se citó en Pérez Testor, 2009).
Melanie Klein (1934) describe el duelo como una serie de procesos psicológicos que comienzan ante una pérdida y se dan por concluidos con la reintroyección del objeto interno perdido. Dicho proceso dinámico modifica la situación de quien ha sufrido una pérdida, frustración o decepción. Ante dicha situación, Bowlby (1968) nos habla de tres fases por las que se puede pasar; protesta, desesperanza y desafección. Desde el modelo de comprensión psicoanalítico, toda separación supone una pérdida; por lo tanto, cuando hablamos de divorcio hablamos necesariamente de duelo; pero no solo de la pareja, sino también de los hijos. (Pérez Testor, Davins, Valls y Aramburu, 2009).
En su libro “Divorcio, Una Mirada Psicoanalítica a un Fenómeno Social en Aumento” la psicoanalista Susana Velasco (2017) nos habla acerca del trabajo de duelo familiar, que se da paralelo a los procesos individuales. Tomando en cuenta que el vínculo familiar posee su propia identidad, la autora propone distintas tareas a realizar en conjunto:
- “El reconocimiento compartido de la pérdida y los cambios que supone la separación, no dando falsas esperanzas y expectativas.
- La expresión y verbalización compartida de las múltiples emociones y el dolor, en un ámbito suficientemente flexible que promueva y permita, al ritmo e intensidad que cada uno tolere, que se manifiesten los sentimientos, filias, fobias, ansiedades y dudas.
- La reorganización de la estructura y del funcionamiento familiar, teniendo en cuenta que algunas de las funciones del ausente deberán ser suplidas por uno o repartidas entre los miembros que conviven de cerca.
- La reintegración paulatina a una nueva vida, con nuevas relaciones, intereses, actividades y objetivos, lo cual supone el logro del trabajo de elaboración del duelo y, por ende, la apertura de espacios en el mundo interno y en el externo, para posibilitar dicha reintegración” (Velasco, 2017)
Según esta autora, el impacto psíquico y los efectos conductuales que el divorcio tiene sobre los hijos, dependen de distintos factores, entre ellos, el adecuado trabajo de duelo. Sin embargo, menciona también otros factores de suma importancia, como lo son la edad de los hijos al momento de la separación, su capacidad para enfrentar la adversidad y aprender de ella, la dinámica familiar predominante y el vínculo previamente establecido entre los padres y sus hijos.
Cuando el sentimiento de culpa es demasiado abrumador, algunos padres cometen el error de preguntar a sus hijos su opinión acerca de la separación, aumentando la carga de responsabilidad en ellos, en especial si estos están atravesando por la etapa de adolescencia. No es el lugar de los hijos que viven dentro de una dinámica conflictiva participar en una decisión que aumente el conflicto de lealtades que, de por sí surge con la separación.
De los factores mencionados anteriormente, me parece importante profundizar en la edad de los hijos. Es frecuente que quienes son padres de recién nacidos consideren que ellos no perciben ni pueden entender lo que sucede, y por lo tanto no sufrirán afectación alguna. Sin embargo, sabemos que esto no es así. Contrario a dichas
creencias, los recién nacidos alcanzan a percibir las emociones; lo que aún no pueden lograr es la representación simbólica por medio de la palabra. De esta forma, recurren a otros medios de expresión, como lo son el llanto, las manifestaciones somáticas, la falta de apetito o la voracidad. Al funcionar como una especie de termómetro del estado de ánimo de sus padres, el lactante logra equilibrarse de manera gradual en la medida en que las tensiones van disminuyendo.
Los niños aún no son capaces de integrar la realidad a través del pensamiento; no entienden lo que sucede con claridad. Por esta razón, requieren de un cuidador que pueda contener y metabolizar sus emociones, procesándolas a través de cuidados y palabras que le permitan al niño expresar su dolor y tranquilizarse.
Carlota, una paciente de 4 años menciona mientras jugamos;
“Yo creo que mi mami se volvió mala, porque antes, ella le hacía un campito a mi papi en su cama, y ahora ya no; ahora mi papi tiene que irse a dormir a otra casa en las noches”.
Hablando específicamente de los niños entre los dos y los cuatro años de edad, se observa que estos tienden a presentar conductas regresivas ante la ruptura familiar, volviéndose más dependientes. Según Erik Erikson (1993), hablamos de la etapa de “autonomía vs. Vergüenza y duda”, durante la cual, ambos padres representan las relaciones más significativas del niño. En este sentido, se puede decir que la separación de los padres aparece como una situación externa que, de cierta forma, potencializa los desafíos de la etapa misma.
Un ejemplo de esto es la integración del menor al preescolar; el niño ya no solo debe enfrentarse a la angustia de separación normal que aparece ante el miedo de ser abandonado por la madre en un contexto desconocido. La escuela se convierte entonces en un “campo fértil” para manifestar síntomas, entre los cuales son muy frecuentes las fallas en el control de esfínteres, los episodios de llanto, la dificultad para relacionarse con sus pares y la deficiencia en el rendimiento académico. En casa, aparecen frecuentemente síntomas como pesadillas, rebeldía y, en los casos extremos, pueden aparecer conductas de aislamiento y aplanamiento afectivo. En este sentido, lograr la adquisición de un sentido de autonomía, que según Erikson (1993) constituye uno de los logros de la etapa, se vuelve más difícil.
Con el comienzo de la etapa fálico-edípica, empieza a manifestarse el sentimiento de culpa mediante la fantasía, consciente o inconsciente, de haber separado a los padres. Hablamos de la etapa en la que se manifiesta el deseo de ocupar el lugar del “padre rival”, para así poder quedarse con el progenitor del sexo opuesto. Cuando sucede un divorcio durante esta etapa, dicha fantasía inconsciente, de alguna forma, se vuelve realidad, lo cual genera en los hijos conflicto y dolor.
Durante el complejo de edipo, los niños deben renunciar al objeto edípico y reconocer su lugar para poder identificarse con el padre del sexo opuesto, conservar el amor de ambos progenitores y aprender a tolerar la rivalidad y la ambivalencia. En los casos de divorcio, los hijos deben encontrar figuras sustitutas, o bien, llevar a cabo el proceso con padres separados, lo cual lo vuelve más complicado. A pesar de que dicho proceso sucede en un nivel inconsciente, se entiende el sentimiento de culpa que experimentan, ya que, desde su pensamiento omnipotente, propio de la infancia, lograron separar a sus padres.
El sentimiento de culpa ante el divorcio de los progenitores no es exclusivo de quienes atraviesan por la etapa edípica; este también se presenta en quienes se encuentran en la edad de la latencia, pero se manifiesta de una manera distinta. Antes, el niño temía que sus padres murieran o desaparecieran por completo; ahora lo que se teme no es perder a los padres, sino su amor. Durante esta etapa, ya existe un entendimiento de lo que es la separación, lo cual trae consigo una gran frustración al darse cuenta de que nada de lo que hagan podrá evitarla.
Durante la etapa de latencia, que va de los 6 a los 11 años aproximadamente, los hijos pueden reaccionar de forma regresiva o adoptar conductas de responsabilidad excesiva. Pueden aparecer también conductas retadoras hacia las autoridades, así como bajo rendimiento escolar. Estos niños buscan en otros adultos ayuda para evitar el divorcio de sus padres. En la mayoría de los casos, culpan al padre con el que se quedan de la separación, ya que no fue capaz de lograr que el otro progenitor se quedara. Al mismo tiempo, culpan a quien se va por haberlos abandonado (Velasco, 2017).
Tal es el caso de Romina, una paciente de 10 años que en consulta me cuenta;
“No sabes lo que pasó, yo pensaba que mi mamá era la mala, porque pues ella fue la que corrió a mi papi de la casa, pero me acabo de enterar de que el culpable de todo fue mi papá, él fue el que quiso separarse de mi mamá, y además, creo que tiene otra novia. A lo mejor tú podrías decirles, no sé, que esto del divorcio me ha lastimado mucho y que todo sería mejor si se perdonaran y fueran esposos otra vez”.
En cuanto a la adolescencia, hablamos de una etapa conflictiva por sí misma, en la cual se acentúan las exigencias pulsionales, se reviven los conflictos edípicos, y por lo tanto la rivalidad con el progenitor del mismo sexo. “Cuando el divorcio sucede en esta etapa, los adolescentes se sienten aún más afligidos por los conflictos de lealtad, así como por la propia sexualidad y la de los padres, aunque en apariencia y conscientemente puedan a veces actuar lo contrario, es decir, mostrando indiferencia” (Velasco, 2017).
Es común que padres divorciados con hijos adolescentes desplacen, de manera inconsciente, los conflictos de pareja a la relación con sus hijos. Un ejemplo de esto son los padres que, tras la separación de su pareja, comienzan a imponer a sus hijos horarios de llegada que no se cumplirán, y a controlar y restringir sus salidas más que antes; aprovechan los pleitos que surgen para confrontar a los hijos con el progenitor al que va dirigida la agresión.
“Independientemente del género y la edad, los hijos desean, a veces con verdadera obsesión, reunir de nuevo a sus padres en un intento de recuperarse ellos mismos y no sentirse escindidos” (Velasco, 2017).
Para quienes no han llegado a la adolescencia, no tiene sentido alguno dividir a la familia para resolver sus problemas; les resulta extraño y aterrador. En la mayoría de los casos, los hijos no quieren adaptar sus vidas al divorcio; lo que realmente quieren es componer el matrimonio de sus padres, y esperan que esto suceda, en ocasiones, durante años (Wallerstein, Lewis y Blakeslee, 2000).
Según R. Weiss (1979), se requiere de un periodo de tiempo de entre dos y cuatro años para que quienes estuvieron implicados de manera directa en la ruptura, logren resolver de una manera constructiva los conflictos generados por la separación (Pérez Testor, Davins, Valls y Aramburu, 2009).
A pesar de que los panoramas post-divorcio pueden ser muy distintos, todos ellos conllevan cambios, dificultades y sacrificios que ponen a prueba a la familia. Los daños del divorcio en los hijos pueden moderarse si desde el principio se les dice la verdad y se les tranquiliza acerca del futuro. La capacidad de los padres de hablar acerca de sus hijos las veces que sea necesario y ponerse de acuerdo, también resulta fundamental (Velasco, 2017).
Judith Wallerstein fue una psicóloga e investigadora estadounidense, considerada como la primera autoridad mundial en los efectos del divorcio en niños. Llevó a cabo una investigación, que comenzó con 131 niños cuyos padres se estaban divorciando, y a quienes siguió durante los siguientes 25 años.
En su libro, “El Inesperado Legado del Divorcio”, menciona que con frecuencia, el divorcio ocasiona un colapso de la capacidad de los padres de ejercer sus funciones parentales; dicho colapso puede ser parcial o total, y puede durar meses, y en algunos casos, hasta años después de la separación. La preocupación de rehacer sus propias vidas y los diversos problemas que los inundan de un momento a otro, les impiden reconocer y atender las necesidades de sus hijos. Suele suceder en estos momentos que uno de los hijos comienza a asumir responsabilidades que antes no le correspondían. Al mismo tiempo, comienzan a actuar como padres de sus propios padres, fungiendo como confidentes y consejeros (Wallerstein, Lewis y Blakeslee, 2000).
Aitana, de 11 años, llegó a consulta tras la separación de sus padres. Su madre me pidió explícitamente que tuviera mucho cuidado en no decirle a su hija que la razón de la separación había sido la infidelidad de su padre.
“Desde que mi papá se fue de la casa, yo me duermo con mi mamá, así no está sola. A veces llora en las noches cuando cree que ya estoy dormida; una vez escuché que le habló por teléfono a mi papá, él estaba en un lugar con música y mi mamá se enojó mucho y le dijo que seguro ya estaba con su vieja esa. Yo sentí feo, pero me gusta dormirme con mi mamá para que no se sienta tan triste”
Según esta autora, la culpa y la compasión son las que mueven a los hijos a dar un paso adelante. Esta es una de las maneras en las que el divorcio modifica la personalidad del niño a lo largo de su desarrollo. “La protección, que implica el sacrificio de los propios
deseos para satisfacer las necesidades de otros, es una triste preparación para poder realizar elecciones felices en las relaciones adultas” (Wallerstein, Lewis y Blakeslee, 2000).
En general, el planteamiento de Judith Wallerstein se diferencia de otros, ya que en este no se considera el divorcio de los padres como un evento que se resuelve con un adecuado proceso de duelo, sino como una experiencia acumulativa, cuyo impacto va incrementando con el tiempo, permanece presente a lo largo de la vida y tiene efectos sobre la personalidad. Nos habla entonces acerca de dos “creencias erróneas” que, según ella, son las que sustentan nuestras actitudes generales hacia el divorcio.
La primera de dichas creencias consiste en pensar que el divorcio rescata a los hijos de un matrimonio infeliz, y que si los padres son felices, los niños también lo serán; por lo tanto, se cree que los niños estarán mejor con dos padres divorciados pero felices, que con dos padres casados pero infelices. Según las investigaciones de esta autora, la realidad es que a los niños no les importa mucho si sus padres viven dentro un matrimonio infeliz, siempre y cuando la familia permanezca unida; “Los niños en las familias divorciadas no son más felices, saludables o mejor adaptados aunque uno o ambos padres sean más felices” (Wallerstein, Lewis y Blakeslee, 2000 ). Según esta autora, incluso los hijos de matrimonios violentos desean que sus padres permanezcan juntos; quieren que dejen de pelear, pero también que sigan siendo pareja.
“Un segundo mito se basa en la premisa de que el divorcio es una crisis temporaria que ejerce sus efectos más dolorosos sobre padres e hijos en el momento de la separación” (Wallerstein, Lewis y Blakeslee, 2000 ). Dicha creencia sostiene la idea de que, si se llega a acuerdos sobre la custodia, los gastos y la residencia de los hijos en el momento del divorcio, los niños pronto estarán bien. Sin embargo, la investigación de Judith demuestra que no es así.
“El divorcio es una experiencia que transforma toda la vida. La infancia es diferente después del divorcio. La adolescencia es diferente. La adultez, con la decisión de casarse o no, de tener hijos o no, es diferente” (Wallerstein, Lewis y Blakeslee, 2000 ). Asegura también que, el mayor impacto del divorcio no se da durante la infancia o adolescencia – es decir, al momento de la ruptura familiar – sino en la adultez, cuando aparece el reto de tener una pareja.
“Cuando el matrimonio se rompe, los niños adquieren un nuevo significado para sus padres. Se pueden convertir en una carga mucho más pesada. O son un desafortunado residuo de un sueño que fracasó. O quizá pueden brindar esperanza y significado a la vida de uno de los padres. Después del divorcio, una sorprendente cantidad de adultos busca a sus hijos para que los ayuden con sus problemas” (Wallerstein, Lewis y Blakeslee, 2000).
En el caso de Úrsula, una paciente de 17 años, el momento del divorcio de sus padres cuando ella tenía 12 años la convirtió en el pase para ver quién se quedaba con el departamento que habían comprado en conjunto;
“Cuando se divorciaron legalmente, mis papás me dieron a escoger con quién quería vivir; yo quería irme con mi papá, pero sabía que quien se quedara conmigo se quedaba con el departamento, así que decidí quedarme con mi mamá, que en ese momento no tenía trabajo. Fue muy feo, recuerdo que lloraba mucho, sentía que de cualquier forma estaría traicionando a alguno de los dos”.
Existe también la fantasía de que, tras la enorme pérdida que implica la ruptura familiar, aparecerá la estabilidad en forma de un segundo matrimonio más feliz. La realidad nos demuestra que, tristemente, en la mayoría de los casos, estos hijos experimentan varias pérdidas mientras sus padres buscan una nueva pareja. Cada una de ellas trae consigo perturbaciones y dolorosos recuerdos de la primera pérdida. Las investigaciones de J.W. aseguran que, mientras más relaciones fallidas tengan los padres después del divorcio más se lastima a los hijos, ya que el impacto de las pérdidas repetitivas es acumulativo (Wallerstein, Lewis y Blakeslee, 2000).
Úrsula, la misma paciente mencionada anteriormente, cuenta;
“Ahora me arrepiento de haberme quedado con mi mamá; en cuanto mi papá se fue, ella empezó a meter a la casa hombres que para mí eran completamente desconocidos. Su relación con Alex fue violenta desde el principio y siempre me metieron en medio. Hace poco intervine en una de sus peleas y vi como él golpeaba a mi mamá, me puse como loca. Ahora siento que si me voy, dejo a mi mamá desprotegida; ella me ha demostrado que no sabe cuidarse sola”
Según la Dra. Susana Velasco (2017), uno de los errores más comunes que cometen los padres, es pensar que sus hijos no necesitan ayuda para procesar lo que está sucediendo. En ocasiones, los padres asumen actitudes narcisistas, negando las necesidades de sus hijos; no piensan a sus hijos como personas que sienten y necesitan contención. Dicha incapacidad de empatía de los padres promueve en los hijos el desarrollo de un “falso self”. De la misma forma, se espera que los hijos de este tipo de padres presenten una “pseudoresiliencia”, actuando como si fueran mayores y tuvieran total control de la situación.
Definitivamente, el divorcio de los padres implica un cambio de vida. Esto significa que, además de los retos que implica internamente, la familia también debe enfrentarse a los cambios que suceden en el exterior de la familia. Lamb (1977, en Velasco, 2017) nos habla de ciertos factores de riesgo que nos ayudan a predecir el pronóstico de los hijos; entre ellos se encuentran la ausencia de un rol masculino, la pérdida del ingreso familiar y el aislamiento social.
En cuanto a los factores de protección, me parece pueden resumirse en lo siguiente; “El proceso de duelo puede aparecer también en los hijos. Si la pareja puede mantener sus funciones parentales a pesar de la ruptura conyugal, protegerá el proceso ayudando a sus hijos a elaborar la separación de los padres evitando complicaciones psicopatológicas” (Pérez Testor, Davins, Valls y Aramburu, 2009).
En cuanto a nuestro trabajo con estos hijos de padres divorciados desde la clínica, quisiera pensar que los efectos a largo plazo de los que se habla pueden minimizarse si existe un espacio analítico, en el cual elaborar la serie de pérdidas que conlleva el proceso, y el impacto que estas pueden tener sobre la identidad. Me parece que nos toca acompañar a la persona, no solo durante la separación, sino a lo largo de su vida, cuando ante distintas situaciones, se reviven dichos duelos y se hace evidente el inmenso dolor que parece estar presente a pesar de los años. Me atrevo a decir que lo más importante que podemos hacer por estos pacientes, es ayudarlos en la tarea de integrar a sus figuras parentales, con su luz y su sombra, sus errores y sus aciertos, y sobre todo, recordando su humanidad. Considero que, de las cosas que más pueden aliviar el dolor de una persona en este sentido, por simple que pueda sonar, es entender que sus padres, desde su lugar, con sus propias historias, angustias y limitaciones, hicieron lo mejor que pudieron.
Bibliografía
- Testor, C. P., Pujol, M. D., Vidal, C. V., & Alegret, I. A. (2009). El divorcio: una aproximación psicológica. Universidad Ramon Llull, 2, 39-46.
- Judith S. Wallerstein, Julia M. Lewis, Sandra Blakeslee. (2000). El Inesperado Legado del Divorcio. Buenos Aires, Argentina: Atlantida.
- Susana Velasco Korndorfefer, Luisa Rossi H. (2017). Divorcio – Una Mirada Psicoanalítica a Un Fenómeno Social en Aumento. Ciudad de México, México: Editores de Textos Mexicanos, S.A. de C.V.
- Erik H. Erikson. (1993). Infancia y Sociedad. Buenos Aires, Argentina: Ediciones Hormé S.A.E.
- Sigmund Freud. (1924). El Sepultamiento del Complejo de Edipo. En Obras Completas XIX(177-187). Argentina: Amorrortu Editores.