Por: Sebastián Ortega

Estimados lectores, muy buenos días, tardes o noches. El día de hoy quiero hablarles de aquellas cosas que se quedan grabadas en el fondo de nuestra mente y que aunque pareciera que las olvidamos, no dejan de estar ahí y tener efectos.

Si ustedes ya estaban navegando en internet a mediados de los 2000’s, es probable que sean familiares con el primer ejemplo que traigo a la mesa, El Juego. Si son familiares con este experimento de pensamiento, déjenme decirles que “acaban de perder el juego”. Para quienes no lo conocían, les explico. “El Juego” es “un experimento de pensamiento que no tiene un origen exacto, pero que lo más probable es que fuera creado en 1977 por los miembros de la Sociedad de Ciencia Ficción de la Universidad de Cambridge quienes trataban de crear un juego que no se adaptara a la teoría de juego estándar” (Wier, 2022).

El Juego es una dinámica en la que no se gana, sino que se busca no perder. Se rige por 2 premisas básicas.

La primera es que en el momento en que piensas en El Juego, acabas de perder.

La segunda es que cuando pierdes lo anuncias en voz alta para quienes estén presentes, lo que causa que ellos también pierdan. (Fernández, 2023) O bien, anunciarlo de alguna manera.

Incluso hay versiones de las reglas en donde se especifica que todo el mundo está jugando “El Juego”, sean conscientes o no de ello, y que no pueden negarse a jugar, así como que uno nunca deja de jugarlo. (Wier, 2022)

En este momento algunos de los aquí presentes acabamos de perder el juego y para nosotros la dinámica se reiniciará una vez que dejemos de pensar en ello y vuelva su lugar en el “olvido”, para que la próxima ocasión que lo recordemos debamos volver a anunciar que “hemos perdido”. Para otros, que acaban de descubrir “El Juego”, les hizo sentido, y algún momento se les olvidará, pero eventualmente, alguna situación les recordará este teórico o la existencia de “El Juego” y recordarán las reglas, se subirán al barco, anunciarán que perdieron, y probablemente explicarán las reglas a alguien más. Para otras personas, este experimento de pensamiento no les hará sentido, y simplemente se les olvidará, no entrarán en la dinámica y la próxima vez que alguien anuncie que perdió y les explique de nuevo “El Juego” responderán con un “¿de qué me hablas?”.

Este ejemplo me hizo pensar en que existe una diferencia entre percibir y dar cuenta de algo. Tenemos por un lado la percepción, que no es sólo el registro de los estímulos por vía sensorial como la vista o el oído, sino la interpretación de la información que permite definir el mundo que nos rodea y así así ser sometido a un procesamiento (Smith, y Kosslyn, 2008).

Por ejemplo, yo les puedo decir el número 55 60 68 41. No sólo están escuchando los sonidos, sino que pueden registrar que son números, es decir, percibirlos e incluso dar cuenta que se trata de un número telefónico. Sin embargo, para ustedes ese número no significa nada y seguramente para cuando termine de leer este texto ya se les habrán olvidado. Esto se debe a que este número, para ustedes, desde el lenguaje freudiano, no está catectizado, o como lo definirían Laplanche y Pontalis (1967), para ustedes no “tiene energía psíquica unida a una representación o grupo de representaciones”. Dicho desde un lenguaje bioniano, ustedes no tienen una “experiencia emocional” (Bion, 2014) que atraviese ese número telefónico por medio de la vivencia y la palabra; mientras que para mí es el teléfono que teníamos en la casa donde crecí. No está en mi mente todo el tiempo, pero de vez en cuando llega a mi mente el recuerdo de ese número. Volviendo a Laplanche y Pontalis, como tiene catexia es que vuelve a mi mente, pero persiste en mi mente porque dejó una huella mnémica (1967), ya que en mi caso el aprender ese número refiere a una conexión de cuidado y amor con mi familia, de la misma forma en que ustedes tendrán recuerdos de esa conexión familiar que de repente vienen a su memoria como números de teléfono, canciones, comidas, aromas o cualquier objeto que hayan catectizado de esa manera y que haya dejado una huella en su memoria.

Este proceso de simbolización y acercamiento hacia aquellos elementos que aparecen de vez en cuando se vuelven más asequibles a manera que se pueden colocar bajo una representación palabra. Para profundizar en este punto, quisiera avocarme a la teoría lacaniana del estadio del espejo. Aquél donde por medio del lenguaje, la madre coloca sobre el bebé ciertas representaciones desde su mundo simbólico que caerán sobre éste a manera de representaciones imaginarias (Bleichmar y Bleichmar, 1989), creándole un vínculo con estas; y no será hasta el momento de dar un paso a la inmersión del registro de lo simbólico que podrá darles un sentido para convertirlas en significantes. Para el sujeto será más fácil simbolizar una palabra que ya ha escuchado, tal vez desde el vientre materno con la cuál se podrá identificar, que la dificultad que representaría poder apropiarse de alguna palabra que nunca ha escuchado y que por lo tanto le resultará ajena. Tal vez es por eso que nuestros ideales en la cultura mexicana apunten hacia lo bueno, lo abnegado o lo exitoso en lugar de apuntar a lo honorable como podría pensar como ideal de culturas orientales.

Esta forma de cómo al simbolizar y apropiarnos de ciertas palabras las vuelve más cercanas a nuestro entendimiento podemos pensarlas en la manera en cómo al escuchar una palabra nueva nos “abre el oído” a esta palabra, pues al dar cuenta de ella sucede un fenómeno en el cual nos parece empezar a escucharla en todos lados, pues esta representación se ha vuelto parte de nuestro acervo, se ha vuelto un elemento alfa más que nos ayuda en nuestra capacidad de pensar. Un ejemplo de esto es el concepto japonés del kintsugi, que quiere decir “reparar con oro” (Rebón, 2017) el cuál se refiere a la técnica de reparar cerámica rota con un barniz mezclado con polvo de oro que hace que las marcas de las rupturas sean visibles, pero enmarcadas de este material, haciendo que las partes rotas adquieran un nuevo significado y un mayor valor. Este concepto puede ser extrapolado a la percepción de uno mismo y cómo las heridas y las experiencias dolorosas pueden ser resignificadas para incorporarlas a nosotros y salir más fuertes de ellas asumiendo la autenticidad de nuestra propia fragilidad, pues ha sido una ruptura de la que pudimos recuperarnos y crecer. Este concepto lo escuche hace algunos años y desde entonces lo he visto con mayor frecuencia y no lo he olvidado, aunque no piense constantemente en él, o tal vez le he podido poner más atención cuando lo mencionan. Independientemente de la razón, sé que se ha vuelto parte de mi acervo de elementos susceptibles de pensamiento pues ya está dentro de los elementos simbolizados que componen mi aparato para pensar. De la misma forma en cómo “El Juego” se ha vuelto un elemento que compone mi aparato para pensar y aunque no piense activamente en él, se mantiene presente tras bambalinas y ocasionalmente resurge. Que, por cierto, “volví a perder”.

Volviendo a los elementos olvidados que nos aparecen de nuestra historia, cabe mencionar que nos pueden aparecer de distintas maneras. Para traerlos a la consciencia es necesario que sean simbolizados y apalabrados, en términos de Bion (2014) que sean elementos alfa susceptibles de ser pensados, o desde términos lacanianos, que esté suscrito al registro de lo simbólico y con la posibilidad de estar sujeto al lenguaje (Rabinovich, 1995). Sin embargo, no todo lo que queda marcado aparece de esta forma pensada y verbalizada, como lo llega a plantear Freud en “recordar, repetir, reelaborar” (1914). Aquello que no se recuerda y no se elabora se repite y puede salir a manera de síntoma o puede quedarse dentro de lo reprimido. Estos elementos de la historia personal que llevan una carga mental y aparecen de repente me hace pensar en el momento estético de Bollas (1997), quien lo define como “una cesura temporal en que el sujeto se siente amparado en simetría y soledad por el numen del objeto”, una comunión con este elemento que nos deja sin palabras. Por un lado, puede ser la relación con un objeto transformacional que fue bueno en un momento de una etapa preverbal y que en el encuentro de este momento estético da una sensación de júbilo. A mí me pasó alguna vez que al comerme una quesadilla de chicharrón prensado se me salieron las lágrimas por el sabor sin entender por qué, similar al personaje Anton Ego en la película de Ratatouille (2007) en la escena que regresa de golpe a su infancia al probar el platillo de Remy. Al pensarlo un momento recordé la relación que tiene mi familia con la comida y cómo a través de ella expresan el cariño y el cuidado. Sin embargo, por otro lado, un fracaso en la experiencia vincular con un objeto transformacional que no fue bueno, como la experiencia de un ludópata al apostar, puede leerse como un intento por restituir la relación con este objeto, haciendo un símil a la compulsión a la repetición, donde no se recuerda esta relación, sino que se actúa.

Estas marcas en la vida por experiencias cargadas de catexias que no se olvidan, pero aparecen, pueden generar montos enormes de angustia. Es por eso que nuestra mente busca mantenerlas reprimidas, como lo menciona Freud en “lo inconsciente” y en “la represión” (1915) por lo displacentero de estos elementos. De misma forma es que otros mecanismos de defensa entran en acción. Desde la racionalización, la anulación y el aislamiento ideoafectivo en estructuras obsesivas hasta defensas más regresivas como la proyección, negación o escisión en la esquizofrenia o en estructuras ubicadas en una posición esquizoparanoide (Kaon, 1991). Pienso en la forma que en que se usa la negación en las personas trans, quienes tratan de borrar su pasado eliminando la referencia a la historia anterior a su transición con el uso del concepto del “deadname” (Ortiz, 2023), sin embargo, creo que se genera una paradoja temporal, pues si pudiésemos borrar esa parte de su historia no habría un camino que les llevara a significarse como las personas que son en la actualidad y que decidieron realizar la transición. Es como si se tratase de pensar en uno mismo como un pizarrón blanco, que con agua y alcohol es posible borrar las marcar de plumón para dejarlo como nuevo, sin embargo, como sujetos, esas marcas no se borran, somos como la pizarra mágica que menciona Freud (1925), que aunque borremos lo escrito, lo que estuvo previamente deja marcas que dejan ver parte de nuestra historia.

Esta falta de simbolización y búsqueda de una defensa sucede también con eventos traumáticos, entendiendo el trauma como “aquello que no puede ser tramitado según la norma del principio del placer y por ende se encuentra condenado a una repetición como compulsión mortífera pero también, como intento elaborativo que fracasa una y otra vez: un impedimento en la simbolización de un evento y en términos dinámicos, un fracaso del imperio del principio del placer.” (Palacios, 2016) en donde no se puede recordar ese elemento, sino que se revive, porque debido a lo abrumadoramente intenso de la situación, o contexto, la psique se desestructura y se pierde la capacidad representacional, llega a un punto donde el olvido, la represión y otras defensas no bastan, sino que se transforma en un elemento que aparece y acecha desde cada esquina con objetos a los que se asocia y lo trae al presente.

¿De qué sirve entonces un mecanismo de defensa? Sino de una forma de nuestra mente de tratar de mantener en la oscuridad aquellos elementos que han dejado marca y que no toleramos que sean sacados a la luz. Pues no tendrían sentido si no existiera algo contra lo cual defenderse, o si ese algo pudiera quedar perdido eternamente en las lagunas del olvido o si pudiera ser simbolizado y entonces pasar a ese acervo nuestro de elementos para pensar.

Aquí es donde entra en juego la labor analítica. Si las personas buscan des-ver lo que les ha pasado, es decir, que por obra de lo intolerable de las marcas en su historia no se puede simbolizar, sino que sale a manera de repeticiones, síntomas, mecanismos de defensa o resistencias, es labor del analista propiciar un campo “en el cual el analista contiene (es un continente) las identificaciones proyectivas de ciertos estados mentales del paciente, y que gracias a sus procesos de “reveries” (ensoñación) transforma y permite que estos estados sean reintroyectados y asimilados por el paciente” (Liberman, 2014). Lo que permite que el espacio se vuelva suficientemente contenedor como para que el paciente pueda tolerar “ver” su historia, y que así pueda seguirla viendo y eventualmente pensando. Con esta historia lo suficientemente metabolizada como para poder atravesar ese sufrimiento y poder darle un sentido que pueda ser simbolizado a través de la palabra. Convertirlas de elementos que aparecen por momentos a experiencias propias que tienen un lugar dentro de su propia historia y se vuelvan parte del acervo para pensarse, por medio de las “transformaciones narrativas”, pues “ya no está en juego un análisis que apunta a levantar el velo de la represión o integrar las escisiones, sino un psicoanálisis que se interesa en el desarrollo de instrumentos que permitan el desarrollo y la creación de pensamientos, esto es, del aparto mental para soñar, sentir y pensar” (Ferro, 2006 en Liberman, 2014).

Con esta función del analista en mente me es imposible no pensar en la divina comedia (Alighieri, 2011) donde el analizante toma el papel de Dante, decidiendo entrar en las puertas que recitan “Abandonad toda esperanza, quienes aquí entráis”. Pues es sumamente amenazante iniciar el camino de la introspección y elaboración a través del inicio de un proceso analítico, sin embargo, Dante no caminará solo, tendrá a su analista-Virgilio que lo acompañará, se volverá su confidente, o su continente para no alejarnos de la terminología psicoanalítica, quien no lo guiará en su camino indicándole a dónde ir, sino que lo acompañará señalando en un principio los elementos que hay en su propio infierno, señalándolos para que Dante no evite verlos, y eventualmente, crear un vínculo de confianza tal que le permitirá entablar una relación que sostenga una función narrativa que genere un diálogo que le permita apalabrar lo que ha visto y vivido, que le permita simbolizar e incorporar su historia, para que su infierno no se le aparezca de la nada, sino que pueda narrarlo como parte del camino andado. Que pueda incorporar a su Virgilio como un objeto transformacional, como un elemento con el que desarrolló su capacidad de metabolizar, de pensar y de soñar, que lo introyecte como una función que le permita un día dejarlo atrás y seguir adelante por sí mismo en su camino hacia el purgatorio y el paraíso. Que las marcas que aparecen de su historia no le hagan sólo decir un “acabo de perder” recordando “El Juego”, sino como en el kinstsugi pueda hacerlas propias y llenarlas de oro, a través del psicoanálisis.

 

Bibliografía

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  • Bion, W. (2014) The Complete Works of W. R. Bion, Karnac Books, Londres
  • Bird, B. (2007) Ratatouille, Disney, USA
  • Bleichmar, N. y Bleichmar C. (1989) El psicoanálisis después de Freud teoría y técnica, Paidós, Buenos Aires.
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  • Freud, S. (1915) Lo inconsciente, Obras Completas, Tomo XIV, Amorrortu, Buenos Aires.
  • Freud, S. (1925) Notas sobre la «pizarra mágica», Tomo XIX, Amorrortu, Buenos Aires.
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