Por: María Dávalos
La maternidad es considerada como un proceso psicológico complejo que involucra profundas dinámicas inconscientes, puesto que las experiencias y los conflictos internos de una madre influyen en su capacidad para cuidar y establecer una relación con sus hijos. La maternidad no es solo un estado biológico o cultural, sino que compromete tanto lo corporal como lo psíquico, lo consciente y lo inconsciente, lo imaginario y lo simbólico (Tubert, S., 1996).
La culpa en la maternidad ha sido discutida por diversos psicoanalistas, entre ellos, Melanie Klein (1937), quien habla sobre la ansiedad y culpa que pueden surgir de los sentimientos ambivalentes de la madre hacia su hijo, las cuales pueden ser proyectadas hacia éste, afectando la relación y el desarrollo emocional del bebé. Asimismo, Klein menciona que las madres pueden sentirse culpables por sus sentimientos inconscientes de agresividad o rechazo hacia el niño; esta culpa puede surgir como consecuencia a los impulsos destructivos que la madre teme podrían dañar al hijo, aunque en situaciones normales (sanas), estos impulsos son aplacados por el amor y afecto.
Desde el embarazo, las mujeres empiezan a crearse expectativas de lo que significa ser mamá y cuando llega el momento del parto, se da por hecho que la futura madre está preparada para superar la pérdida de la sensación de fusión con el feto, para adaptarse a la sensación de extrañeza que le puede provocar este nacimiento y para aprender a tolerar las enormes exigencias que le impone la total dependencia del nuevo ser. Todo esto supone una “conmoción” para la madre: sus posturas anteriores, sus vínculos, la imagen de sí misma… están todos sujetos a cambios. En algunos casos, el resultado es una nueva identificación maternal, una focalización de los afectos y la capacidad de reconocer y adaptarse a una nueva realidad ineludible (que puede o no coincidir con lo deseado y soñado). Pero también hay quienes sufren síntomas de tristeza, angustia, miedo, preocupaciones y obsesiones que se pueden presentar por características personales o por vinculación. (González, A.)
A pesar de todos los desafíos que esto representa, muchas mujeres, consciente o inconscientemente, eligen experimentar la maternidad más de una vez. Esta segunda experiencia de maternidad presenta retos que se suma al desafío de ser madre por primera vez. Para las madres, un segundo embarazo puede ser una amenaza a la estabilidad y a los vínculos ya establecidos con el primer hijo. Esta nueva etapa plantea el riesgo de desestabilizar la vida que han construido y de debilitar el lazo ya formado. Además, surge el temor de que su capacidad de amar sea limitada, lo que las lleva a preocuparse por la necesidad de redistribuir su afecto, quitándoselo a un hijo para dárselo al otro. Introducir un nuevo miembro a la familia inevitablemente cambiará la dinámica ya existente y la idea de aumentar otro integrante a la familia puede provocar la ansiedad de cómo equilibrar la atención y el cuidado sin hacer sentir a ninguno de los hijos menos amado.
Quisiera compartir un testimonio que representa el sentir de una madre ante el segundo embarazo: “Cuando mi hija tenía 2 años quedé embarazada por segunda vez. Al principio creía que iba ser un embarazo tranquilo como el primero, pero no fue así. En el último trimestre mi hija empezó a resentir lo que estaba pasando: estaba muy sensible, lloraba y hacía berrinches por todo. Una semana antes de nacer el bebé, ella se enfermó y esto nos sirvió para estar juntas por última vez, ella y yo solitas.
El día que nació el bebé, al salir de casa ella lloraba y gritaba “no me dejes”. Todo el camino hacia el hospital me fui llorando; me dolía el corazón, sentía un vacío, me dolía no poder estar con ella, sentía que la estaba traicionando y que le estaba provocando dolor.
Al regresar a casa la dinámica cambió, tuve que dejar de hacer muchas cosas con ella y yo sentía un vacío en mi corazón y una culpa enorme por la tristeza que le estaba provocando. Después de un tiempo, pudimos dar nombre a nuestras emociones, retomar algunas actividades y así recuperar nuestra relación y adaptarnos a nuestra nueva familia de cuatro”.
Durante los últimos años he escuchado a muchas mamás hablar sobre este tipo de experiencias, sin embargo, al adentrarme en la búsqueda de información, me di cuenta que es un tema del que no se habla. La falta de bibliografía es notoria, y me lleva a cuestionar las razones detrás de esta ausencia. ¿Podría estar relacionado con cambios en la composición de las familias en la actualidad y con la mayor separación entre el nacimiento priorizar al primogénito, permitiéndole disfrutar de un período exclusivo como hijo único que no se repetirá? Es común escuchar frases y cuestionamientos como “quiero disfrutarlo”, “¿quién asegura que un niño necesita un hermano para ser feliz?”, “¿y si tener un hermano no le hace más feliz, sino todo lo contrario?”. Además, el cambio de roles ha influido notablemente: las mujeres de hoy enfrentan mayores responsabilidades y no siempre están dispuestas a sacrificar tiempo, dinero, esfuerzo o su bienestar físico. Esta situación contrasta significativamente con la era de Freud y otros pioneros del psicoanálisis, cuando las mujeres, dedicadas principalmente a la maternidad, encontraban en ella su lugar y valor dentro de la sociedad y las familias, a menudo teniendo varios hijos en rápida sucesión. Es posible que este cambio cultural también explique la escasez de literatura contemporánea sobre el tema.
Actualmente en México, el promedio es de 2.2 hijos en comparación con lo que sucedía hace algunos años, en donde las mujeres se dedicaban a tener hijos sin cuestionarse muchas de las cosas que una pareja se cuestiona hoy en día (INEGI, 2022).
Generalmente, las teorías que hablan sobre la relación madre e hijo dan un gran valor al primogénito; cuando escuchamos a diversos autores hablar sobre el tema, casi siempre nos imaginamos a una madre primeriza con todo lo que ello implica. Pero ¿qué pasa con el segundo hijo y los que le siguen? En la sociedad se da por hecho que al ser madre por segunda vez y al ser un camino conocido, el recorrido será más fácil, pero, así como una madre no es la misma para cada uno de sus hijos, los hijos no son iguales para una madre. Muchas veces el segundo embarazo implica mayor movimiento interno y externo.
La “díada materna” es un término psicoanalítico que hace referencia a la relación que se crea entre la madre y el hijo, especialmente en los primeros años de vida del bebé. Según Mahler (1968), esta relación tiene un gran impacto en cómo el niño aprenderá a relacionarse con las personas a lo largo de su vida, en cómo manejará la separación y cómo resolverá el proceso de individuación para el desarrollo del yo. Por otro lado, la díada materna es experimentada de múltiples maneras por la madre, dependiendo de factores personales, psicológicos, sociales y culturales. Desde una perspectiva psicoanalítica, la experiencia de la madre en esta díada puede ser profundamente gratificante, pero también puede estar cargada de ansiedades, conflictos y desafíos. La madre puede sentir una enorme presión por responder adecuadamente a las necesidades emocionales y físicas del niño, y puede experimentar sentimientos de culpa o insuficiencia si percibe que no está cumpliendo con madre sienta una gran vulnerabilidad y preocupación por el bienestar del niño.
La forma en que la madre experimente la llegada de un segundo hijo está también influenciada por su propia experiencia en su familia de origen: cómo fueron sus vivencias como hija, cuál fue el lugar que tuvo, cuál fue su percepción del amor y atención que recibió de sus padres, y cómo fue la dinámica con sus hermanos. Esto puede traer fantasías sobre sus propios hijos, incluyendo el deseo o el miedo de tener más de uno. Cuando hubo hermanos con enfermedades o situaciones complicadas, existe la fantasía de que esta situación se repetirá.
En relación a esto Melanie Klein (1937) escribió: “La naturaleza de las relaciones de la madre con sus hijos cambia, por supuesto, a medida que ellos crecen. Su actitud hacia los hijos mayores estará más o menos bajo la influencia de la actitud que tuvo en el pasado hacia sus hermanos, hermanas, primos, etc. Ciertas dificultades en las relaciones pasadas pueden interferir en sus sentimientos hacia su propio hijo, especialmente si este revela acciones y rasgos que tienden a reactivar en ella los antiguos problemas. Los celos y la rivalidad fraterna le han despertado deseos de muerte y fantasías agresivas, y en su mente creyó dañar y destruir a sus hermanos. Si los sentimientos de culpa y conflictos derivados de estas fantasías no son demasiado fuertes, la posibilidad de reparar gana así mayor alcance y sus afectos maternales pueden manifestarse de un modo más completo”.
Otra situación que ejemplifica cómo la culpa está presente en la maternidad con la llegada de un segundo bebé tiene que ver con un fenómeno de nuestros días, pues ha habido un aumento en los casos de madres que logran concebir su primer hijo fácilmente pero luego enfrentan dificultades para quedar embarazadas nuevamente, un fenómeno conocido como “infertilidad secundaria”. Este problema puede estar vinculado a varios factores, como la edad de la madre y la disminución en la calidad o cantidad de óvulos, entre otras causas físicas. Sin embargo, es posible considerar que esta situación también tiene una causa psíquica relacionada con la culpa por desplazar al primer hijo de su posición privilegiada, así como el temor a romper el narcisismo y la simbiosis establecidos con él. Se piensa que, aunque la presencia del padre pueda ser gradualmente incluida sin mayores repercusiones para la pareja, la llegada de un segundo hijo representa una amenaza más significativa. En la díada materna, la incorporación del padre es paulatina y el niño, especialmente en contextos más tradicionales donde la madre suele satisfacer las necesidades básicas, la busca durante mucho tiempo en sus primeros años. Eventualmente, se espera que el padre representa un corte mucho más significativo en la díada de la madre con el primogénito.
Desde la perspectiva de los adultos y como analistas, le damos una gran importancia al orden de los hermanos. Freud (1917) menciona que “la posición de un niño dentro de la serie de los hijos es un factor relevante para la conformación de su vida ulterior, y siempre es preciso tomarlo en cuenta en la descripción de una vida”. Esto es relevante porque en el complejo de Edipo el triángulo de rivalidad fraterna está conformado por el niño, los padres y los hermanos.
Freud (1917) explica que, “el complejo de Edipo se amplía hasta convertirse en un complejo familiar cuando se suman otros niños (…), los hermanitos son recibidos con antipatía y eliminados en el deseo. E incluso, por regla general, los niños expresan verbalmente estos sentimientos de odio mucho más que los provenientes del complejo parental”. Es decir, existe una rivalidad con el padre por el amor de la madre, pero el embarazo y la llegada del siguiente hermano pone en evidencia la potencia fálica del padre, haciendo la separación mucho más tajante y dejando al primogénito totalmente excluido de la díada. Freud continúa: “el niño desplazado a un segundo plano por el nacimiento de un hermanito, y casi aislado de la madre por primera vez, difícilmente olvidará este relegamiento”. ¿Entonces qué pasa con la madre? El nacimiento de un hijo puede reactivar y resignificar el complejo de Edipo a través de la revisión de su propia infancia, la identificación con su rol como madre y la proyección de sus propias experiencias edípicas en la relación con su hijo. Se podría pensar entonces, que parte de esta culpa tiene que ver con la configuración de la familia de origen, donde en muchas veces no está elaborada y se vive una reparación maníaca a partir de los embarazos subsecuentes.
Podemos asumir entonces que la culpa en la maternidad está influenciada por factores internos, pero también por factores externos como lo son las expectativas sociales y culturales. Actualmente, la idealización de la maternidad está asociada a la idea de que tener hijos es igual a la felicidad plena, al amor ilimitado y a la entrega absoluta de la madre hacia sus hijos. Dicha idealización da lugar a sentimientos de culpa en las madres que perciben que no se sienten o no responden como exige el patrón de madres siempre dispuestas.
Antes de terminar, quisiera profundizar en el rol que juega la sociedad, en donde se espera que las mujeres sean madres “perfectas” que además de ser madres, sean exitosas profesionalmente, ganen lo mismo que sus parejas y que sepan exactamente qué es lo que tiene que hacer. En la actualidad pareciera que no existe lo que Winnicot llamó “una madre suficientemente buena”. Sin embargo, autores contemporáneos han empezado a proponer distintas maneras de abordar y tratar temas como éste; por ejemplo, Mariela Michelena (2009) en su libro “Un año para toda la vida”, se centra en explorar el impacto emocional y psicológico que tiene el primer año de vida de un bebé, especialmente en las complejidades y desafíos que enfrentan las madres durante este periodo. La psicoanalista utiliza el concepto de la “madre suficientemente mala”, con la cual argumenta que es importante para las madres permitirse ser “suficientemente malas” lo que significa reconocer que una madre no necesita ser perfecta y que a veces es válido priorizar sus propias necesidades. Según la autora, cuando las madres se permiten ser imperfectas, enseñan a sus hijos sobre la realidad en el mundo y la autonomía personal, ayudándolos a desarrollar sus propias frustraciones. Este enfoque busca liberar a las madres de la presión y culpa asociadas con la necesidad de cumplir expectativas de maternidad irrealistas y omnipresentes.
En conclusión, la llegada de un segundo hijo impone a las madres una carga emocional y psicológica significativa, exacerbada por las expectativas culturales que idealizan la maternidad como una experiencia de amor y dedicación incondicional. Estas expectativas llevan a las madres a experimentar profundos sentimientos de culpa y ansiedad, y ponen a prueba su capacidad para repartir equitativamente su amor y su atención. La presión para ser “madres perfectas” y cumplir con todas las demandas de sus hijos y de la sociedad puede ser abrumadora e irrealista.
Aceptar la imperfección en el rol maternal es esencial para el bienestar emocional de la madre y también promueve un ambiente familiar más saludable; al aliviar estas presiones, las madres podrán encontrar un espacio para redefinir sus expectativas y adaptarse a la nueva dinámica familiar sin sacrificar su propio bienestar. Reconocer la realidad de la cara emocional que conlleva agregar un nuevo miembro a la familia, a partir de hacerlo visible y hablar de ello, tanto dentro como fuera del consultorio, permitirá a estas mujeres manejar mejor los conflictos, ayudándolas a fomentar relaciones sólidas y amorosas con todos sus hijos mientras cuidan de sí mismas.
En última instancia, abrazar la maternidad con todas sus imperfecciones permite a las madres, y a la familia en general, adaptarse y crecer juntos, aceptando que cada hijo es único y que el amor de una madre, lejos de ser finito, es capaz de expandirse y adaptarse a las necesidades de cada uno de ellos.
Bibliografía
- Freud, (1917) Conferencia 21: Desarrollo libidinal y organizaciones sexuales. Obras completas Tomo: XVI. Amorrortu editores. Buenos Aires & Madrid.
- Gonzáles, A. (2006). Estados emocionales en el post parto. En file:///C:/Users/Mar%C3%ADa%20D%C3%A1valos/Downloads/Dialnet- EstadosEmocionalesEnElPostparto-1985554.pdf
- INEGI (2022). Estadísticas a propósito del 10 de En https://www.inegi.org.mx/contenidos/saladeprensa/aproposito/2022/EAP_Mamas2 2.pdf
- Klein, (1937). Amor, culpa y reparación. Paidós
- Mahler (1968). Psicosis infantiles y otros trabajos. Paidós
- Michelena, (2009). Un año para toda la vida. El secreto mundo emocional de la madre y su bebé. Planeta Madrid
- Tubert, (1996). Figuras de la madre. Ediciones Cátedra, Universidad de Valencia e Instituto de la mujer
- Imagen: Pexels/Kelly