El encuentro de dos mundos: lo sociocultural en el espacio analítico.
Autora: Regina Fernández
“…parte del absurdo era malintencionada ya que ocultaba grandes delitos. Por ejemplo, en los Estados Unidos los maestros escribían una y otra vez en las pizarras esta fecha y hacían que los niños la aprendieran de memoria con orgullo y alegría: 1492. Los maestros les decían a los niños que ésa era la fecha en que su continente había sido descubierto por el hombre. En realidad, en ese continente, en el año 1492, ya había millones de seres humanos que llevaban una vida plena e inteligente. Ese año fue, simplemente, el año en que los piratas que llegaron por mar empezaron a engañarles, a robarles y a matarles.”
Kurt Vonnegut (1973), El desayuno de los Campeones
La falacia del “Descubrimiento de América” es sin duda uno de los mejores ejemplos del privilegio y su repercusión en la construcción de la interacción social. Prueba de ello es el hecho de que 500 años después, en la década de los noventa, seguíamos aprendiéndola en el colegio. Una de esas tantas mentiras históricas que repites y memorizas hasta que se vuelven verdades; verdades que además de todo, terminan convirtiéndose en discursos a través de los que estructuras tu pensamiento.
En 1996, en una escuela privada, católica y no-mixta al sur de la Ciudad de México, me preparaba para representar el papel de la Reina Isabel la Católica. Recuerdo haber sonreído cuando la maestra me colocó la corona del Burger King y realicé una actuación – la cual dejaba mucho que desear –, repitiendo uno de los momentos más trágicos, sanguinarios y violentos, que afectaron para siempre las vidas de las personas del continente que me había visto nacer. En ese entonces, la idea de privilegio o de la clase social no era parte de mi imaginario, los niños pequeños creen que todos los demás experimentan la realidad como ellos lo hacen y yo no estaba muy lejos de ello.
A lo largo de mi vida tanto profesional como emocional, comencé a darme cuenta de las complejas estructuras de opresión, control y discriminación que permeaban nuestra psique. Sin embargo, el hablar sobre privilegio, clase social, raza, religión, género u orientación sexual, no es algo con lo que crecí. Recuerdo mis clases de “participación social” en las que acudíamos a escuelas primarias de bajos recursos para enseñarles a los niños valores y ética, es evidente que tachar esta intervención de asistencialista es lo de menos. Y ni siquiera he empezado con la experiencia misionera en la que 10 adolescentes de clase socioeconómica media alta, nos insertábamos durante la Semana Santa en una zona rural del país para convencer a las mujeres de contraer matrimonio con sus parejas o de rezar el rosario por un hijo perdido que se había ido a Estados Unidos persiguiendo el Sueño Americano.
Pero a los 17 años, es difícil también reflexionar sobre el privilegio. Cuando atraviesas el proceso adolescente estás completamente convencido de que eres el que más sufre del mundo, a pesar de que nunca te haya faltado nada. Y evidentemente, esta no es una historia de victimización, ni de sufrimiento, sino todo lo contrario. La desigualdad, discriminación y vicisitudes del privilegio, no son un problema de los oprimidos sino de los opresores.
Debo suponer entonces que no fue hasta que entré a la universidad cuando finalmente desperté, por primera vez entendí lo compleja que era la realidad en la que nos desenvolvíamos. Llevaba 19 años en el mismo círculo social, viendo a las mismas personas, con realidades en apariencia similares a la mía. Pero, al llegar a la universidad comprendí que la verdadera dificultad está en el desconocimiento de la “otredad”, de lo distinto, de lo no-aprehendido. Sentí vergüenza de mi ingenuidad y por primera vez reconocí el estigma del privilegio, el cual viene con la sensación tan terrorífica de aceptar que, sin duda alguna, yo también había sido responsable de perpetuar, repetir e incluso interiorizar prejuicios hacia las personas que eran diferentes a mí.
Por otro lado, comprendí que yo también pertenecía a un grupo vulnerable, las mujeres, situación que jamás había logrado vislumbrar con tanta profundidad como lo hice cuando en una de mis primeras entrevistas de trabajo, el entrevistador me llamó “princesa” “corazón” y “cariño”, asegurándome que él no estaba convencido de que yo pudiera con la enorme carga laboral del puesto. Fue también en esta etapa cuando conviví finalmente con hombres dentro de un salón de clases, experimenté el ser silenciada por ellos, el que devaluaran mis argumentos e incluso el escuchar chistes machistas sobre la violación o acerca de estereotipos y prejuicios que eran dañinos para ambos. Mi reacción de molestia e inconformidad no era bien recibida, recuerdo haber sentido que, por primera vez, mis argumentos lógicos y mi capacidad intelectual no iban a tener validez en ese espacio.
Otro momento de confrontación con el privilegio, fue cuando casi al inicio de mi formación como psicoanalista, de manera ingenua y burda, exclamé con entusiasmo a una paciente de 8 años que las vacaciones de invierno estaban cerca. La niña me miró con un gesto de perplejidad y dijo: “no entiendo, ¿por qué estás contenta?”. Después comprendí que, para ella, las vacaciones implicaban separarnos y yo acababa de expresarle que eso me entusiasmaba. Sin embargo, al reflexionar sobre ese incidente también me puedo percatar que en ese momento no tomé en cuenta la diferencia cultural, socioeconómica y religiosa entre ambas. Para mí, el invierno necesariamente se asociaba con la Navidad, los regalos, el estar con la familia, etc. Para ella, el invierno implicaba pasar largas horas en casa mientras mamá trabajaba, ver anuncios de juguetes en la televisión que jamás le podrían comprar y escuchar historias de unos Reyes Magos que nunca habían pasado por su casa.
Experiencias como las anteriores, me han hecho cuestionar la importancia de tomar en cuenta en el espacio analítico asuntos culturales tales como la raza, el género, la religión, la clase socioeconómica e incluso la orientación política. Pero, ¿qué es el privilegio?, ¿a qué se asocia o qué lo acompaña? Existen muchos factores de privilegio en nuestra realidad, entre ellos el pertenecer a una clase socioeconómica acomodada, el tener acceso a la educación y el poder contar diariamente con que tus necesidades básicas se verán cubiertas. Sin embargo, el privilegio también se ha relacionado con los supuestos que se hacen por el color de piel de una persona, su origen étnico, sus costumbres y su forma de hablar.
El privilegio es creer que mereces ser tratado con respeto, es el no sentir miedo cuando caminas por las calles, es poderte vestir como quieres sin miedo a sufrir de acoso. Privilegio es saber de dónde vienes, conocer tus raíces y tu historia. Es venir de un hogar donde te educaron con cariño y respeto, es creer que el mundo puede ser un mejor lugar. Privilegio es que tu voz sea tomada en cuenta, poder ser independiente, no tener barreras que limiten tu participación en la sociedad. Privilegio es no tener que pintar monumentos con aerosol para dejar de ser invisible, es decir lo que quieras y como quieras sin miedo a que la fragilidad de los demás se vea amenazada por tus palabras. Y privilegio, por supuesto, también es poder hablar de él, es estar aquí el día de hoy leyendo esto frente a todos ustedes, sin temor a que mi vida corra peligro por hacerlo.
Pero por sobre todas las cosas, el privilegio es una mala palabra, porque más allá de crecer con ventajas, de tener un camino menos atropellado hacia el bienestar emocional, económico y sociodemográfico; el privilegio, cuando no se reconoce, se calla y se refleja sí o sí en nuestra experiencia con la realidad externa, pero también en la realidad psíquica.
Mucho de la literatura psicoanalítica hablará sobre las dinámicas de poder que pueden entretejerse dentro del consultorio; sin embargo, la manera en la que los factores socioculturales influyen en ello, ha sido prácticamente nulificada. Lo cual resulta sorprendente, especialmente cuando muchos autores, han hablado acerca de factores históricos que permean permanentemente en las motivaciones inconscientes de los habitantes de una zona o un país en específico. (Tummala-Narra, 2014)
No obstante, resulta complicado extrapolar esas ideas al consultorio, puesto que contamos con muy pocas pautas acerca de cómo tratar temas delicados que tocan fibras tan sensibles de nuestra cualidad humana, entre ellos y principalmente, los crímenes históricos de genocidio, feminicidio, colonización, esclavitud, etc. De los cuales no se pueden negar los importantes efectos psíquicos y traumáticos en la historia de nuestra especie.
Sin duda, hablar de las diferencias socioeconómicas entre el paciente y el analista genera ansiedad, miedo e incomodidad. Así como resulta también trabajoso, escuchar la manera en la que personas de tu mismo género, raza, religión o nivel sociocultural han victimizado, retraumatizado y perseguido abiertamente a la persona que se encuentra acostada en el diván. (Tummala-Narra, 2014; Leary, 1995)
Kimberlyn Leary (1995), mujer, psicoanalista, afroamericana, asevera que al traer a colación aspectos contextuales, surge ansiedad y miedo a no ser “políticamente correcto”. La autora argumenta que todas las personas, incluso aquellas que han sido atravesadas por el privilegio, tienen una raza, una religión y una cultura, lo que irremediablemente tiene un efecto sobre la experiencia con un “otro”. De igual manera, considera que es importante elaborar estas categorías de pertenencia social para poderlas resignificar a través de la díada analítica, trascendiendo las barreras de lo “moralmente aceptado” para crear un discurso propio del setting.
Además, algunos estudios han descubierto que cuando estos discursos de privilegio y opresión no se ponen en palabras a través de la interpretación de la transferencia, pueden tener efectos negativos sobre la relación. Comas-Díaz y Jacobsen (1991), encontraron que los analistas suelen tener un comportamiento distinto con los pacientes provenientes de entornos sociodemográficos diferentes al propio, especialmente cuando existen estereotipos y prejuicios fuertemente arraigados a la raza o religión en cuestión. Por ejemplo, refieren que el analista puede mostrarse especialmente atento a las necesidades de estos analizandos, sintiéndose más culpable al tener que realizar interpretaciones o siendo más condescendiente por la necesidad excesiva de reparar o disminuir la brecha cultural entre ambos.
De igual manera, si la situación ocurre en la dirección contraria, es decir, si el analista pertenece a una categoría conocida socialmente como en “desventaja”, el paciente puede tener conductas de sometimiento o excesiva conformidad con el terapeuta. Además, se reflejaron en los analizandos, fuertes deseos de ser el paciente “favorito”, por la ambivalencia y culpa que les supone pertenecer a un grupo social con mayores privilegios. (Comas-Díaz et al., 1991)
Cuando estas implicaciones culturales no son resueltas en la transferencia, es posible que empiecen a surgir sentimientos de desconfianza y hostilidad hacia el analista. La religión, cultura y raza permean a profundidad en los individuos, negarlos puede llevar el análisis a un punto muerto. Por otro lado, el hacerlos visibles y enfrentarlos a nivel transferencial, posibilitará incluso mayor integración del self del paciente al movilizar cuestiones identitarias en la psique del analizando. (Comas-Díaz et al., 1991)
Por su parte, Holmes (2016) explica los motivos por los que la literatura psicoanalítica ha obviado las cuestiones culturales dentro del consultorio, al grado de haberse mantenido en silencio acerca de los crímenes más atroces que han sido cometidos contra la Humanidad. Holmes refiere que mucho de ello se desprende de nuestros padres fundadores quienes a pesar de haber vivido en carne propia los horrores de la segregación y discriminación de la Europa antisemita, jamás lo hablaron. Freud mismo, evitó a toda costa hablar de la influencia que tuvo en él el haber sufrido de actos de violencia y discriminación, centrándose únicamente en lo constitutivo del Edipo y no del trauma cultural que experimentó desde pequeño.
Aunado a esto, el haber hecho invisible el discurso cultural en nuestra práctica ha llevado a significativos errores éticos y la complicidad con ciertas formas de opresión. Para nombrar sólo algunas, lo inalcanzable que ha llegado a ser el discurso psicoanalítico fuera de las instituciones donde se imparte, o el hecho de que poder estar en un proceso psicoanalítico es prácticamente inasequible para la mayor parte de la población, o que las restricciones de encuadre y horarios del mismo requieren que efectivamente, el paciente que se inicie en este sinuoso viaje tenga sin duda una posición de privilegio. (Tummala-Narra, 2014) Por supuesto y quizá como uno de los ejemplos más contundentes, la manera en la que durante décadas se les impidió a personas homosexuales la posibilidad de formarse como psicoanalistas. (Holmes, 2016)
Por otro lado, se presume que la negativa a trabajar estos aspectos tan significativos en la práctica tienen sus raíces en la dificultad para reconocer en nosotros mismos los prejuicios introyectados acerca de las diferencias. (Holmes, 2016; Leary, 1995; Tummala-Narra, 2014) Es evidente que a veces teorizamos para no confrontarnos con nuestros propios fantasmas. Puedo entender lo incómodo que resulta para los hombres presentes a veces hablar, exponer o mencionar el sexismo que han introyectado a lo largo de los años, porque yo también estuve rodeada de narrativas con respecto a la clase social, la raza y la religión, que me llevaron a introyectar prejuicios de los que no me enorgullezco y que son muy difíciles de reconocer, especialmente cuando estás frente a un paciente. Sin embargo, el obviarlos o intentar teorizarlos bajo el paraguas del Edipo y la castración, no me han ayudado a trabajarlos en el consultorio. Pero, el hecho de confrontar estos prejuicios en nuestro propio análisis, verlos de frente y encararlos, llamándolos por su nombre y con todas sus letras, nos llevará a poder practicar nuestra apasionante profesión con mayor libertad.
De igual forma, el poder mezclar el psicoanálisis con otras disciplinas, como lo son la teoría de género o el feminismo interseccional, han permitido que se encuentren puntos de convergencia que logran ampliar nuestra perspectiva y el tratamiento que le damos a la cultura en el quehacer analítico. El término interseccional, hace énfasis en que las categorías sociales a las que pertenecemos de poder o desigualdad, se vinculan de manera significativa con nuestra experiencia subjetiva puesto que “aquello que llamamos identidad, en realidad son procesos que se constituyen y entrelazan en las relaciones de poder.” (Brah y Phoenix, 2004)
Considero que esta idea puede ser fácilmente extrapolada al pensamiento psicoanalítico, haciendo énfasis en lo relevante que es el reflexionar acerca de estas categorías a las que pertenecemos y la manera en la que nuestras propias experiencias de opresión moldean la interacción que tenemos con los pacientes. (Holmes, 2016; Leary, 1995; Tummala-Narra, 2014)
Porque desafortunadamente, las categorías a las que pertenecemos sí son motivo de opresión y trauma, en el s. XXI seguimos siendo perseguidas las mujeres y masacradas, siguen existiendo categorías verbales como “naco” que se refieren casi en exclusiva al color de la piel y al nivel socioeconómico y éstas permean profundamente en nuestra subjetividad.
Es necesario el reconocer que existe una realidad externa que es inseparable de la realidad interna. Nuestros consultorios no se encuentran en un abismo cultural donde al entrar por la puerta desaparecen las categorías identitarias con las que el sujeto es medido y tratado allá afuera; tampoco somos inmunes a los mecanismos de poder que atraviesan nuestra sociedad. Más aún, estos eventos de trauma cultural muchas veces se reflejan en la relación con el analista, y la falta de atención a estas condiciones sociales o jerarquías nos lleva al error, la ignorancia e incluso a la complicidad. (Leary, 1995; Tummala-Narra, 2014)
En la misma línea, cabe destacar que existen propuestas acerca de cómo abordar en la técnica este espinoso asunto, Tummala-Narra propone que los analistas deben de ser culturalmente competentes, lo cual requiere de una introspección profunda, lo que nos lleva a adquirir una noción y un bagaje más complejo acerca de lo que se pone en juego cuando la brecha cultural o social es tan grande. Algunas de las habilidades y herramientas para lograr disminuir esta fisura e ingenuidad implican el desarrollar la humildad cultural, manteniéndonos abiertos a reflexiones acerca de lo interseccional, la capacidad de comprender a profundidad el contexto y la identidad de otros, así como el evitar asumir rasgos o costumbres basándote en el origen del paciente. (Holmes, 2016; Leary, 1995; Tummala-Narra, 2014)
De la misma manera, el término “Tercero Cultural”, inspirado por el concepto del Tercero Moral de Jessica Benjamin (citada en Watkins, Hook, Owen, DeBlaere, Davis, Callahan, 2019) se refiere a un espacio transicional que se crea y se construye junto con el paciente, en éste, se permiten poner en juego las vicisitudes de la cultura y transitarlas a través de la reflexión y el diálogo. Estos autores hacen especial énfasis en que esta deconstrucción de lo social y cultural en el espacio analítico, busca un intercambio, más no una imposición de una narrativa sobre la otra.
Es decir, cuando una persona logra vencer todo tipo de resistencias y complejos para hacer la llamada que los llevará hasta nosotros, cuando esa misma persona decide elegirnos como sus compañeros de viaje en este proceso de introspección y reflexión, y más aún cuando opta por quedarse a pesar de que lo desilusionemos y frustremos con nuestros honorarios, encuadres e interpretaciones, nuestro rol no es el convertirnos en Cristóbal Colón y pretender que descubrimos, cuando en realidad únicamente somos testigos.
El paciente también se presenta como un continente, pero no es una tierra vacía, muerta, lista para que coloquemos nuestra bandera y nos apoderemos de ella inundándola con nuestra propia subjetividad. Esa persona que está en nuestro diván y que semana con semana, se da a la valiente tarea de conocerse a sí mismo; ya tiene dentro de sí un mundo interno rico en imaginarios y en vida. Lo que sucede en el consultorio, así como lo que sucedió en 1492 es un encuentro de dos mundos internos, pero también externos, donde habrá shock, desconcierto y perplejidad. Pero depende de nosotros el no cometer las atrocidades de las que fueron responsables los colonizadores, porque además corremos el riesgo de llegar a América cuando en realidad queríamos llegar a la India… Nuestro propósito no es saquear, ni borrar todas las evidencias de idiosincrasia de nuestros pacientes, sino el construir entre ambos un punto de encuentro, que haga que la realidad muy real y muy dolorosa de allá afuera, se vuelva un poco más tolerable.
Bibliografía
- Brah, A. y Phoenix, A. (2004). Ain’t I a Woman? Revisiting Intersectionality. Journal of International Women’s Studies, 5(3), p. 75-86.
- Comas-Díaz, L. y Jacobsen, F.M. (1991). Ethnocultural Transference and Countertransference in the Therapeutic Dyad. American Orthopsychiatric Association, 61(3) p. 392-402.
- Holmes, D. E. (2016). Culturally Imposed Trauma: The Sleeping Dog Has Awakened. Will Psychoanalysis Take Heed? Psychoanalytic Dialogues, 26:6, p. 641-654
- Leary, K. (1995). “Interpreting in the Dark”: Race and Ethnicity in Psychoanalytic Psychotherapy. Psychoanalytic Psychology, p. 72(1), 127-140
- Tummala-Narra, P. (2004). Cultural Competence as a core emphasis of psychoanalytic psychotherapy. Psychoanalytic Psychology 32(2), p. 275-292
- Vonnegut, K. (1973). El desayuno de los campeones. Barcelona: Anagrama.
- Watkins, E., Hook, J., Owen, J., DeBlaere, C., Davis, D., Callahan, J. (2019). Creating and elaborating the cultural third: a doers-doing with perspective on psychoanalytic supervision. The American Journal of Psychoanalysis, 79, p. (352–374)