Por: Laura Jasso
“Ser psicoanalista es saber que todas las historias acaban hablando de amor. La queja que me confían los que balbucean a mi lado siempre tiene su origen en una falta de amor presente o pasada, real o imaginaria. Y sólo puedo entenderla si yo misma me sitúo en ese punto de infinito dolor o arrebato. Con mi desfallecimiento, el otro compone el sentido de su aventura” – Julia Kristeva (1987)
Pareciera contradictorio comenzar este trabajo haciendo referencia al amor, pero hablar de relaciones objetales, de su construcción y su disolución, es hablar de la pulsión libidinal. Es adentrarse en la reflexión sobre la ligazón a la vida que favorece el trabajo de duelo, su resolución y el reacomodo de la energía psíquica.
Este texto es un intento de elaboración, desde una mirada psicoanalítica, de un fenómeno cada vez más frecuente: el divorcio. Más allá de ser un acto legal que disuelve un vínculo, se trata de un proceso que atraviesa todas las esferas de la vida de la pareja. Separarse no solo implica alejarse del otro, sino atravesar la dolorosa tarea de dejar de ser un “nosotros” para reconstruirse como dos que caminan por separado.
La disolución del lazo conyugal puede darse por un sinfín de motivos; puede tratarse de una decisión compartida o unilateral, y manifestarse en un tono conflictivo o, aparentemente, amistoso. Sin embargo, más allá de sus formas, el divorcio deja marcas. Nadie —repito, nadie— sale ileso, pues no hay separación sin pérdida. Comencemos, entonces, por hablar del proceso de duelo, que será el hilo conductor y eje articulador de múltiples elementos afectivos que se entrecruzan en el proceso de divorcio.
El duelo es un proceso que se activa ante la pérdida de un objeto amado. Lejos de ser un fenómeno patológico, constituye una respuesta esperable que implica transitar un camino de tristeza, enojo, nostalgia y angustia. Durante este proceso, la energía libidinal queda absorbida por el objeto perdido: los recuerdos inundan la mente, el dolor parece interminable y surge la sensación de que será imposible volver a amar (Calvo, 2005). Freud, en Duelo y melancolía (1917), señaló que el doliente se enfrenta a la dolorosa ambivalencia respecto al objeto perdido: lo amó intensamente, pero al ya no estar, lo odia. Este conflicto interno impide al yo liberar la energía psíquica y orientarla hacia nuevos vínculos, lo que provoca que el mundo se perciba como pobre y vacío.
En este sentido, como señala Grinberg (1978, citado en González, 2011), la posibilidad de elaborar un duelo adecuado depende, en gran parte, de la integración del yo y de su capacidad para afrontar pérdidas anteriores. Es decir, la elaboración de un duelo actual se construye sobre los duelos previos que el sujeto ha logrado (o no) atravesar con éxito, ya sea por exigencias del desarrollo o por eventos externos. Cuando el aparato psíquico ha desarrollado ciertos recursos, el dolor, aunque intenso, puede ser tramitado de manera más fluida. En estos casos, los recuerdos dejan de ser únicamente fuente de angustia y comienzan a convertirse en consuelo. Aparece, entonces, la posibilidad de dar un lugar simbólico al objeto perdido, de reconfigurar la propia identidad sin él. El duelo, en su forma más saludable, no borra lo que fue, sino que permite transformarlo en parte de la historia del sujeto, integrándolo a su narrativa vital.
Susana Velasco (2017) plantea que, aunque el duelo es un proceso natural, la pérdida del amor de una pareja puede resultar más compleja de elaborar que su fallecimiento. La muerte permite idealizar y encontrar reparación en la ausencia, mientras que en las separaciones el conflicto permanece latente. A esto se suma lo que Bowlby (1983, citado en Calvo, 2005) describió como los intentos nostálgicos y furiosos por recuperar al objeto perdido: llamadas, encuentros, mensajes, etc. En el contexto de un divorcio, cuando se tienen hijos de por medio, es común que uno (o ambos) cónyuges hagan uso —de manera consciente o inconsciente— de los hijos para cumplir este fin. El famoso “contacto cero” se vuelve imposible cuando hay responsabilidades compartidas, y el convertirse en socios parentales puede funcionar como una vía para mantenerse cerca o, en fantasía, saberse aún valioso para el otro.
Al igual que existen infinitas razones por las que se conforma una pareja, también hay una multitud de motivos que pueden conducir al divorcio. Entre las causas más comunes se encuentran la infidelidad, los problemas económicos, las crisis vitales, la ruptura de acuerdos, el agotamiento del deseo o del erotismo, etc. La lista es larga. Erik Erikson (1968) introdujo el concepto de “crisis” en su teoría del desarrollo psicosocial. Este término no se refiere necesariamente a situaciones negativas, sino a un punto crucial de mucha tensión que resulta insostenible y, por ello, debe resolverse de una u otra manera. Para Erikson, las crisis son oportunidades para el crecimiento personal y la consolidación de la identidad. Siguiendo esta línea de pensamiento, la separación es una de las posibles salidas a una crisis en la pareja.
Cuando un corazón roto llama a la puerta de nuestro consultorio, nos convertimos en testigos de la travesía del “si yo hubiera…”. Acompañamos, en el nostálgico recorrido de todo lo que ya no es y de lo que no será, a quienes experimentan ese dolor. En ocasiones, llegamos a sentir en nuestro propio cuerpo la ansiedad por dejar de experimentar aquel vacío que parece infinito, pero que, con el tiempo y el debido trabajo, llega a su fin y la experiencia puede volverse un evento transformador. Como analistas, todos hemos atravesado un duelo propio al mismo tiempo que asumimos la responsabilidad de acompañar a nuestros pacientes, incluso cuando su dolor hace que resuene el nuestro. Es una de las tareas más difíciles: ¿qué sucede cuando, en lugar de hablar de la posición analítica, la vida exige a los padres dolientes que ejerzan una función metabólica adecuada con los hijos? Por supuesto, su función alfa se verá comprometida, pues no solo han perdido a su pareja, sino que también les duele profundamente presenciar la tristeza de sus hijos. Esa doble herida complejiza su duelo y desafía su capacidad para contener, metabolizar y simbolizar el dolor propio y el ajeno.
Dado que el proceso de duelo inicia antes de la ruptura, los papás —dependiendo de cómo hayan transitado duelos previos— pueden verse seriamente amenazados ante la inminente tristeza por venir. Es común que pongan a los hijos como razón por la cual no se puede consolidar la separación. Por supuesto, de manera racional, se trata de una postura amorosa que intenta evitarles la pena de vivir la ruptura de sus padres y los cambios que esta conlleva. Sin embargo, inconscientemente, se proyecta en ellos la responsabilidad de mantener unida a la pareja, responsabilidad que únicamente compete a los adultos. Recordemos que los padres transmiten mensajes inconscientes a sus hijos, y habrá que prestar atención a ello, ya que, cuando se les impone tal carga, se instituyen mandatos psíquicos que tienen efectos dolorosos en el desarrollo emocional de los hijos. Esta proyección impide que el niño elabore su propio duelo, ya que se ve arrastrado a asumir un rol que no le corresponde y que atenta contra su autonomía.
Cuando hay hijos de por medio, las pérdidas adquieren una dimensión abrumadora que trasciende la mera separación de dos adultos. La ruptura no solo implica el fin de la relación conyugal, sino también el desmembramiento de una rutina compartida: el padre que se va se priva de acompañarlo en momentos tan sencillos y esenciales como la hora del baño, arroparlo o recibir un beso de buenas noches. Se priva también de escuchar a primera hora aquellos sueños que, entre fascinar y aterrorizar, revelan el mundo interno del niño. Por otro lado, el progenitor que retiene la custodia se enfrenta diariamente a la manifestación del enojo, los berrinches y los celos de sus hijos; una carga emocional que amplifica su propia frustración. Este desequilibrio fomenta el enojo con la expareja, intensificando las emociones displacenteras y dolorosas. No obstante, resulta alentador pensar que, eventualmente, se gestará una nueva rutina. No volverá lo que había antes, pero sí hay espacio para que un nuevo equilibrio ocupe su lugar.
Este movimiento definitivamente hará que se reediten los conflictos y ansiedades primitivas, pues se revivirán los procesos de separación e individuación, a la vez que posibles sentimientos de abandono. La ruptura conyugal puede activar huellas mnémicas de estas primeras experiencias de separación con el objeto primario. Entonces, el duelo por la pareja no solo implica la pérdida del otro como objeto de amor, sino también la desorganización del yo frente a la amenaza de perder una parte de sí mismo. La mirada del otro ayuda a constituir al self.
Como hemos revisado a lo largo del texto, la separación conlleva la pérdida de numerosos elementos que configuran la vida en común, abarcando aspectos familiares, sociales y económicos. Sin embargo, existe un daño profundo respecto a la imagen que tiene la persona de sí misma. Esto dependerá, por supuesto, del contexto que habite la pareja, pues no es lo mismo ser una mujer divorciada dentro de un marco religioso y conservador, que ser un hombre “en su segundo aire”, a quien sí se le permitirá socialmente reconstruir su vida.
Siguiendo esta lógica, la pareja y el proyecto de vida que se conforma en familia influyen directamente en la construcción del ideal del yo. Con la separación, ese ideal se fragmenta, dejando a la persona no solo con la sensación de haber perdido a la otra persona, sino también parte de la identidad que se había configurado en torno a la unión. Incluso en las personas sanas, la pérdida de la pareja despertará las angustias más tempranas, en donde el sujeto oscile entre la posición esquizoparanoide y la posición depresiva.
Según Klein, la posición esquizoparanoide es una de las primeras formas de funcionamiento psíquico. Se reactiva ante situaciones que generan fuertes ansiedades, como una ruptura amorosa. En esta posición, el sujeto tiende a escindir en bueno y malo, proyectando en los objetos externos las partes malas para proteger al yo. Esto se escucha de diferentes maneras: el ex se convierte en el malo de la historia, negando los aspectos positivos que definitivamente existieron en la relación. En este contexto, la escisión y la proyección sirven para proteger al sujeto del dolor.
Por otro lado, la posición depresiva implica un desarrollo más avanzado del aparato psíquico, en donde se percibe al objeto como total, integrando sus partes buenas y malas. Esta integración genera culpa y dolor, pues ahora sí puede reconocerse el daño que se le ha causado al objeto amado. Para defenderse de estas emociones displacenteras, se puede hacer uso de defensas maníacas: control, triunfo y desprecio. Así, en la fantasía, se busca negar la pérdida y la dependencia emocional.
Pensar el divorcio, desde el psicoanálisis, no solo es analizar un final, sino también abrir interrogantes sobre la capacidad del sujeto para elaborar un trabajo de duelo. Es crear puentes que ayuden a resignificar la pérdida y que abran las posibilidades de crear nuevos vínculos; primero, soportando la soledad para luego poder construir nuevos “nosotros”.
Existen distintos tipos de parejas y múltiples contextos que complejizan una ruptura, lo cual hace imposible pensar el divorcio como una experiencia homogénea. No es lo mismo separarse cuando el vínculo se ha desgastado lentamente y el amor se ha agotado, que hacerlo en medio del dolor que deja una traición, como la infidelidad. Cada circunstancia detona fantasías, defensas y duelos distintos: mientras en algunos casos predomina la tristeza por lo que ya no fue, en otros emerge con fuerza el enojo, la humillación o la sensación de haber sido reemplazado. La forma en que termina una relación impacta directamente en cómo se elaborará la pérdida. Si bien este es un tema inagotable que merece análisis específicos según el tipo de vínculo y la historia compartida, en este trabajo me he centrado en una visión general que permita abrir preguntas más que cerrar respuestas.
Respondiendo al título del trabajo: no, el matrimonio no necesariamente es hasta la muerte, y la buena noticia es que el dolor por perderlo tampoco lo es. La ruptura, aunque profundamente dolorosa, es parte de un proceso en el que la vida se reestructura y reacomoda, permitiendo que cada experiencia difícil contribuya al fortalecimiento personal para afrontar futuras pérdidas. Recordemos que no es secuencial: durante el trabajo de duelo, habrá circunstancias que reactiven etapas posteriores y ansiedades más profundas, lo que genera desesperanza en el doliente. Pero ese inmenso dolor, y la forma en que se ha atravesado, se convierte en una herramienta transformadora, recordándonos que de amor nadie muere.
Despedirse también es un gesto de amor. Cuando es a tiempo, abre la posibilidad de preservar las partes buenas del objeto introyectado y del vínculo que, en su momento, ocupó un lugar muy importante. “Ni toda la experiencia que cada uno acumula tras las pérdidas a lo largo de la vida, ni todo lo que hemos estudiado sobre el duelo, consuela ese vacío que cada uno de los que amamos nos deja al partir; pero, algunas veces, se consigue forjar a su alrededor un tejido de recuerdos, afectos, decisiones y alternativas para mantener una relación más cálida con lo que perdimos, y a sentirnos agradecidos con el encuentro que hemos tenido para acompañarnos durante diferentes momentos por la vida” (Huitzil, 2022).
Los artistas han explorado el desamor y el duelo a través de canciones, poemas, bailes, pinturas, etc. Desde el psicoanálisis, nos corresponde seguir dándole un lugar para pensarlo, pues, como bien señala Julia Kristeva, el desamor trastoca todas las historias. Hablar de divorcio es reconocer que el dolor tiene sentido; no como un sufrimiento vacío, sino como una parte del trabajo psíquico para volver a investir al mundo de la energía libidinal que parecía perdida.
Bibliografía
- Calvo, G. (2005). “… ¿te mueres de amor?”. En Rossi, L. (Ed.) Relación de pareja: retos y soluciones. (Pp. 83). México: Editores de textos mexicanos, S.A de C.V.
- Erikson, E. H. (1968). Identity: Youth and crisis. New York: W. W. Norton & Company.
- Freud, S. (1917). Duelo y melancolía. Obras completas (Vol. 14, pp. 237–260). Buenos Aires: Amorrortu.
- González, A (2011) “Aspectos normales y patológicos del duelo”. En Cobar, A y Gaitán, A. (Ed.). Obras de Avelino González Fernández: Pionero del psicoanálisis en México. (Pp.241). México: Oak Editorial
- Hutizil, A. (2022). “Del amor en tres momentos”. En Rossi, L. (Ed.). 26 psicoanalistas hablando de amor. (Pp. 63). México: Editorial Códice.
- Kristeva, J. (1987). Historias de amor. México: Siglo XXI Editores.
- Velasco, S. (2017). “Divorcio; un mirada psicoanalítica a un fenómeno social en aumento”. México: Editores de textos mexicanos, S.A de C.V.
- Imagen: Pexels/cottonbro
