Por: Carlos Alberto Ibáñez

“¿Cuál es la magia del que sufre? ¿Por qué algunos sucumben ante el sufrimiento mientras que para otros representa un resurgimiento? ¿Qué hace que unos encuentren alguna luz frente a la oscura neblina y que otros permanezcan obnubilados sin encontrar alguna salida? ¿En dónde puede estar esa diferencia?” (Sherm, 2008, pp.99-100)

Mientras reflexionaba la escritura del presente texto, y dejando a la libre asociación hacer su trabajo, vino a mi mente la imagen de un armadillo, un pequeño y curioso mamífero cuya característica distintiva es una especie de armadura que le sirve para protegerse. Al estar leyendo algunos artículos referentes a él, me topé con otro insólito animal en una nota de The Guardian, el título decía “Descubierto en las profundidades: el caracol con armadura de hierro” (Scales, 2022, “Discovered in the deep: the snail with iron armour”, traducción propia).

Al adentrarme en el escrito, descubrí una peculiar criatura. Un caracol con sorprendentes cualidades. Su pie se encuentra cubierto por pequeñas placas endurecidas que forman una armadura escamosa, tienen la capacidad de incorporar hierro a la estructura de su concha lo cual refuerza la capa exterior, miden alrededor de 3 o 4 centímetros y viven en ciertos respiradores hidrotermales del Océano Índico, que alcanzan los 400°C.

La vida adaptada a condiciones adversas se nos presenta en muchos escenarios, como lo es este singular caracol, creando así algo fascinante y funcional. Quiero aquí introducir el caso de Emilio, un adulto joven, que como todos, estaba lidiando con los efectos de la pandemia de COVID-19, lo particular de su situación es que dicha preocupación de enfermarse precedía a la aparición del virus.

Desde hace años tiene que acudir de manera regular al hospital a tratamiento, para recibir algo que su cuerpo no produce: defensas. Emilio vive con una inmunodeficiencia primaria, caracterizada por una disminución o ausencia de inmunoglobulinas, originando una propensión a enfermedades e infecciones recurrentes.

A la edad de 3 años, empezó a enfermarse con frecuencia y de manera intensa, principalmente de infecciones en la garganta y en el estómago. Después de 3 años y varias visitas a distintos médicos y sin un diagnóstico preciso, les recomendaron asistir a un hospital pediátrico especializado, en donde él y su familia encontraron respuesta y pudo recibir tratamiento.

Al inicio de las entrevistas me comentó: “No he salido de casa en los dos años que ha durado la pandemia. Tengo una enfermedad crónica inmunológica, mi cuerpo no produce defensas. Pertenezco al grupo más vulnerable”.

El interés por escribir este trabajo surgió de la interacción con Emilio; desde el primer encuentro se formuló en mi mente la pregunta: ¿qué impacto han tenido en el psiquismo las experiencias de vida relativas a su salud física? Seguido de algunas otras: ¿de qué manera ha logrado adaptarse a las situaciones que su condición le exige? ¿cómo se relacionan cuerpo y mente dentro de la vivencia subjetiva?

Emilio había sido diagnosticado con ansiedad y depresión, y recibía tratamiento farmacológico; cuando lo conocí llamó mi atención que lograba describir con precisión lo que le ocurría, pero su estado afectivo era aplanado, lo que tiempo después coincidió con una descripción que realizó: “internamente me puse una armadura, un bloqueo de sentimientos y emociones”. Me pareció que había tenido que “no sentir” algunas cosas, dejando las emociones de lado; haciéndose un escudo, cuya relación con la función del sistema inmune es evidente. Como si hubiera construido su propio sistema que le ayudara a procesar, interactuar, defenderse de lo ajeno, extraño y peligroso.

El cuerpo y la enfermedad

Al intentar trazar una línea que conecte cuerpo y psicoanálisis, y tratar de entender cómo se relacionan entre sí, se observa que se entrelazan en diferentes momentos y de distintas maneras. El cuerpo surge como un litoral en donde lo profundo de la realidad interna converge con lo amplio del mundo exterior.

Como señala McDougall (1991) “Freud fundó toda su teoría del aparato psíquico sobre unas bases biológicas; insistió siempre en el hecho de que el ser humano funciona como una unidad cuerpo-mente” (p.26).

Más allá de la mera estructura física y biológica, el cuerpo en psicoanálisis se encuentra recubierto por otros elementos: los síntomas conversivos, el concepto mismo de pulsión (frontera entre lo anímico y lo somático), las zonas erógenas, el narcisismo, la percepción y la imagen del cuerpo, el dolor, los fenómenos psicosomáticos, el cuerpo como expresión de conflictos inconscientes, como lienzo que permite simbolizar, entre otros. Todo esto confirma la compleja y multifacética conexión.

Luis Chiozza (2016) hace referencia a que en el idioma alemán se pueden distinguir dos cuerpos, uno de ellos el físico (Körper) y otro el vivencial (Leib), ambos confluyen en una representación cargada por un lado de imágenes y pensamientos, y por el otro de deseos, temores, emociones.

El cuerpo, es además el receptor de múltiples sensaciones, tanto internas como externas, siendo una especie de interfaz fundamental en el desarrollo progresivo del individuo. Al respecto, Freud (1923), con integración de la segunda tópica, apunta que “el yo es la parte del ello alterada por la influencia directa del mundo exterior, con mediación de P-Cc: por así decir, es una continuación de la diferenciación de superficies” (p.27).

Pero ¿qué ocurre con el cuerpo que enferma? ¿qué impacto emocional tienen los malestares orgánicos que se padecen? ¿cómo se aborda el tema de la enfermedad?

“Una característica específica de nuestro tiempo consiste precisamente en acercarse a la enfermedad desde un panorama más amplio que conduce a la formulación de nuevas preguntas” (Chiozza 2016, p. 100). La enfermedad puede abordarse desde distintos vértices y cada uno de ellos aportará información particular, y al conjuntarlos se puede tener un panorama más amplio de todas sus implicaciones.

De una manera simple se puede entender por enfermedad a aquella alteración de la función normal de un organismo, que se manifiesta en signos observables que permiten identificarla y en el mejor de los casos tratarla. Pero, siguiendo a Chiozza (2016), se puede abordar la enfermedad desde una óptica complementaria, la del padecimiento, entendida como una experiencia de sufrimiento, una molestia que afecta además el estado anímico, presentándose como aquellas manifestaciones subjetivas, los síntomas.

La enfermedad se constituye entonces como una historia humana, que adquiere un nuevo y más rico sentido en la medida en que se la considera como un trozo inseparable de la biografía de un sujeto inmerso en su entorno familiar y social. (Chiozza, 2016, p. 101)

De esta manera, la enfermedad, deja de ser algo aislado, podría decirse que uno de estos agregados implica que adquiere un significado para el sujeto que la padece, es decir un sentido y éste se integra con tantos otros los cuales forman parte de su historia.

Por otro lado, es común que al hablar del cuerpo que enferma y su relación con factores psíquicos se piense en los postulados psicosomáticos, mismos que cuentan con diversos e importantes aportes para el abordaje de dichos cuadros; pero es necesario también considerar aquellos casos donde la enfermedad aparece primero y las afectaciones psíquicas como algo secundario.

Tal es el caso de Emilio, donde se observa que después de algunos años se hicieron presentes los signos de su enfermedad, y con ello una serie de implicaciones en su vida emocional.

Resonancias psíquicas de la enfermedad

Siguiendo a De la Parra (2018), “el trabajo en la clínica se trata de un trabajo indirecto no sobre la enfermedad sino lo que ésta cuestiona en su entorno, es decir, cómo se vive el sujeto inmerso en ella y cómo responde a esto” (párr. 8).

Son variadas las afectaciones que tiene una enfermedad en un determinado individuo, y para un profundo entendimiento se debería remitir al caso por caso, entendiendo que cada sujeto es distinto, tiene una vida única y su aparato psíquico funciona de determinada manera a partir de su propia estructuración. Aun así es posible establecer algunos posibles efectos.

“Simultáneamente con el comienzo de la enfermedad se ponen en movimiento una serie de procesos secundarios. Podría decirse que la enfermedad crea una situación vital a la cual el paciente debe adaptarse” (Balint, 1961, p. 112).

En un primer momento, la enfermedad representa un duelo, el cual dicho en palabras de Freud (1917) es la reacción que se tiene ante una pérdida, sea de una persona o de una abstracción, como la patria, la libertad, un ideal, y en este caso, de la salud.

Con el estado de salud comprometido, llegan una serie de limitaciones sean producto del padecimiento mismo o bien como medidas auxiliares de tratamiento y prevención; las cuales pueden llegar a ser experimentadas como frustraciones.

Como expresa Balint (1961), “constituye un grave choque llegar a comprender que, debido a la enfermedad, nuestro cuerpo (o nuestra mente) ha perdido momentáneamente su capacidad, y que quizás nunca podremos creer que nuestras esperanzas se realizarán cabalmente en cierto futuro no especificado” (p.112). A su vez un cambio en la percepción de sí mismo al resaltar un estado de fragilidad y vulnerabilidad puede representar un duro golpe al narcisismo.

Es importante cómo esas percepciones y vivencias se integran en lo que Dolto llama la imagen inconsciente del cuerpo, que es “memoria inconsciente de toda la vivencia relacional, y al mismo tiempo es actual, viva, se halla en una situación dinámica, a la vez narcisística e interrelacional” (p. 21). La imagen que se tiene no es sólo cuestión de cómo se ve uno mismo, sino que se complementa con la experiencia emocional que ha acompañado al cuerpo en la interacción con lo exterior.

Cabe resaltar otro efecto de una enfermedad, las angustias que despierta. “La angustia se refiere a un estado de expectativa y de preparación para un peligro, aun cuando se trate de un peligro desconocido” (De la Parra, 2018, párr. 14). Se llegan a despertar angustias primitivas, aquellas que confrontan al sujeto con la propia muerte.

Como dice Herrera (2021) “la enfermedad nos muestra con frecuencia la fragilidad y vulnerabilidad de nuestra vida, lo cual nos recuerda la presencia de la muerte” (p.50).

Por su parte, De la Parra (2018) apunta que “todos estos elementos de la psique humana se ponen en juego y alerta ante la presencia de una enfermedad, llevando a los sujetos a reaccionar o responder de acuerdo a su economía psíquica y el momento histórico y cultural que le rodea” (párr. 31).

A todo lo anterior, corresponde la respuesta individual de cada sujeto para hacer frente a la enfermedad y a sus complicaciones. El yo por ejemplo, a través de los mecanismos de defensa busca restablecer el equilibrio perdido. Laverde (2020) los define como aquellos “procesos psicológicos, ejercidos por el yo inconsciente, se dirigen contra pulsiones, afectos, objetos, fantasías, en general derivados del Ello, excluyendo estos contenidos de la consciencia y evitando, de esta manera, angustia o sufrimiento a la persona” (p. 218). Algunos de esos mecanismos pueden suponer respuestas más o menos adaptativas a la situación.

El modo en cómo el sujeto asume su condición y se esfuerza por integrarla como un elemento más de su vida, que requiere de su atención y cuidados, influye de manera

determinante en el curso de la enfermedad, ésta “es siempre una forma de vida. Ello es especialmente cierto en el caso de las enfermedades de cierta duración, que dan tiempo al paciente para que se adapte a ellas” (Balint, 1961, p. 113).

Cyrulnik (2007) destaca que “los sufrimientos nos obligan a metamorfosearnos y nunca perderemos la esperanza de cambiar de manera de vivir. Por eso una carencia precoz crea una vulnerabilidad momentánea, que las experiencias afectivas y sociales podrán reparar o agravar” (p. 15).

Este mismo autor se vale del oxímoron para explicar lo que sucede con una persona que se ve enfrentada a una realidad disruptiva que ha provocado heridas, pero mantiene una personalidad resistente. El oxímoron es una figura literaria retórica que consiste en combinar dos palabras o términos aparentemente opuestos o contradictorios, que al reunirse crean un nuevo concepto (por ejemplo “instante eterno”).

“No se trata de la ambivalencia del individuo, que expresa los sentimientos opuestos de amor y de odio […] el oxímoron, revela el contraste de aquel que, al recibir un gran golpe, se adapta dividiéndose. La parte de la persona que ha recibido el golpe sufre y hace necrosis, mientras que otra parte mejor protegida, aún sana pero más secreta, reúne, con la energía de la desesperación, todo lo que puede seguir dando un poco de felicidad y de sentido a la vida”. (Cyrulnik, 2007, p.21)

Para concluir

A lo largo de estos más de 2 años de trabajo con Emilio, nos hemos visto enfrentados a diversos temas y situaciones de la vida y de su particular modo de experimentarlas, de las cuales me gustaría hacer algunos comentarios y poder articularlos con lo expuesto anteriormente.

Emilio llega conmigo durante uno de los momentos complicados de la pandemia, que como marca Herrara (2021) nos encontrábamos en “un escenario en el que el yo se inundó de una vivencia de desvalimiento frente a algo que no tiene un claro contenido psíquico y que es difícil de representar”. Además, hacían eco con ansiedades que lo han acompañado de manera manifiesta a lo largo de su vida, preocupaciones reales por enfermar, y cuyas complicaciones podrían llegar a comprometer su vida, incluso llevándolo a la muerte.

Sin embargo, resulta interesante, que el motivo que llevaba a consultar era porque “se sentía ansioso, sentía sus emociones muy intensas”. Como acertadamente señala McDougall “el primer viaje psicoanalítico se emprende a menudo a causa de un sufrimiento neurótico que, habiendo disminuido considerablemente, ha dejado al descubierto otro mal, hasta entonces ignorado por el sujeto” (1991, p. 123). Ansiedades pasadas y presentes, que al romperse la armadura-concha, se cuelan en su vida y lo hacen sentirse mal.

Freud en 1929 plantea que:

Desde tres lados amenaza el sufrimiento; desde el cuerpo propio, que, destinado a la ruina y la disolución, no puede prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma; desde el mundo exterior, que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas, destructoras; por fin, desde los vínculos con otros seres humanos. (pp.76-77)

A mi parecer, la situación de Emilio se encuentra entre esas tres fuentes de sufrimiento; por un lado vive su propio cuerpo como vulnerable, con una enfermedad que lo deja desprovisto e indefenso, y que al encontrarse con aquellas fuerzas despiadadas (que para otros no lo serían, como un resfriado) corre el riego de tener complicaciones graves, además de que las adaptaciones que ha tenido que hacer en ocasiones lo han visto orillado a medidas como el asilamiento o cierto distanciamiento.

Después de sortear un tiempo el intrincado laberinto tras del cual había colocado sus emociones, fue posible contactar con algunos de esos recuerdos de experiencias infantiles que se encontraban latentes. En alguna sesión me comentó:

“Me siento ansioso, preocupado” Este sentir le remonta a la primera vez que acudió al hospital donde lo diagnosticaron, recuerda estar en “un cuarto blanco, casi vacío (una sala de observación), recostado sobre una plancha metálica, con una luz blanca en el techo, fría, helada”.

En otro momento me dice: “El frío me hace sentir mal. Cuando voy al hospital, haya sol o no, me voy bien tapado y me llevo un termo con algo caliente”.

Escucho un cuerpo atravesado por experiencias dolorosas, más representadas por sensaciones que por palabras, que poco a poco pudieron cobrar un sentido diferente. Me hace pensar en los postulados de Anzieu (1987) respecto del yo-piel, y al hablar de las funciones que tiene la piel: 1) como saco que contiene y retiene en su interior lo bueno; 2) como interfaz que marca el límite, como una barrera que protege de la penetración de avideces y agresiones; y 3) como un medio primario de comunicación, como una superficie de inscripción de las huellas que ellos dejan.

Tal vez ese modo de encerrarse era el resultado de una modalidad de adaptación que le permitiera lidiar con todo lo que ha representado para él su condición.

Finalmente y después de algunos intentos, está por volver a salir y retomar sus estudios, pospuestos por condiciones reales que requerían de cuidados extras y además por ansiedades.

internas que se hacían presentes cuando se mostraba la oportunidad. “Es como haber estado en un congelador y ahora salir”.

Gamondi (2004) manifiesta que “en gran medida, la capacidad de resistencia y superación de una experiencia extrema dependerá de que pueda ser pensada adjudicándosele un sentido que ubique al yo en una posición diferente al estupor propio del sinsentido” (p. 108).

Cabe destacar que la salud de Emilio “dentro de lo que cabe” se encuentra bien, desde pequeño a adoptado una actitud responsable sobre su propio cuidado y esto ha sido reforzado por su familia.

Aquí termina la presentación de Emilio, un singular caracol que ha sabido esperar (o que ha soportado la demora), que además ha podido hacerle frente a condiciones adversas, se ha adaptado, evolucionando, incorporando lo extraño, haciéndose una armadura, rígida pero flexible. Además, ha tenido personas a su alrededor que le han permitido tener una base segura (una concha que lo protege), su familia, amigos y personal de salud; pero que ahora ha decidido salir a explorar. 

“La vida tiene más de un camino, y la experiencia enseña que es necesario crecer, como lo hace una rama, en los trayectos curvos que impone la realidad del muro, adaptando

continuamente los proyectos” (Chiozza, 2016, p. 128).

Bibliografía