Fernanda Díaz

En México, a pesar del confinamiento por la emergencia sanitaria actual, la violencia crece, y crece cada día más. Tanto, que sólo en el mes de marzo, según el sitio france24 (2020), “En total, fueron asesinadas 2.585 personas, lo que supone una media de 83,4 asesinatos diarios. Una cifra que según informa el diario El País, es la más alta desde que se tienen registros. De hecho, es el peor número desde que empezó el 2020, con un 9.2% más de homicidios que en febrero, que tuvo 2.294 casos y, además, supone un incremento del 70.6% respecto al mismo mes de 2019, cuando hubo 1.468”.

Estas cifras, me parecen alarmantes y me hacen pensar en toda la violencia, falta de contención, que con o sin pandemia existe en nuestro país día con día y desde siempre. Personalmente, lo que me lleva a escribir sobre este tema, que en automático genera resistencias, es que, en diciembre del 2018, sufrí un asalto a mano armada y la persona sosteniendo el arma contra mi cabeza, era un adolescente; cabe agregar, que en aquel tiempo me encontraba a mitad del 5to semestre de la licenciatura, haciendo mis prácticas en la Fundación Reintegra, centro especializado en la reinserción social de los adolescentes de bajos recursos acusados de delinquir. Buscaré pues, explicar qué condiciones tienen que darse en la vida de un niño, desde lo más arcaico de su desarrollo, para llegar a delinquir -o no- en etapas más avanzadas y a su vez, hablaré sobre la importante labor de un analista con estos pacientes.

Comenzamos revisando a Mesa (2006), quien plantea que la gravedad de la violencia en América Latina se explicaría por distintos factores. Muchos de ellos son la expresión de problemas sociales y políticos tradicionales de la región, como las fracturas sociales que la caracterizan, además de contar con una elevada tasa de pobreza. Escobar y Álvarez, ya desde 1992, ubicaban a América Latina como la región más desigual del mundo debido a la debilidad de las instituciones, que se traduce en los vacíos de autoridad que ocupan distintas organizaciones criminales y el legado de los conflictos armados de las últimas décadas (Escobar, y Álvarez, 1992). El término delincuencia juvenil, siguiendo a Montalvo (2011), fue acuñado en Inglaterra en el año 1815, como: “el conjunto de delitos, contravenciones o comportamientos socialmente reprochables, que cometen las personas consideradas como jóvenes por la ley”.

Pues bien, desde el marco delimitado por las anteriores definiciones como antecedente histórico y siguiendo a Fishbein (2004), consideramos que la conducta antisocial sería aquella conducta que incrementa el riesgo de que un individuo sea etiquetado como criminal, por ejemplo, la violencia o el uso de drogas. Cabe mencionar también, la ineficacia y la corrupción que minan a las fuerzas policíacas y al poder judicial. Para muchos latinoamericanos, la policía no sólo no puede impedir la violencia urbana, sino que es parte del problema, porque con frecuencia es abusiva, incompetente, corrupta o está implicada en los mismos delitos (The Economist, 2004).

Para Rutter, Giller, y Hagell (2000), en una medida muy considerable, la conducta antisocial y los actos criminales operan continuamente como un rasgo dimensional que la mayoría de las personas muestran en mayor o menor grado. De esta manera lo consideraremos en este trabajo.

Si bien Winnicott, define que la tendencia antisocial no es como tal un diagnóstico, dirige sus postulaciones sobre las raíces de la tendencia antisocial en los niños con relación a la falta de vida hogareña; la fuente está en la infancia y en la forma en la que el individuo se relaciona con su madre. “Una criatura se convierte en niño deprivado cuando se lo depriva de ciertas características esenciales de la vida hogareña. Emerge hasta cierto punto lo que podría llamarse “complejo de deprivación” (Winnicott, D. 1956, pág. 146-147). Inicialmente, el niño dentro de su hogar busca sentirse libre, jugar y manifestar distintas conductas en su mayoría destructivas; es el momento en donde la madre debe soportar toda esta carga ejercida por el niño en su afán por destruir y a su vez, crear una red de apoyo con límites que lo contengan, lo ayuden y le enseñen a manejar sus impulsos, afectos y fantasías “el niño, provoca reacciones ambientales totales valiéndose en particular de la destructividad, como si buscara un marco en constante expansión, un círculo cuyo ejemplo inicial fue el cuerpo o los brazos de la madre” (Winnicott, D. 1956, pág. 148).

A mi parecer, la agresión en la psique de todo individuo, es innata. Tomemos la agresión como una expresión arcaica del amor, un movimiento involuntario que permite explorar y descubrir; aquí, el amor no existe sin el odio, al igual que el odio no existe sin el amor; y se retroalimentan en un proceso constructivo-destructivo necesario para la descarga de movimiento. Para que el ambiente pueda ser aceptado como independiente y adquiera la cualidad de externo al bebé, el bebé debe de sobrevivir a su propio intento de destrucción.

Esta madre/ambiente debe de ser capaz de cubrir sus necesidades tanto físicas como emocionales y a su vez de poner límites que frenen sus intentos de destrucción, claro que habría que pensar también en el contexto social como otro factor clave para el desarrollo del niño, según Remus (1997), “el “medio social” es internalizado por el niño desde muy temprano en forma gradual desde los primeros momentos del contacto materno. Pero lo que llamamos más ampliamente el proceso de socialización del infante, se inicia desde el nacimiento con la madre y después con el padre y la familia entera, aun tratándose de la familia “extensa”, con la integración de un grupo particular. En este nicho microsocial, se internalizan los valores relacionales en las diversas estructuras descritas por el psicoanálisis” (Remus, 1997, pag. 1). Se deben de considerar diversos factores del contexto social tales como los efectos de la pobreza, la disparidad social, la discriminación y la falta de oportunidades que aunado a la contención materna/familiar conformarán la identidad del niño. De no ser capaz, el contexto materno/familiar de aguantar la agresión del niño, Winnicott, establece que: “ha habido una verdadera deprivación y no una simple privación. El niño ha perdido algo bueno que, hasta una fecha determinada, ejerció un efecto positivo sobre su experiencia y que le ha sido quitado; el despojo ha persistido por un lapso tan prolongado, que el niño ya no puede mantener vivo el recuerdo de la experiencia vivida” (Winnicott, D. 1956, pág. 148).

La madre, idealmente tendrá que adaptarse a las necesidades de este, conectarse con él y entenderlo; dirigir su agresión hacia experiencias satisfactorias donde el niño se sienta cuidado, sostenido y contenido, pero sobre todo, donde todo intento de agresión por parte de él hacia la madre sea digerido por esta; cuando resiste esta agresión, es integrada psíquicamente por el bebé, sobre esta línea, Winnicott, sostiene que “una madre debe fallar en cuanto a la satisfacción de las demandas instintivas del hijo, pero puede alcanzar un éxito absoluto en cuanto a “no dejar caer al bebé” y proveerle lo necesario para atender las necesidades de su yo, hasta tanto él pueda tener una madre introyectada sostenedora del yo y esté en edad de mantener esta introyección, pese a las fallas del ambiente actual en lo que atañe al soporte del    yo” (Winnicott, D. 1956, pág. 151-152), la labor de este objeto es fundamental dado que esto es lo que abrirá paso a que el niño, gracias a esta introyección de sus partes buenas y malas, y las de su madre, pueda reparar.

El concepto de reparación, fue utilizado por Klein por primera vez en 1929, haciendo alusión a este como una restauración de los padres a los que ha lastimado con sus fantasías agresivas, partiendo de la culpa. Más adelante, en 1937, Klein propone que esta restauración surge como producto de la capacidad del sujeto de identificarse con el objeto dañado, aceptándolo tal cual es como prueba de amor auténtico. De esta manera, el yo se identifica con el objeto interno gratificante o “bueno”. Por ende, la reparación, al igual que la sublimación, es tomada como un mecanismo de defensa avanzado, donde impulsos y fantasías agresivas son canalizadas hacia acciones productivas y constructivas.

Winnicott, en 1939, planteó que “primero, hay una voracidad teórica, o amor-apetito primario, que puede ser cruel, dañino, peligroso, pero que lo es por azar. La finalidad del niño es la gratificación, la tranquilidad del cuerpo y espíritu. La gratificación trae paz, pero el niño percibe que al gratificarse pone en peligro lo que ama. Normalmente llega a una transacción, y se tolera considerable gratificación sin permitirse ser demasiado peligroso. Pero, en cierta medida, se frustra, de modo que debe odiar alguna parte de sí mismo, a menos que pueda encontrar algo fuera de él que lo frustre y que soporte el odio” (Winnicott, D. 1939, pág. 108). La interacción entre madre e hijo, es un elemento primordial para la creación del mundo interno del niño, para que este sea capaz de diferenciarse a él mismo como un ser independiente a los demás, con un mundo interno y un mundo externo.

Klein, en 1927, planteó que “los padres son la fuente del superyó en la medida en que sus órdenes, prohibiciones, etc., son absorbidas por el niño mismo. Pero este superyó no es idéntico a los padres, está formado en parte por las propias fantasías sádicas del niño” (Klein, M. 1927, pág. 10). Cuando el niño destruye, su fantasía es aniquilar, hacer que desaparezca aquello a lo que está tratando de lastimar ya que le ha ocasionado un displacer. Este displacer, se da a causa de una necesidad que no ha podido ser cubierta. El desarrollo del sentimiento de culpa requiere de ambivalencia; una ilusión/ desilusión/ilusión, donde esa fantasía de omnipotencia, pueda abandonarse y pasar de placer a realidad. Esto es, cuando una madre puede no estar presente físicamente, pero la manera en la que el niño ha internalizado sus cuidados y las experiencias satisfactorias vividas a su lado, le permitirán tener una esperanza para sobrevivir en momentos en los que se encuentre sin ella o sienta cierta frustración o displacer.

Sobre esto, Winnicott menciona que “en circunstancias favorables, el bebé va adquiriendo una técnica para resolver esta forma compleja de ambivalencia. Experimenta un sentimiento de angustia porque, si consume a la madre, la perderá; empero, esta angustia se ve modificada por el hecho de que el bebé puede aportarle algo a la madre-ambiente. El hijo, confía cada vez más en que tendrá la oportunidad de contribuir con algo, de darle algo a la madre-ambiente, y esta confianza lo capacita para soportar la angustia. Al soportarla, altera la calidad de esta angustia, transformándola en sentimiento de culpa”. (Winnicott, D. 1963, p. 125-126).

Cuando comienzan la ambivalencia y la diferenciación, se tiene ahora acceso a procesos reparativos o constructivos, en los cuales, una diferenciación entre bebé-ambiente comienza a darse por medio de símbolos y de poco a poco lograr una integración del objeto; con el juego, se puede contemplar el grado de aceptación o rechazo de los impulsos agresivos que la madre permite o no a su hijo. El grado en el que se estimulan o se reprimen estos actos simbólicos, más adelante será de suma importancia, dado que el hecho de que el bebé juegue, permite la descarga de toda esta agresión.

“Para ser breve, diré que si la madre-objeto no sobrevive, o la madre-ambiente no suministra una oportunidad de reparación confiable, el bebé perderá la capacidad de preocuparse y la reemplazará por angustias y defensas más primitivas, tales como la escisión o la desintegración. Hablamos a menudo de la angustia de separación, pero en este trabajo he intentado describir lo que acontece entre la madre y su bebé, y entre los padres y sus hijos, cuando no hay una separación y no se corta la continuidad externa del cuidado del niño” (Winnicott, D 1963, p. 126).

El no haber podido integrar, hará que el individuo busque, a lo largo de su vida algo que pueda contrarrestar su agresión, alguien que lo frene; una madre. Dicho esto, vale la pena reflexionar sobre el trabajo con los pacientes y nuestra labor como psicoanalistas al atender niños, revisamos a Klein, quien plantea que: “Lentamente el analista, al interpretar al niño lo que significa su juego, sus dibujos y toda su conducta, resuelve las represiones contra las fantasías subyacentes al juego, y libera esas fantasías. Muñequitos, hombres, mujeres, animales, autitos, trenes, etc., permiten al niño representar diversas personas, la madre, el padre, los hermanos y hermanas, y por medio de estos juguetes representar todo su material inconsciente más reprimido” (Klein, M. 1927, pág. 5).

Todo esto, me lleva a pensar en el trabajo con este tipo de pacientes que, aunque no es fácil, está lleno de aprendizaje y de retos tanto para el niño como para el analista, una labor llena de amor donde paralelamente a la forma en que una madre sostiene a su bebé, el analista sostiene al paciente, digiere esta agresión y la canaliza hacia procesos reparatorios. Confirmando la experiencia del niño. Sobre esto, Winnicott, plantea que “mediante impulsos inconscientes, el paciente compele a alguien a ocuparse de su manejo. Incumbe al terapeuta comprometerse en este impulso inconsciente del paciente y tratarlo, valiéndose de su manejo, tolerancia y comprensión” (Winnicott, D.1963, pág. 148).

Sólo cuando somos capaces, como analistas, de tolerar y digerir todos estos impulsos y fantasías agresivas en nuestro consultorio, y comprendemos nuestras reacciones contratransferenciales, entendemos que se puede hacer una diferencia abismal en ese paciente y que quizá, sólo quizá, eso que le estamos devolviendo pueda regresarle, a su vez, lo que le fue arrebatado, y así este pueda canalizar esos impulsos hacia algo constructivo, lo emocionante, es ver todo este proceso dentro de nuestro consultorio, como bien lo dijo Klein: “un momento después de que hemos visto los impulsos más sádicos, nos encontramos con actuaciones que muestran la mayor capacidad de amor, y el deseo de hacer todo sacrificio posible para ser amado. No podemos aplicar ninguna norma ética a estos impulsos; debemos dar por sentada su existencia sin ninguna crítica y ayudar al niño a enfrentarse con ellos; por lo que al mismo tiempo disminuimos sus sufrimientos, fortificamos sus capacidades, su equilibrio mental, y como resultado final, realizamos una tarea de notable importancia social” (Klein, M. 1927).

Podemos concluir, que el proceso de reparación, tiene que ver con un ambiente seguro, una madre que contuvo, que aguantó. El bebé, ahora puede amar y odiar a un mismo objeto por el hecho de estar integrados odio y amor. Llevando al individuo a buscar experiencias enriquecedoras, no sólo para consigo mismo sino para la sociedad, es una manera de regresar a esa sensación de experiencia satisfactoria que le ha brindado la madre/ambiente, en donde se puede sobrevivir y existe esperanza y bondad.

Creo que, en el caso de México, la combinación de pobreza, disparidad social, discriminación y padres que por un lado son demasiado estrictos y por el otro, laxos e incapaces de crear un ambiente que contiene y que a su vez puede poner límites y ayuda a elaborar y manejar impulsos y fantasías, es muy común, teniendo así más y más individuos que por esta ausencia de experiencias satisfactorias en su niñez y un contexto social tan carente, viven buscando a alguien que los frene, terminando así, en situaciones de calle, en la cárcel o inclusive muertos. A pesar de esto, creo que puede haber esperanza por medio del trabajo que realizamos en nuestro consultorio y teniendo además un trabajo interdisciplinario con niños, padres y escuelas. Entendiendo así, la gran importancia del juego como intento de destruir mágicamente al objeto que, al ser representado, permite al niño acceder a la realidad y así, poder reconocer al otro.

El niño necesita dañar, para después poder proteger a quien dañó, destruye al padre, madre o cuidador en la fantasía y no en realidad, así, cuando este sobrevive en la realidad, el niño puede usarlo para reparar; puede confiar en él. Enseñemos a confiar.

Bibliografía.

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