Este aporte de la Maestra Elisa Salame, publicado en el Gradiva Vol. IV, No. 2 del año 1990,  formó parte del VII Congreso de la Sociedad Psicoanalítica de México, celebrado en septiembre de 1989 en conmemoración del 50 aniversario de la muerte Sigmund Freud.
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Es indudable que el Psicoanálisis es uno de los grandes descubrimientos que han revolucionado el pensamiento contemporáneo, pues nos da las herramientas para conocer los espacios ocultos de la mente humana y gracias a esto, logramos promover cambios que permitan al individuo ampliar sus horizontes y enfrentarse a los desafíos de la vida cotidiana con más y mejores posibilidades.
Muchos de los postulados de Freud han sido ampliados con el paso de los años y algunos otros desechados. No obstante, el Psicoanálisis sigue vigente y un número cada vez mayor de personas ha podido vivenciar este proceso eminentemente introspectivo y ser testigo de los avances de ésta ciencia.
Es sabido que ya desde sus inicios fue el descubrimiento freudiano de la sexualidad infantil y sus vicisitudes a lo largo de la vida, lo que ha provocado revuelo, y ahora aquí, a 100 años de la aparición de los primeros escritos psicoanalíticos, seguimos hablando sobre el tema.
Fue en 1905, en “Tres Ensayos par una Teoría Sexual”, cuando Freud describió con gran maestría y genialidad, las tres etapas del desarrollo psicosexual, la oral, la anal y la fálica, etapas por las que atravesamos todos los seres humanos y que son en sí mismas conflictivas, puesto que implican un proceso de maduración y crecimiento, tanto físico como mental, en el cual se configuran y consolidan las pautas de comportamiento que seguiremos empleando durante toda la vida.
La forma en la que se hayan vivido estas tres fases y la calidad de la relación con nuestros objetos primarios, determinarán la manera de enfrentar, como adultos, los desafíos de la vida.
De acuerdo con Freud (1905), el desarrollo infantil corre parejo en hombre y mujeres hasta llegar a la etapa fálica, en la cual se percatan de la diferencia anatómica de los sexos, situación que genera una intensa angustia en ambos. El chico se da cuenta de la ausencia de pene en la niña y teme perder el suyo en tanto que la niña se percibe a sí misma como castrada por carecer de dicho órgano. A esa edad, esta pequeña gran diferencia es la que condiciona que el desarrollo sufra un desfase, dado que la angustia de castración pone fin al Complejo de Castración posibilita su inicio en la niña, y es lo que los obliga a enfrentar y tratar de resolver la conflictiva edípica (Freud, 1932)1.
El tomar conciencia de la diferencia de sexos, más la angustia que se despierta como consecuencia de ésta, promueven la devaluación, por parte del varón, de la figura femenina en tanto ésta es percibida como carente de ese “órgano tan valioso para el niño” (Freud 1927)2,
Por otra parte y siguiendo con Freud (1932), cuando la niña se da cabal cuenta de la ausencia de pene en su cuerpo, comienza a envidiar al varón, con lo que se establece lo que en Psicoanálisis se conoce como “Envidia de Pene”. Esta envidia, de acuerdo con lo establecido por él, permanece durante toda la vida y puede evolucionar en tres sentidos: 1. Se sublima y transforma en el deseo de tener un hijo. 2. Se niega la ausencia de pene y surge el Complejo de Masculinidad y 3. Se produce una inhibición sexual.
A partir de ésta diferencia observable entre hombres y mujeres, Freud define a la mujer como una varón castrado, o mejor, como el negativo del hombre y es por esto que su teoría sobre la sexualidad femenina ha sido duramente criticada. Se dice que partió de lo masculino para explicar por comparación lo femenino.
Con el surgimiento del movimiento feminista, se calificó a Freud de machista y su teoría fue despectivamente llamada falocéntrica por señalar que el motor de la vida instintiva infantil durante la etapa fálica es el pene, y por deducir a partir de esto, que los logros que las mujeres puedan tener en áreas ajenas a la maternidad se deben al desarrollo de características masculinas o bien, a la “metamorfosis sublimada de la envidia de pene reprimida” (Freud, 1932)3.
De igual manera, destacó el hecho de que la mujer tiene menor capacidad de sublimación y un Superyó poco estructurado, en la medida en que al carecer de pene no teme a la castración, situación indispensable para la implantación de la conciencia moral.
De hecho, en el artículo “La Femineidad” señala que, “ante la ausencia de la angustia de castración, la niña permanece dentro del complejo de Edipo por tiempo indefinido, sólo después lo abandona y aún entonces lo hace de manera incompleta. En tales constelaciones tiene que sufrir menoscabo la formación del Superyó, no puede alcanzar la fuerza y la independencia que le confiere su significatividad cultural” 4.
Ahora bien, no debemos olvidar que la psicodinamia de la mujer fue siempre un misterio para Freud y que definió su sexualidad como un ‘continente’, es decir, la mujer fue para él un enigma que no pudo resolver por completo, si bien, sentó las bases para que con observaciones clínicas posteriores, los estudiosos del tema pudieran arrojar alguna luz.
Por lo que a él respecta y como lo señala la Dra. Amapola González (1979)5, al ser Freud varón tenía más conocimiento de lo subjetivo de la sexualidad masculina que de la femenina, y así él mismo nos lo hace saber al remitirnos finalmente a la experiencia propia, a los poetas y a los avances científicos para tratar de encontrar las respuestas que él no podía darnos con sus postulados teóricos.
Si bien es cierto que Freud dio mayor importancia a lo masculino –y no cabe duda de que fue influenciado por las características de la época que le tocó vivir-, llama la atención que varios estudiosos del Psicoanálisis, tomara literalmente y sólo una parte de algunos conceptos planteados por él, cuando es el mismo Freud quién a lo largo de su obra, nos hace saber de nuestra tarea como Psicoanalistas consiste en interpretar lo que está más allá de las palabras.
El pene ciertamente, constituye una diferencia observable entre hombres y mujeres y nuestra cultura se caracteriza por ser eminentemente falocéntrica, de aquí que el ingreso de la mujer al mundo masculino reactive la angustia de castración en el hombre, quien en respuesta a esta angustia terrorífica, tiene que someter a la mujer para mantener su identidad de hombre, cuando esta última depende de que los objetos de su entorno estén sometidos.
Por su parte, la mujer adulta envidia, pero ya no el pene en sí mismo, ya que ella no puede vivenciar el placer sexual de éste, tan sólo puede apreciar las ventajas sociales de quién lo posee y es esto lo que ella ansia para sí (C. Thompson, 1942)6.
Es indiscutible que a raíz de la revolución industrial las cosas han cambiado. Poco a poco, las mujeres se han hecho cargo de trabajos antes sólo destinados a los hombres, sin descuidar necesariamente por esto el cuidado y la crianza de los hijos, situación que se ha hecho más evidente en tiempo de guerra, puesto que por razones obvias, la mujer se convierte en un elemento económicamente activo.
Gracias a estas condiciones imperantes desde entonces, la mujer ha estado en posibilidad no sólo de reclamar para sí un lugar diferente dentro de la sociedad y del aparato productivo, sino de darse cuenta de que su área de desarrollo puede no ser necesariamente dependiente de la del hombre, aún cuando vayan de la mano. Es decir, ha empezado a separarse como antes, cuando niña, lo hizo de su madre nutricia, proveedora de todos aquellos suministros básicos para su sobrevivencia.
Este intento de separación del hombre nutricio –que recuerda a la figura materna-, ha provocado también en ella la reactivación de conflictos infantiles. Como señalan León y Rebeca Grinberg, la fase de separación-individuación reactiva mecanismos esquizoparanoides. Ya en la vida adulta, cada intento de separación se verá matizado en mayor o menor medida por éstos mecanismos. No debe sorprendernos pues el que muchas mujeres, en su intento por separarse, hayan optado por el extremo de atacar sin tregua a los varones.
Por otra parte y como motor de la llamada revolución sexual, el desarrollo de los métodos anticonceptivos ha permitido postergar y dosificar la maternidad, con lo cual se amplían las posibilidades para que la mujer desarrolle plenamente sus capacidades.
Llama la atención sin embargo, que siendo la maternidad un aspecto sumamente valorado pues conlleva a la creación de un nuevo ser, favorezca el que la mujer permanezca social y laboralmente a la zaga y se le devalúe, negándosele muchas veces la oportunidad para incorporarse como un elemento económicamente activo dentro de la sociedad.
Sabemos que en países altamente desarrollados, el índice de nacimientos ha sufrido un decremento importante, ya que la maternidad se vive como una carga pesada en lugar de verse como algo que es parte integral del desarrollo femenino y que puede ser compaginado con el avance profesional y la independencia económica.
Además, se aprecia claramente que el período de vida ha aumentado con el paso del tiempo y que los avances científicos y tecnológicos permiten asegurar en mayor medida la sobrevivencia de los descendientes, por lo que se hace innecesario tener muchos hijos.
Observamos por ejemplo, que en un gran número de empresas se exige una prueba de embarazo negativa, como elemento indispensable para la obtención de empleos, lo que ha provocado que la mujer entre en conflicto con su capacidad  reproductora y evite el embarazo, pues se tiende a pensar que éste no es compatible con la productividad y la eficiencia laboral. Sin embargo, es un hecho también que en general, la mujer que trabaja tiene prestaciones y servicios en función de su maternidad, que no se otorgan al varón.
Al parecer, la mujer asume su reclamo de equidad de manera omnipotente y pretende cubrir funciones femeninas y masculinas. Exige ser tratada como igual, pero se enfada cuando, en respuesta a sus demandas, se niega su femineidad y se le pide que actúe en concordancia con aquello que pretende, es decir, igualdad.
Esta situación la ha llevado a sentirse ambivalente frente a las actividades que desarrolla. Si es madre y además trabaja, tiende a sentir que no está cumpliendo adecuadamente como mujer y/o trabajadora. Esto produce conflicto, y el conflicto interno sí favorece la disminución de las tareas, cualquiera que estas sean. La mujer por tanto, se siente culpable y devaluada.
Las influencias culturales por su parte, juegan un papel determinante en la formación del individuo. Ya desde la más temprana edad, los juguetes, la vestimenta y las actividades en general, se asocian, por mediación de los padres y del medio social, con las características anátomo-biológicas, lo que conlleva a la asignación de roles específicos, a los que se les atribuye mayor o menor valor, mismo que se manifiesta en la edad adulta, en función de la retribución económica de que son objeto.
Así, tenemos que el trabajo doméstico que realiza el ama de casa –trabajo que por lo demás, sólo es apreciado cuando no se hace-, es considerado por quienes no han logrado resolver y sublimar la angustia de castración y la envidia de pene, como una actividad sin valor, en la medida en la que no se obtiene por él ganancia económica alguna. Además, estas actividades son por lo regular realizadas por mujeres y en tanto a ellas se les perciba como devaluadas por carecer de pene, sus actividades se verán sujetas al mis juicio de valor.
Es por influencia de la cultura –y no olvidemos que la cultura es producto del desarrollo del ser humano-, que se espera que la mujer tenga una actitud y no otra. De aquí que cuando realiza actividades que se asocian con lo masculino, entre en conflicto con lo que, erróneamente, piensa constituye su femineidad.
Es verdad también, que existen variantes fisiológicas entre hombres y mujeres y que cada cual cuenta con un repertorio de conductas dictadas desde lo biológico, pero uno y otro se requieren tanto para la procreación como para el desarrollo socio-cultural. Aislados carecen de sentido. Así pues, es menester que masculino y femenino se precien como complementos y asuman, como tales, sus propias diferencias, ya que las actividades en sí mismas no determinan la femineidad o masculinidad de quien las realiza. Esto se determina en función de la calidad de la vida infantil. Se torna necesario entonces cambiar esquemas y reclamos, así como replantear el valor que se le da a las tareas que son realizadas por uno u otro sexo.
La época actual, llena de avances y problemas, nos obliga a diversificar nuestras actividades. Esta diversidad conlleva aprender nuevas pautas de conducta necesarias para la sobrevivencia. Es por tanto un proceso vital y como tal, complejo y conflictivo.
No obstante lo anterior, reconocemos que hay mujeres que a través de su actividad laboral y su estilo de vida en general, ponen en evidencia que padecer envidia de pene. Pero el que ésta se encuentre presente en ciertos casos, no implica que esa sea la condición normal e la mujer adulta, como apuntó Freud, de igual manera que reconocer la existencia de la psicosis, no lleva implícito el que todos padezcamos de ella.
En el cuadro clínico de la envidia de pene, “la mujer se muestra hostil; cree que el hombre desea dominarla o destruirla, desea estar en condiciones de poder hacer cosas similares a las que él hace. En otras palabras, simbólicamente el pene representa para ella una espada al servicio de la conquista y la destrucción; se siente estafada por no contar con un arma similar para los mismos fines” (C. Thompson, 1942)7.
Es fácil pues, confundir el deseo de la mujer de tener igualdad de condiciones en determinadas áreas, con el deseo de poseer un pene. Sin embargo, cuando de envidia de pene se trata, se espera encontrar una actitud de envidia más generalizada.
Finalmente, pensar que la sola ejecución de una actividad determinada implica necesariamente asumir o carecer de la identidad específica que da el sexo biológico, es desplazar a lo insignificante y perder de vista los factores que si determinan patología, en términos de identidad.
1. Freud, S. La Femineidad pp. 116.
2. Freud, S. Fetichismo. Pp. 148.
3. Freud, S. La Femineidad. Pp. 116.
4. Freud, S. La Femineidad. Pp. 120.
5 González, Amapola. El Complejo de Edipo en la Niña. Gradiva. Vol. I, No. 2 pp. 64.
6. Thompson, C. La ‘Envidia del Pene’ en las mujeres. Psicoanálisis y Sexualidad Femenina. Pp. 220-227.

7. Thompson, C. La envidia del Pene en las Mujeres. Psicoanálisis Y Sexualidad Femenina. : pp. 274.

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_______ (1927). El Fetichismo. Obras Completas. Ed. Amorrortu. Buenos Aires, Arg.: 1984.
_______ (1932). La Femineidad. Obras Completas. Ed. Amorrortu. Buenos Aires., Arg.: 1984.
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