Presentamos un trabajo de Guitl Steimbert incluido dentro de la Antología SPM.

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“Vivimos en una época de decadencia. Los jóvenes ya no respetan a sus mayores, son groseros y mal sufridos. Concurren a las tabernas y pierden toda noción de templanza”. Así reza la inscripción de una tumba egipcia de alrededor del año 3000 a. de C.

La adolescencia es una fase del desarrollo que se caracteriza por una compleja interacción entre los procesos fisiológicos y psicológicos implicados en la tarea evolutiva de este período. Se sitúa entre los trece y los veinte años de edad.

La maduración sexual es el suceso biológico que se produce en la pubertad, en esta época, debido a los cambios físicos que ocurren en su propio cuerpo, el joven se ve afectado en el desarrollo de sus intereses, su conducta social y la calidad de su vida afectiva.

Un cambio en la autoimagen corporal y una reevaluación del ser a la luz de nuevos poderes y sensaciones físicas, son dos de las consecuencias psicológicas del cambio en el estado físico.

Desde las primeras manifestaciones de las características sexuales secundarias, hasta la madurez funcional completa, transcurren varios años.

Cabe considerar la adolescencia como una nueva oportunidad para la reorganización de la personalidad, a esto se debe, que la adolescencia haya sido llamada la segunda edición de la infancia.

Los primeros signos de la maduración fisiológica se advierten en muchos casos precozmente, a la edad de nueve años, pero, como término medio, los cambios fisiológicos de la pubertad se efectúan gradualmente entre los diez y los catorce años.

Los cambios psicológicos que se producen en este período y que son el correlato de cambios corporales, llevan a una nueva relación con los padres y con el mundo. Ello sólo es posible si se elabora el duelo lenta y dolorosamente por el cuerpo del niño, por la identidad infantil y por la relación con los padres de la infancia.

Cuando el adolescente se incluye en el mundo con este cuerpo ya maduro, la imagen que tiene de su cuerpo ha cambiado, también su identidad y necesita entonces adquirir una ideología que le permita su adaptación al mundo o su acción sobre él para cambiarlo.

En este período fluctúa entre una dependencia y una independencia extremas y sólo la madurez le permitirá más tarde aceptar ser independiente, dentro de un marco de necesaria dependencia. Pero al comienzo, se moverá entre el impulso al desprendimiento y la defensa que le impone el temor a la pérdida de lo desconocido. Es un período de contradicciones, confuso, ambivalente, doloroso, caracterizado por fricciones con el medio familiar y social. Este cuadro es frecuentemente confundido con  crisis y estados patológicos, cuando en realidad lo que se configura  es una entidad semipatológica, denominada síndrome normal de la adolescencia (M. Knobel, 1982), necesario para que el joven pueda establecer su identidad, que es un objetivo fundamental de este momento vital.

El adolescente debe de enfrentarse al mundo de los altos, para lo cual no está preparado y desprenderse de su mundo infantil, donde vivía cómoda y placenteramente, en relación de dependencia, con necesidades básicas satisfechas y roles claramente establecidos.

El adolescente realiza tres duelos fundamentales, según A. Aberastury:

El duelo por el cuerpo infantil perdido, base biológica de la adolescencia, que se impone al individuo, quien no pocas veces tiene que sentir sus cambios como algo externo frente a lo cual se encuentra como espectador impotente de lo que ocurre en su propio organismo.

El duelo por el rol y la identidad infantiles, que lo obliga a una renuncia de la dependencia y a una aceptación de responsabilidades que muchas veces desconoce.

El duelo por los padres de la infancia a los que persistentemente trata de retener en su personalidad, buscando el refugio y la protección que ellos significan, situación que se ve complicada por la propia actitud de los padres, que también tiene que aceptar su envejecimiento y el hecho de que sus hijos ya no son niños sino adultos o están en  vías de serlo.

Se une a estos duelos, el duelo por la bisexualidad infantil, también perdida. Estos duelos, el duelo por la bisexualidad infantil, también perdida. Estos duelos, verdaderas pérdidas de personalidad, van acompañados por todo el complejo psicodinámico del duelo normal y en ocasiones, transitoria y fugazmente, adquieren las características del duelo patológico.

Es por eso que en la adolescencia presenciamos un segundo paso en  la individuación; el primero ocurre hacia el final del segundo año, cuando el niño experimenta la fatal distinción entre ser y no ser. Una experiencia de individuación similar, aunque mucho más compleja, ocurre durante la adolescencia, con sus correspondientes duelos por sus objetos.

El duelo consiste esencialmente, en la reacción experimentada frente a la muerte o frente a la pérdida de un ser amado o de una abstracción equivalente como la patria, la libertad, un ideal, etc. (S. Freud, 1915-17).

En el adolescente se reeditan vivencias del pasado, en relación con los orígenes de los patrones depresivos del primer año de vida (M. Klein, 1969).

El bebé es el centro de su propio universo psicológico. Se ve a sí mismo como controlando su ambiente en aquel estado primitivo de narcisismo omnipotente. Sin embargo, aún si los progenitores  tratan de satisfacer todas sus necesidades lo más rápido posible, la frustración es inevitable. En efecto, la realidad le obliga a modificar su cuadro inicial del mundo y a aceptar su desamparo y su dependencia reales de los demás. Este es el prototipo de la experiencia ulterior de depresión.

De adulto, todo golpe hacia su autoestima desencadena una reacción depresiva, repitiendo los sentimientos que vivió de bebé, cuando necesitaba a su madre y no estaba allí.

Cuando el bebé abandona primero su autoimagen narcisista original, es solamente para delegar las mismas características de su madre. Podrá sentirse desamparado pero, mientras la madre este allí, sus necesidades son satisfechas y su vida está segura. La separación de la madre constituye la amenaza posible más peligrosa.

Los estudios clínicos sugieren que cuadros de tipo de depresión aparecen en los bebés que son separados de sus madres, ya desde la segunda mitad del primer año de vida, cuando aquella delegación de omnipotencia ha tenido ya probablemente lugar. (J. Bowlby, 1976),

Estas depresiones infantiles al igual que el síndrome adulto, resultan de la separación de un objeto de afecto, lo que conduce a una amenaza contra su seguridad, amenaza a la que el bebé no puede enfrentarse por sí mismo. Sus conceptos de constancia de objeto y de tiempo de desarrollo temprano lo dejan en la inseguridad acerca de si dicha amenaza cesará o no en algún  momento. Se siente desamparado y desesperanzado.

Este estado depresivo primordial se complica con experiencias ulteriores del desarrollo. Las fantasías orales del niño incluyen componentes de incorporación y destrucción. En efecto, el convertir a la madre en parte de sí mismo, implica canibalismo o impulsos simbióticos que amenazan la existencia de ella como individuo separado. Al niño le entra el temor de que su necesidad de ella conducirá a la destrucción de su madre.

Esta mezcla de cariño dependiente y agresión hostil constituye el comienzo de la relación ambivalente con los objetos, que caracteriza al individuo depresivo (M. Klein, 1977).

Más adelante, las presiones familiares podrán impulsarlo acaso hacia la negación de sus deseos de dependencia y la aparición exterior de competencia e independencia. Por lo tanto, su afán de seguridad y cariño de personas que hagan las veces de padres se ve intensificado por cada exposición al mundo exterior.

El niño desarrolla lazos psicológicos estrechos con sus padres y los seres queridos, haciéndolos en realidad parte de sí mismo. En cuanto fuentes internalizadas de cariño, aquéllos se convierten también  en críticos y censores internos, y la ambivalencia del sujeto se encuentra en relación con estos objetos introyectados.

Una vez que se ha establecido un patrón, las pérdidas subsiguientes van seguidas de la internalización del objeto perdido, que es considerado, en tal caso, con sentimientos ambivalentes intensos; el resultado es la depresión clínica.

La depresión en  el adolescente tiene sus orígenes en los cambios psíquicos estructurales, secundarios a los biológicos, sociales y psicológicos (Erikson, 1965).

El joven debe romper sus ataduras del pasado y formar una nueva imagen de sí mismo. Está buscando una nueva identidad, teniendo que lidiar con la agresión y la sexualidad en una forma de comportamiento moral, al igual que con sentimientos de culpa, vergüenza e inferioridad (Grinberg, 1978).

En esta etapa, son los impulsos los que luchan por salir, encontrando un control débil en el yo. Éste debe dominar los antiguos conflictos e integrarlos dentro de las funciones de la personalidad adulta.

En nuestra cultura, el adolescente está expuesto a una serie de tensiones por la inhibición sexual, las limitaciones de libertad, la presión por el éxito social y académico. No es de extrañarse pues, que el proceso por el que pasa, fuertemente determinado por factores sociológicos y culturales, sea tortuoso y lleve más tiempo para alcanzar su fin, que la misma maduración fisiológica.

Ante la depresión, algunos adolescentes se muestran agitados, otros presentan características de aislamiento. En algunas ocasiones, toman como defensa de la deserción el uso de drogas, el alcohol, el pandillismo, la delincuencia, o se dedican a una sexualidad promiscua.

La frustración por la dependencia produce agitación, ansiedad y una necesidad de sustituir nuevas figuras gratificadoras por la pérdida de los padres de la infancia.

Pero también los padres tienen que hacer el duelo por los hijos. Necesitan hacer el duelo por el cuerpo del hijo pequeño, por su identidad de niño y por su relación de dependencia infantil (A. Aberastury, 1982). Ahora son juzgados por sus hijos, y la rebeldía y el enfrentamiento son más dolorosos si el adulto no tiene conscientes sus problemas frente al adolescente. También los padres tienen que desprenderse del hijo niño y evolucionar hacia una relación con el hijo adulto, lo que impone muchas renuncias de su parte.

Al perderse para siempre el cuerpo de su hijo niño, se ve enfrentado con la aceptación del devenir, del envejecimiento y de la muerte.

Debe abandonar la imagen idealizado de sí mismo que ese hijo le ha creado y en la que él se ha instalado. Ahora ya no podrá funcionar como líder o ídolo y deberá en cambio, aceptar una relación llena de ambivalencia y de críticas. Al mismo tiempo, la capacidad y los logros crecientes del hijo lo obligan a enfrentarse con sus propias capacidades y a evaluar sus logros y fracasos. En este balance, en esta rendición de cuentas, el hijo es el testigo más implacable de lo realizado y de lo frustrado. Sólo si puede con la fuerza creadora del hijo, podrá comprenderlo y recuperar, dentro de sí, su propia adolescencia.

En este momento del desarrollo, el modo en que se otorgue la libertad es definitivo para el logro de la independencia y de la madurez del hijo. Sin embargo, algunos padres suelen encerrarse en una actitud que hace aún más difícil ese proceso.

Los padres suelen usar la dependencia económica como poder sobre el hijo, lo que crea un abismo y un resentimiento social entre las dos generaciones.

Ahora bien, los procesos de identificación que se han ido llevando a cabo en la infancia, mediante la incorporación de las imágenes parentales buenas y malas, son los que permitirán una mejor elaboración de las situaciones cambiantes que se hacen difíciles durante el período adolescente de la vida.

La búsqueda incesante de saber qué identidad adulta se va a constituir, es angustiante y las fuerzas necesarias para superar estos microduelos y los duelos aún mayores de la vida diaria, se obtienen de las primeras figuras introyectadas que forman la base del yo y del superyó, de ese mundo interno del ser (Grinberg, 1978).

Un buen mundo interno surge de una relación satisfactoria con los padres internalizados y de la capacidad creadora que ellos permitan. Pero si los padres internalizados se viven hostiles y por lo tanto se han integrado un superyó punitivo, entonces el adolescente no podrá elaborar los duelos ni alcanzar la verdadera identidad y la ideología que le permitan alcanzar un nivel de adaptación creativo y surgirán defensas para eludir la depresión, la culpa y la criminalidad, e incluso la tendencia al suicidio, con lo cual, tratará de lograr un aparente equilibrio.

Estas tendencias autodestructivas son motivadas por la culpa que implica crecer, en un contexto de tomar el lugar de los padres. En la fantasía inconsciente es vivido como un acto agresivo. Crecer es pasar por encima de los padres, dejarlos atrás, destruirlos (Winnicott, 1972).

Cuando, además, los objetos internalizados se han constituido en un superyó punitivo y hostil, el adolescente vive su ambiente con exigencias que siente no poder cumplir. Generalmente, en los adolescentes se encuentran reacciones impulsivas de rabia, hostilidad, impulsos donde puede haber una búsqueda de la muerte, pero como una forma de búsqueda de castigo inconsciente o de ataque tipo acting out (es decir, una actuación impulsiva), dirigido hacia objetos internos que representan a los padres. A menudo la autodestrucción es un castigo del superyó, en virtud de la identificación del niño con la actitud de sus padres, actitud generalmente muy severa y exigente (Meninger 1966).

El no poder satisfacer las demandas de los padres y sus expectativas puede ser también un  factor desencadenante de la disminución de la autoestima, que puede producir culpa por no ser capaz de lograr aquello que los padres deseaban específicamente del niño.

Anna Freud (1979) ha hecho parones del yo, típicamente utilizados en la adolescencia como medio de defensa contra los objeto de dependencia infantiles y contra los impulsos pregenitales  y genitales.

  1. Los intentos del adolescente de separarse de sus objetos infantiles y de desplaza sus sentimientos a otras personas e intereses. Esto abarca la pérdida del objeto y en cierto gradeo requiere el trabajo de duelo.

En algunas ocasiones, el adolescente se siente apasionado por otras relaciones, bajo tales circunstancias hay una fuerte probabilidad de que los deseos idénticos (pero no realísticos, ya que son todavía pregenitales), sean transferidos a padres sustitutos o a idealizar líderes o contemporáneos, siempre que estas personas den la impresión al adolescente de ser diametralmente opuestos en maneras, cultura, etc., a sus padres originales. La nueva alianza, es dramáticamente enfatizada, así como es la separación de los padres y es esta exageración que lo marca como una acción defensiva, más que una sana progresión a nuevas relaciones.

Así separado de los padres, el joven si siente entonces libre para actuar impulsos agresivos y sexuales fuera de la familia, actuación que puede ir desde un rango sin daño, idealizado, hasta un comportamiento antisocial. El éxito o fracaso de esta té cica de defensa en términos de maduración, es determinado por el grado en el cual las proyecciones cambian de las que existían originalmente en relación a los objetos tempranos.

Cuando son llevados esencialmente en su forma infantil pregenital, a los nuevos objeto, los mismo conflictos persistirán y la consecuencia bien puede ser una mala adaptación o la presencia de enfermedades, que el adolescente presente en su vida más adelante.

  1. Cuando el adolescente no tiene éxito en desplazar sus nexos libidinales con sus padres, la respuesta del yo puede manifestarse en revertir los sentimientos, llevando el amor hacia el odio, la dependencia hacia la rebelión, el respeto y la admiración hacia el desprecio. Esto puede ocurrir normalmente de tiempo en tiempo en cualquier adolescente. Ellos se imaginan a sí mismos libres e independientes, pero en realidad se sienten atados a los padres y con tal sufrimiento continúan la misma lucha dentro del círculo familiar. En realidad, no se ven lejos de sus padres, por el contrario, quedan como jóvenes hostiles, beligerantes e irritados, racionalizando su comportamiento y proyectando su agresión, aduciendo que actúan así por el comportamiento hostil y controlador de los padres. En algunos casos, esta agresión puede ser volcada sobre sí mismos, resultando en depresión, autodestrucción e incluso consecuencias suicidas.
  2. Otra forma del yo, para manejar la frustración que aparece cuando los sentimientos se desplazan de los padres, pero que no invertidos con éxito, es el dirigir los sentimientos a sí mismos (narcisismo). Estas actitudes narcisistas pueden ser un proceso normal, que se presenta en el adolescente de cuando en cuando, pero constituye un proceso patológico cuando toma importancia en la vida mental del joven, manifestándose  ideas de grandeza, belleza o poder, fantasías omnipotentes o de gran sacrificio y sufrimiento (esto último, cuando el superyó es punitivo), o manifestándose una preocupación excesiva por su cuerpo, en términos de apariencia (barros, olores o sensaciones corporales raras o placenteras; hipocondriasis).
  3. Regresión de tiempo en tiempo y en menor grado en la adolescencia patológica. Tales regresiones periódicas a los objetos infantiles sirven para dar lugar a la separación tanto para el adolescente como para los padres. Algunos adolescentes, sin embargo, bajo la presión de la ansiedad, se refugian en la técnica de la niñez temprana de relaciones, especialmente la identificación primaria con el objeto.

Como una consecuencia, frecuentemente sufren un grado de confusión en su habilidad de distinguir el sí mismo (self), de los objetos y tienden a proyectar sus pensamientos y sentimientos hacia el objeto. Usan excesivamente la identificación como medio de relacionarse, alternando su propia personalidad, para conformarse a la de alguna otra, en lugar de desarrollar su propia identidad.

Algunos adolescentes llevan esta regresión a la identificación como fin principal de relacionarse, utilizando así las identidades prestadas e inestables de otros. Siempre parece demandar información del exterior, para saber quiénes son y funcionar como si fueran primero una persona y después otro. Sus metas son fluidas y se movilizan conforme van asumiendo una seudoidentidad. En los ejemplos de regresión más severos, pueden manifestarse serios conflictos al enfrentarse a la realidad. Se expresan en un estado de confusión o inhabilidad de distinguir el mundo interno del externo.

La identificación primaria, como una forma de relacionarse con los objetos, es temporalmente efectiva, debido a que se sustituye ser como en lugar de ser. En vez de relacionarse con los objetos y experimentar dos los sentimientos asociados, estos adolescentes tratan de ser como el objeto, pero como resultado viven una vida muy empobrecida y sin satisfacciones, ya que no experimentan afecto real por el objeto.

Con este control llegan a vivir cualquier sentimiento intenso como amenazante para su imagen propia, así como fue en la niñez temprana, cuando la distinción entre sí mismo y los objetos, no era mantenida fácilmente bajo stress. Pero en contraste con el niño pequeño, no puede ya retornar a los padres para buscar apoyo, por lo tanto, se sien ten en peligro de aislamiento social. Las defensas también pueden ser dirigidas contra los impulsos mismos, más que hacia o en contra de los objetos tempranos.

  1. El adolescente  inhibido y tímido trata de posponer el desarrollo reprimiendo y negando las metas pregenitales y genitales y manteniendo una relación dependiente con los padres. Esta reacción puede ser enfatizada actualmente por un padre que se niega a separarse y que tiene dudas sobre dejar las amarras o las ligas con su hijo. En tales casos, el joven huye de retener las ligas, deshaciéndose de sus impulsos.
  2. Entre algunos adolescentes hay un antagonismo hacía los impulsos que a veces pasan por encima de la represión. Se parece al ascetismo de los fanáticos religiosos. Esto jóvenes tiene dudas de disfrutar en general y le dan más importancia a deseos que tiene inhibiciones más severas. Esto puede empezar con el deseo instintivo y luego extenderse a las necesidades físicas más generales.

Tales individuos pueden renunciar a cualquier impulso que aún remotamente les recuerde la sexualidad, pueden aún evitar a sus parientes y a todas sus actividades o intereses, tales como música, baile, ropa de moda, etc. Este ascetismo puede extenderse hasta afectar y repudiar la protección contra el clima, la alimentación, bebida y sueño y posponer el orinar y defecar tanto como sea posible. Cuando se llega a tal magnitud se aproxima a un comportamiento psicótico. Usualmente, sin embargo, tales períodos de ascetismo son contrapuestos por súbitos cambios en la dirección opuesta, a excesos en un deseo de restitución. Tal comportamiento expresa un temor ciego a todas las actividades instintivas, un abandono de todo placer, excepto placeres masoquistas. Afortunadamente, esto es usualmente un fenómeno transitorio.

  1. Cierto adolescentes desarrollan un interés insaciable en sujetos abstractos. Se juntan para discusiones eruditas de todas las variedades de problemas filosóficos. Pero una gran disparidad existe entre los pensamientos idealistas expresados por los adolescentes y su comportamiento real. Lo que hacen es pensar y volver a pensar en el conflicto instintivo, no tanto como preparación para la acción sino como medio de o evitar diferir la acción. La naturaleza de los argumentos y de los sucesos discutidos refleja el conflicto dentro del aparato mental de los jóvenes. Es una forma de sobrellevar el peligro, hasta que el individuo está listo para participar más activamente en la vida. Esta sobreintelectualización puede, en algunos casos, persistir y posteriormente paralizar con efectividad la actividad. Lo que de nuevo puede llevarle a un estado psicótico.
  2. Los adolescentes, tratan comúnmente tanto con impulsos como con ataduras con objetos tempranos, tomando posiciones que no los comprometen en terrenos prácticos ni idealistas. Defienden sus ideas. Siente orgullo hacia su moral establecida en los principios estéticos y éticos y se rehúsan a hacer concesiones a sus mayores, a quienes ven como que no tienen principios ni moral. A este respecto, los jóvenes pueden controlar mejor su comportamiento y mantener las reglas que ellos mismos han impuesto, superando a sus mayores. Esto puede ser trascendente cuando los padres tiene reglas muy débiles, y representa una resistencia de los adolescentes hacia la identificación con los padres, debido frecuentemente, al temor de que la intensidad de sus impulsos pudieran ser como la de sus padres. Todas estas defensas, si son efectivas, hacen posible el desarrollo y la maduración.

Para que pueda haber una libre interacción con el medio ambiente, aprender, sintetiza experiencias, probar, crear, el joven debe pasar por periodos de relativa tranquilidad; las defensas del yo le aseguran esos periodos, aunque de vez en cuando estos resultados puedan ser estresantes y molestos para los demás, e incluso patológicos, deberían entenderse como caminos adecuados que llevan al adolescente a mantener la estabilidad mental. Cuando han sido exitosos, se integran con otras defensas y llevan al joven a lidiar con dos tareas básicas: la separación de los objetos tempranos y la maduración reproductora.

La típica inconsistencia del adolescente refleja la alternativa entre pelear contra sus impulsos o exteriorizarlos y ser dependiente de sus padres o rebelarse en contra de ellos. En cada fase están consolidadas experiencias constructivas que le permitirán progresar hacia la estructura de la personalidad adulta

Quisiera ilustrar lo anterior, a través del caso de una paciente, joven de quince años, que llegó  consulta manifestando una depresión severa y anorexia nerviosa, que había comenzado a preocupar a los padres, teniendo una fatal desenlace. La adolescente, muchacha extremadamente  delgada, de grandes ojos negros, se presentó a consulta, manifestando su angustia por la “mala relación”, que decía tener con sus padres, aceptando que desde hace algunos meses comenzó a experimentar la sensación de que estaba “muy gorda”, y que debía ponerse a dieta. Le preocupaba la forma extraña en que intentó bajar de peso, pues había sentido la necesidad de introducirse un dedo para provocarse el vómito, por la preocupación que le causaba el alimento dentro de su cuerpo.

Relata que de niña, a la edad de die años, padeció una hepatitis aguda, que la postró en cama por espacio de dos meses, al cabo de los cuales había recuperado varios kilos, que a decir de la madre, la hacían verse mal;  razón por la cual la llevaron con una mujer especialista en dietas y le prohibieron los dulces, pasteles y golosinas propias de la infancia, lo cual representó para la niña un sacrificio importante. Más tarde, iniciando la paciente su adolescencia, la insistencia de la madre ante lo que ella consideraba un exceso de peso, llevó a la paciente a someterse a un régimen alimenticio acompañado de masajes y cremas para adelgazar. La paciente presentó la menarca a los catorce años pero, debido a su extrema delgadez, comenzó a presentar síntomas como amenorrea, caída del cabello, extremidades heladas y una compulsión por no comer alimentos que podían subirla de peso.

En cierta ocasión, la madre encontró una carta que la paciente había escrito y estaba dirigida a Dios. La carta decía así:

Dios mío, te pido ayuda, ya no puedo más. En dos meses todo lo lindo que me pasaba, ahora es lo contrario. Todo mi mundo se derrumbó, hasta mi pelo, que es de mi cuerpo lo que más adoro, se me está cayendo. Además, estoy engordando, me siento muy triste. Me faltan fuerzas para darme ánimo. Hoy tengo una fiesta y no sé cómo me va a ir. Me siento gorda, fea, sin bonito pelo, sin apoyo, sin fuerza para seguir viviendo. Estoy derrotada, toda mi alegría de vivir se ha ido. Te pido que no hagas que engorde y que ya no se me caiga el pelo. Te pido que no hagas que engorde y que ya no se me caiga el pelo. Dame fuerzas para ayudarme a mí misma, haz que me quede en el peso que tengo, pero no más. Te pido que me recupere.

A través de esta carta y los datos anteriores, podeos ver la angustia de la adolescente por el cambio en su esquema corporal. Sufre una despersonalización debido a que se han producido cambios en su cuerpo, acordes con la etapa de la pubertad, pero psicológicamente no se encuentra preparada para aceptar el duelo por su cuerpo de niña. A través de la anorexia, hace esfuerzos desesperados por mantenerse aún en la infancia; intentó así acatar el mandato de los padres de no crecer, en tanto implica desplazarlos y destruirlos. Esta misma fantasía, por parte de la madre, es lo que la lleva a controlar el peso de su hija, con la finalidad inconsciente de destruirla primero. Así, la paciente vive a los padres como agresivos y hostiles, presentando a su vez un franco antagonismo hacia ellos, que la lleva a volcar la agresión sobre sí misma, buscando con esto por un lado, controlar su propia agresión y no destruirlos y, por el otro, mostrarse ya destruida para que no la aniquilen realmente.

Este es un ejemplo de cómo el ya complejo síndrome de la adolescencia se dificulta aún más cuando existe una patología previa en alguno o en todos los objetos que rodean al adolescente, llevándole a una situación de duelo patológico, en donde no es posible elaborar la pérdidas y llegar a fin de cuentas al establecimiento de una identidad propia.

 

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