Texto de Néstor A. Braunstein que se incluye en el número 1, volumen III de la Revista Gradiva, año 1989.
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  1. HAMLET Y FREUD

Es paradójica la situación de un psicoanalista –y supongo que la de cualquier investigador- cuando tiene que comunicar que alcanzó una respuesta nueva para un problema existente desde hace mucho tiempo en su campo de trabajo y encuentra que esa respuesta es sencilla. Si bien puede consolarse con el elogio clásico de la simplicitas no deja de pensar que algo fundamentalmente erróneo debe haberse deslizado en su razonamiento o que sí así no fuese, alguien seguramente lo pensó y lo transmitió antes y es simplemente la ignorancia, animada por un deseo de inventar algo, la que lo lleva a postular su “descubrimiento” como una novedad.
Hecha esta salvedad sobre la posibilidad de la equivocación, del desconocimiento o de ¿por qué no? Ambos a la vez, me dispongo a expresar una solución sencilla, parsimoniosa, al enigma que siempre representó Hamlet para el pensamiento psicoanalítico.
Hamlet, el texto, la obra, se encamina hacia los cuatro siglos de existencia. Los comentarios, las discusiones, las interpretaciones, siguen de cerca a tamaña longevidad. Para los psicoanalistas la cuestión arranca, ¡cuándo no!, con Freud y con sus cartas Fliess (en este caso, la del 15 de octubre de 1987) y con la publicación de La Interpretación de los Sueños a fines de 1899. Para el fundador Hamlet es un histérico y el enigma que plantea, la irresolución del personaje para cumplir con el mandato de mandar a matar a su tío, rey de Dinamarca, fratricida y segundo esposo de la madre del príncipe Hamlet se disipa postulando que si Hamlet no puede matar al asesino de su padre es porque él mismo en su infancia y sin saberlo ahora, quiso ejecutar tal crimen. Para Freud, pues, Hamlet es un Edipo que no llegó a consumar el doble crimen de Tebas, sino que se limitó a fantasearlo en Dinamarca. Para él, la conciencia, “que nos hace a todos cobardes” , es su sentimiento inconsciente de culpa.
La interpretación de Freud es discutible así como lo es el diagnóstico de histeria. Pero una intuición genial campea en ella: el impacto de Hamlet, del texto de Shakespeare y de su representación, se produce por la relación que se establece para cada sujeto humano entre lo que muestra la escena, invención poética, y ese mito fundante de la subjetividad que es el mito de Edipo trastocado en complejo inconsciente para cada uno de los hombres y mujeres que hablan en esta tierra.
El desciframiento freudiano consiste en aplicar a Hamlet los dos descubrimientos originales del psicoanálisis: la existencia del inconsciente y la de unas sexualidad infantil centrada en torno a la relación de amor y odio con los personajes parentales que normalmente sucumbe a la represión  y es cubierta por un velo de amnesia. Si hay un conflicto para el príncipe de Dinamarca, un conflicto que se manifiesta a través de un la relación neurótica que sostiene con su propio deseo tal como lo evidencia su discurso, es porque el crimen que cometió  su tío y rival matando al padre y apoderándose de la madre revive en él lo que fueron sus propios deseos. Al comenzar la acción, el fantasma de su padre lo conmina a matar al rey. Recibida la orden, Hamlet piensa inmediatamente  -y a lo largo de toda la obra- en el suicidio. Matar al rey por su crimen equivaldría para él, a matarse a sí mismo por haber deseado lo que el otro realizó. De ahí su vacilación y el camino tortuoso que sigue para la realización de su designio a tal punto que si finalmente comete el magnicidio es en un momento en que él mismo está ya prácticamente muerto pues ha recibido la estocada de la espada envenenada de Laertes, la misma espada con la que atraviesa al rey. Sólo muerto puede matar y consumar la venganza.
Los comentarios psicoanalíticos que siguieron a la percepción freudiana fueron múltiples pero caso no se apartaron del guión establecido en “La Interpretación de los sueños”. Ernest Jones comparó en detalles los textos de Sófocles y de Shakespeare en su Hamlet y Edipo, y Ella Freeman-Sharpe, escribió dos trabajos de cierto interés que siguen el surco abierto por Freud. Como tantas veces sucedió en la historia del psicoanálisis se imprimió después de Freud mucho que era bueno y original: sólo que lo bueno no era original y lo original no era bueno.
También los diagnósticos del personaje se multiplicaron y se subrayó cada vez más el aspecto clínico del duelo patológico y de la melancolía. Jones intentó una síntesis calificándolo de “caso grave de histeria sobre un fondo ciclotímico”.
En fin, no pretendo en este texto hacer una revisión bibliográfica sino tan sólo señalar la escasez de aportaciones que señorea en la proliferación de los textos psicoanalíticos que siguieron a la página que dedicara Freud al tema. Esa esterilidad derivaba, más que la falta de inventiva, del hecho de haber tomado un camino equivocado: el de buscar las claves de un texto tan complejo e intrincado a través de la biografía de Shakespeare y de lo que se podía inferir que hubiese sucedido en la infancia del cisne. La búsqueda de claves infantiles derivó en conclusiones pueriles de esas que hacen las delicias de los caricaturistas del psicoanálisis. De la biografía de Shakespeare el único dato a retener para abordar a Hamlet es que la obra fue escrita en 1601, poco después de la muerte de su padre. No es arriesgado suponer que el drama tiene que ver con esa muerte, así como se puede pensar que el psicoanálisis no sería lo que es sin la muerte del padre de Freud en 1896. Tampoco es difícil percatarse de que a mucha gente se le murió, el padre antes y después de Shakespeare y que a Freud sin que por eso saliesen obras geniales a la luz del día. En la luz de la noche, llamada sueño, tal vez sí.

  1. HAMLET Y LACAN

Así hasta 1959 cuando, en su seminario dedicado a “El Deseo y su Interpretación”, Jaques Lacan toma a Hamlet como texto paradigmático para exponer la relación del sujeto con su deseo y con el objeto de ese deseo. Fueron siete las conferencias que dedicó Lacan a analizar el texto de Shakespeare y los comentarios que él mismo suscitó tanto en la  tradición preanalítica  dominada por Goethe como en las postanalítica derivada  de Freud.
Siete jornadas en las que el analista francés se dedicó a sonsacar secretos al texto, a los personajes y a los espectadores que durante siglos se vienen dejando conmover por las tribulaciones y vacilaciones del príncipe danés.
Es difícil decidir qué admirar más en las conferencias de Lacan. En primer lugar está el estilo, tan vituperado como inigualable y quizá por eso mismo vituperado. Más allá de ese estilo, de ese estilete, las siete exposiciones muestran un método de incalculable fecundidad para el abordaje de una obra literaria tomando como punto de partida al de Freud que relaciona el texto con el mito que le ofrece su estructura, el de Edipo en la ocasión. La consecuencia de la aplicación de ese método es que se pone en relieve la absoluta precisión de la delicada maquinaria presente en el texto shakespeareano.
Nada allí es caprichoso y la maravillosa inventiva del poeta es el instrumento que vehiculiza hacia nosotros una estructura, un álgebra latente que está allí presente y que es la causa de nuestra subyugación sin que nos percatemos de su acción.
O hablamos de admirar más el trabajo clínico hecho sobre los personajes de la obra que permite ilustrar diáfanamente la tesis de que el deseo, es el deseo del Otro.  Pues si la tradición analítica se confundió acerca de Hamlet es porque pretendió entenderlo a partir de la presencia de un “deseo natural” en él, concebido como una deseo por la madre, como una apetencia que surge espontánea y autónomamente desde el hijo varón como sujeto hacia una madre vaciada de su propia subjetividad, concebida como objeto puramente pasivo. Y el trabajo de los analistas muestra en todo momento y hasta el cansancio algo que se revela también  en toda creación narrativa; no existe ese deseo “natural” sino que en las mujeres y en los hombres el deseo está sometido a una dialéctica y encuentra siempre su punto de arranque en el deseo del Otro, en este caso en el deseo de la madre. En ese sentido Lacan concede un lugar central en la obra al diálogo que mantiene Hamlet y su madre en donde el hijo implora de la madre la renuncia al objeto del deseo de ella, su padrastro, pero sale derrotado de ese encuentro. Y la recriminación a la madre es sostenida por Hamlet desde el lugar de su padre muerto, el que le dio el mandato de ejecutar la venganza “sin que dejes que tu alma intente daño alguno contra tu madre”.
Sería trabajo ímprobo y seguramente inútil tratar de reproducir todos los hallazgos clínicos de Lacan en relación con el personaje  y con el texto de Hamlet. Inútil porque ya está hecho, porque cualquiera puede consultarlo (la versión francesa apareció en los números 24 y 27 de la revista Ornica y la española fue publicada con el título de Lacan Oral) y porque no es cuestión de decir mal lo que Lacan dice bien.
Además del estilo, además del método, además del trabajo clínico, la exposición lacaniana sobre Hamlet es notable porque sirve a su autor como pretexto para ilustrar la relación del sujeto humano con su deseo a parir de la construcción de una topología de ese deseo con la definición de los diez lugares estructurales que permiten colocar en cada caso singular la relación constituyente que existe entre discurso, sujeto y deseo. No es éste el lugar par a desglosar ese aspecto, el de mayor relevancia teórica, de la elaboración de Lacan.
Hamlet es un pretexto –siempre lo fue pero no lo sabíamos—para sostener a través de él una interrogación sobre nuestro deseo.  No hay que atribuirle cosas, sino proyector allí nuestra ignorancia para que surja allí, delante nuestro, ese impertinente que llamamos inconsciente. Con Hamlet se presentifica la estructura que no es la del deseo de Hamlet sino la del deseo de todos. De allí su arrastre. Pero Hamlet, el personaje, sostiene de todos modos su interrogación, su enigma, que es el de una posición singular y característica ante el deseo. De eso se tratará en las páginas que siguen.

  1. HAMLET, SU DIAGNOSTICO

Ernest Jones dice que “no me atrae nada” hacer recaer un diagnóstico sobre Hamlet pero como psicoanalistas y como lógicos podemos sospechar que esa doble negación conlleva una afirmación. Lacan no duda de que Hamlet es un neurótico pero su preocupación no es la de diagnosticarlo sino la de definir en términos estructurales la relación del personaje con su deseo. Vale la pena citar aquí sus palabras.
Del deseo de Hamlet se ha dicho que era el deseo de un histérico –eso es quizás muy cierto. Se puede decir también que es el deseo de un obsesivo- es un hecho que está atiborrado de síntomas psicasténicos severos. En verdad Hamlet es los dos. El es pura y simplemente el lugar de este deseo. Hamlet no es un caso clínico. No es un ser real, es un drama que presenta, (algo así), como una placa giratoria donde se sitúa un deseo.
Y es que así se plantea la cuestión del diagnóstico en psicoanálisis. No se trata de decidir si el sujeto tiene o no una determinada enfermedad, como es el caso de la medicina, sino de delimitar la relación que alguien sostiene con su deseo y que estructura su relación con los demás. Pero tales deseos se manifiestan en constelaciones típicas que define a las posiciones subjetivas. Es así como se define el deseo histérico como un deseo insatisfecho, el deseo fóbico como un deseo prevenido y el deseo obsesivo como un deseo imposible. Los síntomas neuróticos son derivados de la relación del sujeto con su deseo. Si, como reconoce Lacan, Hamlet está cargado de síntomas psicasténicos (nombre dado en la psiquiatría francesa al cuadro clínico descubierto y definido por Freud como Zwangsneurose es decir, como neurosis obsesivo-compulsiva), debe suponerse que la estructura de su deseo está marcada por ese carácter de imposibilidad que caracteriza a tal neurosis.
De entrada, salta a la vista que el problema que hace de Hamlet una tragedia, es la tendencia del héroe a procrastinar, a postergar una y otra vez la realización de un acto que ya ha sido decidido. La vacilación, la duda, la rumiación constante en torno a la acción, el soliloquio eterno que ofreció a Shakespeare en bandeja de plata la posibilidad de escribir los monólogos más perfectos de la literatura universal, son las características dominantes de un pensamiento que sirve como pantalla que traba la acción. No que el personaje sea incapaz de actuar, todo lo contrario: Hamlet mata sin mayor premeditación ni escrúpulo a Polonio, a Rosenkranz y a Guildenstern, pero eso en la medida en que su deseo no entra allí en juego. Su rumiación gira en torno a la de dos muertes, la de sí mismo que acabaría con su dolor de existir y la del hombre que mató a su padre y duerme con su madre, es decir, en torno a las dos muertes en las que su deseo está comprometido.
Otra característica que liga el deseo del príncipe con el deseo del obsesivo es su sumisión a la demanda del otro. Hamlet no pretende despachar a su tío al otro mundo, por sí mismo, sino porque tiene que cumplir con la demanda de Otro, el espectro de su padre que se lo ha ordenado. Se trata para él de pagar una deuda, de cumplir con una obligación. No lo hace por su deseo sino para redimir al otro.
Este tema de la redención, es también característico del deseo del obsesivo, tan frecuentemente identificado en su fantasma con Jesucristo. El padre de Hamlet padece en los infiernos, su madre vive en la impureza y en la lascivia.  Él, el príncipe, ha renunciado a todos los placeres de este mundo, a los de la carne y a los del espíritu porque su vida está comprometida en una empresa de redención. Tampoco aspira a su propia salvación, es más, la ofrenda como prenda, con tal de asegurar la bienaventuranza del otro.
Si la pregunta del histérico, las más de las veces de la histérica, es por la sexualidad y por el deseo femenino, la pregunta del obsesivo gira en torno de la vida y la muerte, de la existencia misma llevada con dolor y del dilema acerca del porqué y para qué continuar viviendo, being or not being. En la fenomenología del obsesivo esta pregunta por la vida propia se enlaza indefectiblemente con la cuestión del padre muerto. Cuando de hecho él vive, el obsesivo lo fantasea muerto o muriendo; cuando de hecho él ha muerto, el obsesivo lo revive en su fantasma, hace cosas en función de su supuesta demanda o deseo y se compromete a mantenerlo vivo en el otro mundo. “El hombre de las ratas”, el célebre obsesivo de Freud ilustra esta posición de modo paradigmático. Tan paradigmático como el modo de Hamlet.
Si lo característico de la histeria es la seducción, la llamada a la manifestación del deseo del otro y la dependencia del sujeto respecto de los indicios de ese deseo, la posición del obsesivo ante la sexualidad del otro, del otro sexo, está hecha de huída, de desdén, de idealización de relaciones imposibles, de fastidio ante los compromisos del amor Hamlet, se dice, ha amado a Ofelia, pero cuando ella, la mujer se le presenta como posible, él la rechaza, profiere los denuestos más terribles acerca de la condición femenina, la manda a un convento y, de hecho, la empuja al suicidio.
Eso sí una vez que ella ha muerto, que ha entrado en el reino de lo imposible, una vez que su tumba está cavada y escucha que su hermano, Laertes, profiere aullidos de dolor, entonces sí, Hamlet salta sobe el cuello del doliente porque “cuarenta mil hermanos que tuviera, no podrían, con todo su amor junto, sobrepujar el mío”.
Poco se ha detenido los autores psicoanalíticos a considerar la misoginia de Hamlet, ese plus que él agrega a su misantropía y que lo lleva a proferir la célebre imprecación: “¡Fragilidad: tu nombre es mujer!” Este rechazo de la femineidad, lindante a veces con el horror es encubierto muchas veces por el obsesivo bajo la máscara de una homosexualidad las más de las veces “latente”, es decir, vivida bajo la forma del fantasma neurótico de la perversión. La relación de Hamlet con Horacio o la del hombre de las ratas con su amigo dilecto hacer ver otra cara del deseo del obsesivo como deseo de la mujer en tanto que imposible, la Dama del amor cortés, Ofelia en tanto que muerta.
Estimo que con lo ya dicho en este apartado queda justificada la consideración de Hamlet como un obsesivo por la relación que guarda con su deseo y que es posible abordar el último punto, el de la interpretación de Hamlet anunciada desde el título.

  1. LA NOVELA FAMILIAR DE HAMLET

En 1990 Freud publicó su artículo “La novela familiar del neurótico” que, a mi juicio, ofrece una interpretación relativamente simple de los enigmas que plantean tanto la obra como el personaje de Hamlet. La novela familiar es una ficción forjada por el neurótico desde su infancia para justificar y racionalizar sus emociones incestuosas derivadas del complejo de Edipo. En su forma típica, esta novela está centrada alrededor de la idea de ser un hijo bastardo adoptivo. A partir del momento en que el niño sabe que la madre es siempre cierta y el padre incierto, la novela toma la forma de sustituir al padre real por otro de posición elevada, el rey, el terrateniente o el patrón, lo que abre al niño la posibilidad de que en un momento ulterior se produzca la anagnórisis que lo devuelva a su auténtica jerarquía en el mundo. Los folletines, las radios y las telenovelas abusaron siempre de la escenificación de la novela familiar. Lo que sustento en este artículo, es que Hamlet es la novela familiar de Hamlet.
¿Para qué se construye la novela familiar? Freud no ahorra los detalles. El padre de los primeros tiempos está adornado de todas las perfecciones. Es un ser omnipotente, perfecto, grandioso, dueño de todos los atributos, personaje más allá de la castración. La idealización hace de él un padre ideal tanto más cuanto que después el padre, el padre real, va mostrando ante los ojos del niño sus limitaciones, sus errores, su debilidad, su carácter de ser mortal, su impotencia, su sumisión a la ley y a la castración.
La sustitución de padre que es el núcleo de la novela familiar del neurótico expresa la añoranza nostálgica del niño por ese padre primitivo, más allá de la muerte y de la castración, padre eterno que fundamenta una identificación originaria en la que no hay límite al deseo.
El padre real, por el contrario, presentifica para  el niño la transitoriedad de la existencia y la imposibilidad del goce. En ese sentido, el padre real es el que viene a sustituirse al padre ideal e inmaculado de los orígenes. La novela familiar no hace más que devolver al padre ideal a su lugar primero del que fuera destituido por ese usurpador que es el padre real. En tal sentido la novela familiar es un acto de justicia que derroca a ese falsario que ocupa un lugar en el lecho de la madre.
La madre, por su parte, también es objeto en la novela familiar de un trato que la devuelve a un lugar de privilegio como el objeto del amor de un ser maravillosos que luego fue sustituido por otro que no es nada más que un hombre. La alcurnia del padre de la novela enaltece también a la madre y habilita los sueños de grandeza del hijo que podrá equipararse de ahí en más, en lo imaginario, al padre ideal.
La novela familiar permite además –esto no fue señalado por Freud, que en 1909 no había teorizado aún el complejo de Edipo y ni siquiera lo había nominado como tal- permite además, decía, dar una expresión clara de los componentes contradictorios que dominan al niño en su relación con su padre. En efecto, el complejo de Edipo conlleva la coexistencia simultánea de sentimientos afectuosos, de amor, del niño a su padre, en tanto que es fuente de cuidados y bienestar así como el agente que establece una saludable separación entre el hijo y la madre y de sentimientos hostiles, de odio, en tanto que es un rival privador y castrador. Normalmente, según Freud, esta doble polaridad del padre se resuelve en una especie de armisticio con él que desemboca en su introyección como superyó.
La contradicción que padece el niño es resuelta por la novela familiar al precio de una disociación. Hay allí dos padres: uno ideal, sin defecto, fundamento de todo bien, excelso, y otro real, sometido a las leyes comunes, un simple humano. De alguna manera el padre real, al mostrar sus imperfecciones, ocupa el lugar y en ese sentido mata al padre ideal y rebaja a la madre sosteniendo un intolerable comercio carnal con ella, eso que el niño tiene tantas dificultades en aceptar.
Hamalet pone en la escena (dos veces, puede decirse, si se toma en cuenta la (playing scena), este crimen cometido en la augusta persona del Padre, ese Padre que no por nada se llamaba también Hamlet. El que queda después en su lugar es un usurpador, Claudio. Las palabras del príncipe abonan a esta tesis: su padre muerto, el que se pasea en pena por la terraza del castillo de Elsinore, “era un rey tan excelente que comparado con éste (Claudio), era lo que Hiperón a un sátiro”. El cotejo de los dos reyes insiste a lo largo de la obra: uno es un dios, el otro unas basura; uno es el merecedor de todas las devociones y de la ofrenda de la propia vida, el otro es un criminal abyecto.
El secreto de Hamlet, propongo, es que es el hijo de Claudio, pero que Claudio, por su parte, es quién, en su inconsciente ha entrado en reemplazo de lo que el propio Claudio fuera para Hamlet en el periodo sepultado por la amnesia infantil. En ese sentido, todo padre real sería el asesino del padre ideal. El misterio de la conmoción que Hamlet no deja de producir estaría en la escenificación de un fantasma infantil típicamente obsesivo. El Padre ideal muerto, traicionado, retorna desde la ultratumba para ordenar a su hijo una venganza que restituya la justicio al mundo. Los sentimientos hostiles que despierta el padre real se encuentran ahora justificados por el mandato de un superyó arcaico. El hijo está obligado a consagrarse a una tarea de redención que comprende tanto al padre como a la madre. Su vida no es la de él, él la debe al Otro. La renuncia a la sexualidad también se hace como pago de la deuda: “Sólo tu mandato vivirá en el libro y volumen de mi cerebro, sin mezcla de material vil”.
La traición  del padre real, de Claudio, lo es también de la madre real, acusada de revolcarse en la inmundicia, y que está más allá de todos los intentos de redención de su hijo, ésos que se consuman en la escena de la abjuración. La misoginia resulta de una extensión a todas las mujeres del odio que despierta la traición de la madre real al padre ideal y es una manera de protegerse del deseo de esa madre.
Que Claudio sea el padre  real de Hamlet, dista de ser una interpretación abusiva que fuerza al texto de Shakespeare. Por el contrario, sus palabras, curiosamente descuidadas por los comentaristas psicoanalíticos que se ocuparon de la obra, avalan dicha interpretación: en la segunda escena del primer acto, él insiste ante Hamlet para que el príncipe abandone su estado doliente y reconozca que lo propio de un padre es el ser mortal, que todos los padres perdieron a su vez a sus padres y que es indigno del hombre el negarse a aceptar esta ley del Cielo y de la Naturaleza, la cosa más vulgar de cuantas se ofrecen a nuestros sentidos y el punto de acuerdo entre la razón, la muerte, la ley divina y la ley terrenal: “…death of fathers… ‘This must be so’…” Dicho lo cual insiste en ocupar ante Hamlet el lugar del padre, le manifiesta sus sentimientos como el más querido de los hijos y lo insta a permanecer junto a él.
Claudio, pues, habla desde el lugar del padre real y su voz es la voz de la razón: lo que es un delito, el crimen verdadero, es la negativa a enterrar al padre, la idealización de un Padre eterno que vaga para siempre en las sombras de la noche exigiendo la vida del hijo como algo que le es debido. Ese Padre originario, Urvater, ideal, terrible en su perfección, muerto desde siempre, es un espectro atormentador que ordena todas las renuncias, que esteriliza, que castra que obtura toda memoria y que cierra el camino al saber. Basta recordar lo que Hamlet, precursor en esto del cogito cartesiano, le promete: ¡Sí borraré de las tabletas de mi memoria todo recuerdo trivial y vano, todas las sentencias de los libros, todas las ideas, todas las impresiones pasadas, que copiaron allí la juventud y la observación!
La aparición de un Padre muerto que se niega a morir es manifestación eminente de eso siniestro u ominoso a lo que Freud dedicara uno de sus ensayos más penetrantes. La historia del infortunado Hamlet ilustra de modo ejemplar la novela familiar del neurótico en su vertiente obsesiva mostrando la disociación que éste establece entre el amor dispensado a una figura ideal y castradora en tanto niega la castración sobre sí mismo y el odio profesado al padre real en cuanto soporte de una necesaria imperfección. Es el ejemplo más bello de cuantos puede invocarse en beneficio de la tesis de la desintrincación (Entmischung) de las pulsiones de vida y muerte sacada a la luz por Freud después de 1920.