El siguiente texto fue publicado en nuestra revista Gradiva VOL. V, No. 2, 1991-92.
Dra. Rosalba Bueno de Osawa*
Dr. Roberto Gaitán González*

Dra. Amapola González Fernández***

Muchos autores han señalado que México presenta un mosaico de modelos culturales diferentes y variados, como resultado de tres grupos raciales básicamente: a) indígenas casi cien por ciento puros, que fueron los habitantes prehispánicos; b) mestizos, que son la mezcla de europeos e indígenas y c) criollos, que son los descendientes directos de los europeos.
Si exceptuamos algunas comunidades de origen indígena que aún se mantienen aisladas, los tres grupos culturales no muestran una separación tajante entre cada uno de ellos, sino que se va pasando de forma sutil y gradual de unos a otros. La salud mental de las mujeres en cada uno de estos tres grupos socioculturales varía de manera importante.
El setenta y cinco por ciento de la estructura básica de la población en México, aproximadamente, está compuesta por la mezcla de individuos descendientes de europeos e indígenas, y son ellos los que constituyen la mayoría de la clase media y el modelo de identidad nacional básico.
Las mujeres en cada uno de los tres grupos han cambiado drásticamente durante las últimas tres décadas. La mayor diferencia aparece en las áreas más conflictivas para la mujer: 1) el cuidado del hogar, 2) el número de hijos que procrea y cuida y 3) el trabajo como forma de obtener ingresos fuera de la casa.
México es muchos Méxicos, no sólo en el aspecto económico y geográfico, sino también étnica y culturalmente,  Actualmente el país no es una unidad cultural ni posee un carácter único, éste está en proceso de crearse.
En el carácter constitutivo del mexicano existen semejanzas y diferencias con los demás países latinoamericanos, que nos permiten sentirnos partícipes de una misma y vasta herencia cultural, “la española”, de una misma y  vasta experiencia común, “la explotación colonial” y de una,  misma y vasta condición presente, “la dependencia económica” pero a la vez nos permiten diferenciarnos en virtud de antecedentes históricos diferentes, que dieron como resultado configuraciones étnicas peculiares.
México, donde se desarrolló una de las grandes civilizaciones prehispánicas, es por lo tanto un “pueblo testimonio”, como señala Darcy Ribeiro a  pesar de la destrucción que se hizo de sus instituciones culturales, de su estructura de liderazgo, de sus conocimientos científicos y de su población durante la época colonial  la actual época independiente, ha podido transmitir y conservar de generación en generación “fragmentos de los viejos valores cuya actualización en la conducta práctica resulta imposible pero que aún son respetados”.
En México al igual que en América Latina, las contingencias históricas hicieron surgir tres configuraciones nacionales diferentes, donde la minoría criolla se asienta como cultura dominante y como detentadora del poder político y económico, frente a los grupos mestizos –grupo transicional- y la base indígena en proceso de marginación constante.
La “cultura oficial” como la denomina Béjar Navarro, a no dudarlo, corresponde a la explicitación de un compromiso con la cultura europea.  A un ansia de europeización y modernización forzada, como vehículo simbólico para constituir la base de la homogeneización cultural.  Sin embargo la fertilidad de “monopolio criollo” de la cultura parece estar en entredicho.  Sus valores sus procedimientos y sus normas parecen desvanecerse en la medida que se desciende en la escala social.  Los proletarios y marginados parecen ser reactivos a identificarse con los valores dominantes, la desobediencia hacia dichos valores es marcada y su consecuencia es la multiplicación de organizaciones informales a todos los niveles de la estructura y la estratificación social. “La violencia de los cambios introducidos por las crisis económicas internas y las internacionales, vertebran a los distintos grupos sociales, con sus culturas en proceso de formación, dentro de las distintas subculturas reactivas urbanas  marginales de tipo rural”.
La mayor parte de las perturbaciones del mexicano actual son debidas, según Santiago Ramírez, al choque entre dos culturas: la indígena y la española.  Cada una tenía sus propias pautas culturales que les proporcionaban un sentido de afirmación y autosuficiencia.  Al dominar y sojuzgar los españoles a los indígenas, sobrevino el dominio de un grupo sobre un gran conglomerado humano al que no comprende.
Este autor resume en tres grupos sociales el “drama” cultural.  Por una parte, “el indígena que tuvo que renunciar total y cabalmente a sus antiguas formas de expresión, pero cuya homogeneidad cultural fue de tal naturaleza que constituyó y constituye un problema… Por otra parte, el mestizo, el mestizaje en nuestro país, siempre, salvo rarísimas excepciones, se encontró constituido por uniones de varones españoles con mujeres indígenas.  La unión de éstas mujeres con hombre españoles fue una transculturación hondamente dramática. La mujer es incorporada brusca y violentamente a una cultura para la que no se encontraba formada, su unión la llevaba al cabo traicionando a su cultural original.  Por tanto el nacimiento de su hijo era le expresión de su alejamiento de un mundo, pero a la vez no la puerta abierta a otro distinto”. (Ramírez pp. 46-47) El tercer grupo está formado por el elemento español, que como factor dominante impone su cultura, tanto al indígena como al mestizo.  La repercusión en la estructura mental de los indígenas y mestizos dejó, principalmente en los últimos, una serie de rasgos mentales que duran hasta la fecha.
La ambivalencia padre español-madre indígena es formulada así: “El mestizo va a equiparar paulatinamente una serie de categorías: fuerza, masculinidad, capacidad de conquista, predominio social y filiación ajena al suelo, van a cargarse con fuerte signo masculino.  Debilidad, femineidad, sometimiento, devaluación social y fuerte raíz telúrica serán rasgos femeninos e indígenas.
LA MUJER MEXICANA.
Al iniciar los noventas, la población  femenina en México será el 49.9% del total de habitantes de la República Mexicana.  La mayor concentración de mujeres estará en el Distrito Federal y Estado de México, 11 millones 548 mil personas, es decir 27.0% del total nacional, situación que obedece a la gran concentración humana en dichas entidades ya que ahí se encuentran casi 23 millones de habitantes, es decir 26.7% de la población total del país.
Las características bio-psico-sociales de la mujer mexicana varían en función del grupo de pertenencia, siendo posible distinguir tres grandes núcleos de población: la mujer indígena,  la mujer que vive en ambientes rurales y aquellas oriundas de las grandes poblaciones.
En México existen 56 grupos indígenas, cada uno con su propia lengua y cultura, distribuidos principalmente en el sur de la República Mexicana, así como en las zonas periféricas de las grandes ciudades donde existen importantes núcleos de población indígena, constantemente en aumento debido al proceso migratorio campo-ciudad cada día más acelerado durante los últimos años.
La población indígena en el país es de 9 millones aproximadamente, 50% de los cuales son mujeres, que se pueden encontrar tanto en ambientes urbanos como rurales y pertenecen a los grupos más pobres del país.
En todos los grupos indígenas, la mujer es un elemento esencial en la cohesión familiar y comunitaria. Es la transmisora de la lengua, la cultura y las tradiciones, encargada de la reproducción social del grupo, la que garantiza su permanencia.
En el ambiente familiar cubre las tareas domésticas desde su infancia hasta la vejez en la medida que la estructura familiar corresponde al de familia extensa. Desempeñan un importante papel en el cuidado de los niños y su proceso de endoculturación. Participan en actividades agrícolas y en el cuidado del huerto familiar.
La mayor parte de las comunidades indígenas se encuentra dentro de una economía de subsistencia y autoconsumo, en tierras de baja calidad, de temporal y dedicadas al cultivo de maíz y de frijol, complementado la economía familiar con la producción y comercialización de artesanía y el trabajo temporal o permanente en alguna ciudad cercana o como bracero en Estados Unidos.
En los ambientes rurales la situación de la mujer se ha mantenido básicamente sin cambios en aspectos muy importantes, incluso vitales como con pautas de comportamiento “tradicionales”. Se sabe, a través de trabajo de campo y de la observación empírica que son las mujeres (como responsables del cuidado y transformación de los alimentos) quienes en el momento de distribuir la comida, reparten las mejores y más grandes porciones a los maridos, como motivo aducen que son éstos los que “traen el dinero a la casa”, después siguen los hijos, que “ayudan a los hombres en su trabajo”, posteriormente las hijas reciben su ración; finalmente “si la comida alcanza”, las madres comen. La dieta no sufre modificaciones cuando se presenta alguno de los frecuentes embarazos o durante la lactancia; la madre consume en su dieta únicamente 40% de lo que requiere.
Las mujeres se deterioran ostensiblemente con la maternidad y alrededor de los nueve meses de embarazo presentan anemia y su aspecto no es saludable. El estado de salud se agrava debido a que suelen tener varios embarazos y partos consecutivos.
En las zonas rurales el uso de métodos anticonceptivos se ha incrementado en los últimos años, sin embargo la utilización continúa siendo baja, sobre todo al comparar con las zonas urbanas. Entre las razones que aducen las mujeres de las zonas rurales sobresalen: el desconocimiento de los métodos, su modo de uso y del lugar de obtención, así como la oposición de la pareja o de algún pariente por temor a efectos colaterales.
La presión del esposo juega un papel trascendental en la “necesidad” que tienen muchas mujeres de embarazarse y que desgraciadamente, en México todavía se relaciona la fecundidad de la mujer con la femineidad y con la masculinidad y con la potencia del hombre con  el número de hijos que ha procreado.
Actualmente existen hitos importantes en la cultura mexicana, como son los movimientos migratorios del campo hacia la ciudad que condicionan un incremento en la conflictiva secundaria al impacto cultural entre las personas de la ciudad y los recién llegados que intentan asimilarse en lo socio-económico y cultural a la gente de ciudad.
En las ciudades, la situación de la mujer es diferente, se encuentra un puente transicional en las generaciones actuales entre los hombres y mujeres mexicanos que da como resultado una situación ambivalente por ambas partes, entre que las mujeres –incluso las preparadas profesionalmente- trabajen o continúen encargadas básicamente de las actividades hogareñas.
Esta situación se refleja en la educación al observar que el nivel de analfabetismo total disminuyó al pasar de 25.8% en 1970 a 17.0% en 1980, aún cuando las cifras relativas muestran que su porcentaje sigue siendo más elevado en el caso de las mujeres (10.3%) que en el de los hombres (6.7%).
En lo relativo a la composición de la población escolar por sexo en los niveles elementales, primaria y preprimaria está constituida en partes iguales por hombres y mujeres,  no así en los restantes donde se observan diferencias para cada uno de los niveles escolares.
En las escuelas de capacitación para el trabajo, profesional medio y normal, la matrícula de mujeres es predominante, a diferencia de los bachilleratos y planteles de educación superior. Este comportamiento puede estar determinado por el temprano ingreso de la mujer a las actividades domésticas familiares o bien al mercado de trabajo, así como la tradición de que dado que tarde o temprano será ama de casa “debe estudiar cuando mucho, una carrera corta”.
A nivel nacional en el ciclo l982-l983 uno de cada tres estudiantes de licenciatura era mujer y más elevado el porcentaje de mujeres en instituciones públicas (92.5%) que privadas (34.4%).
La mujer en México al igual que en cualquier otro lugar del mundo, ha colaborado en las actividades productivas económicamente de la familia desde siempre si bien su trabajo no aparece remunerado como tal. En consecuencia si la ocupación familiar consistía en el trabajo del campo las mujeres aunaban sus esfuerzos al de los varones tanto en el momento del sembradío como en la preparación de las tierras, cuidando el crecimiento y recolección de los productos del agro; si la familia estaba incluida en un ambiente urbano también se sabe que se hacía uso del trabajo femenino para el progreso del negocio familiar y en esferas socioeconómicas más elevadas a nadie le cabe duda de la intensa actividad realizada por las mujeres en la política y la economía de los países. Ahora bien todo lo anterior quedaba limitado a constituir una especie de apéndice de la posición social de los varones
No obstante en las clases económicamente débiles se dio constantemente el fenómeno de que la mujer necesitase salir de su hogar a fin de realizar las tareas domésticas de familias más adineradas y en este caso recibir una remuneración a fin de contribuir pecuniariamente al sostén de su propia familia.
La incorporación de la mujer a la fuerza laboral económicamente activa, ha sido un adelanto importante, sin embargo aún subsiste el patrón cultural muy arraigado según el cual el matrimonio es la principal, sino la única, posibilidad de realización personal y logro de un status social para la mujer.
El matrimonio es la forma socialmente aceptada de independizarse de la familia de origen, con pocos deseos o presiones para salir del seno paterno-materno en otras condiciones. La mujer mexicana, soltera económicamente activa, puede no separarse nunca de la familia de origen, o bien independizarse a edades avanzadas sin que esta situación sea considerada inadecuada o patológica por la sociedad en México. En caso de pretender independizarse es frecuente que surgan conflictos importantes en el seno familiar, tanto con el padre como con la madre, y resultar
además en la aparición de conflictiva personal, esta situación se da con mayor frecuencia en nuestra sociedad entre mujeres de clase alta y media-media, generalmente profesionistas.
Este tipo de situaciones es resultado en parte de la educación que se da en un número significativo de mujeres de familias mexicanas al favorecer en distintos grados conductas enmarcadas en los estereotipos del “macho mexicano y la mujer abnegada y sumisa”, perpetuando deformaciones conductuales relacionadas con el rol genérico, aun cuando se encuentre implícita conflictiva relacionada con la identidad genérica.
El varón mexicano tiene idealizada a la mujer en lo que se refiere a sus funciones biológicas y su capacidad de procrear; la propia idealización al encubrir montantes importantes de agresión condiciona que el hombre se resista a aceptar los cambios de rol femeninos que implican una mayor individualidad de aquella y una pérdida de los mecanismos tradicionales aprendidos en la infancia al observar la relación entre los miembros de generaciones anteriores.
Las mujeres por su parte permiten continúe esta modalidad de relación por la dificultad de renunciar a su calidad de “idealizadas” y las gratificaciones narcisistas que esta situación conlleva en el plano consciente, así como aplacar los sentimientos de culpa inconscientes por la agresión sentida hacia la pareja que con la racionalización de proteger los vínculos tradicionales pretende controlarla.
El resultado es que el hombre se resiste a perder la hegemonía sobre su pareja y sus hijas con la complicidad consciente o inconsciente de las mujeres, desde la madre y la pareja, al entorno cultural en que se desenvuelve.
El hombre mexicano empieza a aceptar la colaboración económica de la mujer, pero aún lo vive como competencia y amenaza potencial, con intensidad diferente dependiendo de la patología individual, en la medida que se exacerban: la angustia de castración, fantasías de abandono, conflictiva anal vinculada con la necesidad de control, fantasías de someter – ser sometido, etc. Cuando no comparte las aspiraciones de su esposa vive sus deseos de independencia como reto a su autoridad y su actividad laboral como una competencia peligrosa y su ausencia de casa como un abandono.
Una de las disculpas utilizadas para mantener a las mujeres en la casa es la necesidad de cuidar a los hijos, cuya educación se deja en manos de las mujeres desentendiéndose los padres de los aspectos cotidianos y la manera de instrumentar la formación de la prole. El resultado es que la mujer que desee trabajar debe primero cubrir sus funciones tradicionales y únicamente después considerar la posibilidad de realizar actividades fuera del hogar, que además deben quedar supeditadas a las necesidades y eventuales “emergencias” que puedan surgir en el ámbito familiar. El hombre en defensa de su identidad puede ser que cumpla con su rol de “jefe de familia” pero difícilmente acepta nuevas obligaciones, especialmente si son tradicionalmente femeninas.
El varón espera que su compañera le comprenda, apoye y comparta con él las vicisitudes de su área laboral, pero todavía hoy son escasos los maridos que están dispuestos a colaborar, comprender y apoyar a su mujer en el trabajo de ella fuera del hogar. Es frecuente en nuestra sociedad en la clase media y alta, el encontrar hombres que al buscar pareja pretenden que ésta tenga estudios universitarios completos, un nivel cultural de alta jerarquía y que en el momento de conocerla tenga metas laborales definidas, todo lo anterior como una forma de evaluar su capacidad intelectual y madurez emocional. Pese a lo anterior, una vez obtenida esta pareja idealizada pretende el varón que inmediatamente después de la boda, y sobre todo con el advenimiento de los hijos ella renuncie a todas sus aspiraciones previas y pase a ser una “muy culta y preparada” ama de casa exclusivamente. Esta forma de elegir pareja representa una manera de amalgamar a la mujer, amante, compañera y madre de los hijos con una idealización de la propia figura materna de la cual se espera que maneje y domine todos los aspectos constructivos de la civilización a fin de aplicarlos al cuidado de sus hijos y posponiendo sus necesidades a favor de los de la prole.
Por su parte la mujer no está dispuesta a darle a la pareja lo que tal vez daría a sus propios hijos. Ella a su vez espera del marido que le comprensión, protección y apoyo cual recibiría de un padre idealizado, pero no quiere acatar órdenes del marido como lo haría con su padre; reclama la independencia y derechos de adulta en condiciones de igualdad para regir su propio destino.
La necesidad de nuestro medio cultural mexicano de fundir la sexualidad y la maternidad dándole de esa manera justificación a la primera se demuestra en la creencia, de que cuando el período de fertilidad en la mujer termina, desaparece simultáneamente su interés sexual. Ambos aspectos están presentes en la mujer, aun cuando pasen por diferentes etapas de intensidad, correspondiéndose con el momento que esté viviendo.
En nuestro medio cultural se valoran y exaltan las funciones maternas de tal manera que la sexualidad queda en un segundo término. La mujer mexicana necesita el embarazo y las funciones maternas para compensar, sustituir y negar sus carencias sexuales. La sociedad espera que la mujer satisfaga todas sus necesidades únicamente con la maternidad, limitando las posibilidades de goce no sólo sexual sino también a través de otros caminos sublimatorios como podrían ser las actividades laborales. (Bueno R. 1989).
Ya en 1980 González A. señaló que los valores arriba descritos tienden a cambiar, en la medida que es posible establecer una muy estrecha correlación entre cada individuo, su tiempo y los valores que en este prevalecen. Pertenecemos a una época y a una zona geográfica en que, si bien ya están resquebrajando las corazas de un tipo de sociedad patriarcal, todavía imperan los conceptos y valores correspondientes a ella con todos los prejuicios de su lugar y tiempo. No debe extrañarnos por lo tanto, que el hombre como varón tenga más cabal conocimiento de la sexualidad masculina que de la femenina en cuanto a lo subjetivo se refiere.
La encuesta Mexicana de Fecundidad de 1977 señalaba que nueve de cada diez mujeres alguna vez unidas conocían algún método anticonceptivo, pero sólo la mitad de ellas los había usado alguna vez. De acuerdo a l última encuesta de Fecundidad y Salud de 1987, el porcentaje de mujeres alguna vez unidas, usuarias de métodos de control natal fue de 52.7, mientras que diez años antes, era solo de 30.2 por ciento.
La mujer mexicana al igual que la de otras partes del mundo, lleva años en la búsqueda de enfrentarse de una manera integral a los desafíos de la época moderna, ha conseguido que la sociedad ofreciera mayores oportunidades a las mujeres, poco a poco se abrieron las puertas de las instituciones educativas a todos los niveles, aumentó el número de mujeres en las más diversas áreas laborales; las dos grandes guerras indudablemente aceleraron el proceso. Surgieron descubrimientos científicos que al permitir la regulación hormonal y evitar la ovulación facilitaron el que las mujeres todavía tuviesen una libertad sexual similar a la masculina.
Un gran número de mujeres aprovecharon la oportunidad y demostraron una capacidad que el mundo reconoce.  En dos generaciones tan sólo, actividades que durante siglos habían estado vedadas a las mujeres son ahora realizadas por ellas.
En lo relativo a la situación ocupacional de la mujer, los datos estadísticos destacan que al finalizar 1988 una tercera parte de la población femenina de 12 y más años de edad correspondía a la población económicamente activa. Los mayores niveles de participación corresponden a los principales centros urbanos. El indicador mencionado fue en la ciudad de México de 36.2%; en Guadalajara de 35.6% y en Monterrey de 31.3%.
Existe una incipiente integración de la mujer  las actividades industriales es sobresaliente su participación en las de comercio y servicios. La población económicamente activa femenina aún se encuentra en desventaja respecto a la masculina en los puestos de dirección o bien en su participación en número de acuerdo a su posición en el trabajo. Únicamente 3.3% de las mujeres desarrollan puesto de dirección.
Las mujeres, en particular de clase media, se han aplicado a la tarea de desarrollar plenamente sus capacidades en el campo profesional y al mismo tiempo formar o mantener un hogar.
Tan legítimos como son ambos deseos sería de esperar que las mujeres que tratan de conjugarlos se sintiesen satisfechas, plenas. Sin embargo la observación clínica muestra que un gran número se sienten angustiadas por el desafío de conciliar ambos roles, deprimidas, con sentimientos de inadecuación y minusvalía al considerarse impotentes para poderlos combinar, con un sentimiento perenne de culpa por la idea de que no atienden bien a los hijos y enojadas al mismo tiempo por las limitaciones que como profesionistas enfrentan por el hecho de ser madres.
El objetivo fue investigar si existían diferencias entre la autoestima de las madres con mayores o menores ingresos familiares. Los resultados indicaron que las madres con menores ingresos familiares presentan una mayor autoestima en cuanto a su rol de madres y se devalúan como trabajadoras; en tanto que las madres con mayores ingresos económicos familiares se devalúan en su rol de madres derivando su autoestima de su trabajo y de su rol de esposas.
El problema parece ser resultado de pretender mantener los marcos de referencia aprendidos en la infancia de lo que implica ser padre y madre, hombre y mujer, profesionista y ama de casa, roles bien diferenciados en aquella pareja tan querida para las niñas de ayer que las mujeres de hoy se sienten obligadas a desarrollar, simultáneamente, en ellas mismas.
Cuando los otros no valoran, no comprenden y menos aún comparten los esfuerzos o el trabajo de una persona, ésta sintiéndose sola e incomprendida incluso en compañía de otros. “El sentimiento de soledad conlleva sentimientos de ansiedad y culpa. La incomprensión de los que nos rodean nos aísla y aisladas nos sentimos muy mal. Cuando la cabeza de familia considera que su mujer no debe tener otras aspiraciones, ámbito de interés o medios de realización que él y su familia, ve en sus deseos de valerse por sí misma alarmantes signos de rebeldía o infidelidad.”
Son las mujeres quienes en este proceso en particular presentan la sintomatología más aparente, ya que los hombres en mayor o menor grado han adoptado una posición de observadores aparentemente permisivos desde la que favorecen las nuevas actividades femeninas pero se resisten a aceptar, y en consecuencia bloquean cambios en lo relativo a las obligaciones de la madre para con los hijos por ejemplo, con lo que complican la situación.
A la mujer se le hace depositaria de los valores morales de la sociedad encargándola de la educación y la orientación de los hijos especialmente en todo lo referente a la sexualidad. La mujer mexicana debe realizar las funciones “tradicionalmente femeninas” y el trabajo fuera del hogar en caso de tenerlo es además de las labores caseras. Corresponde a la mujer instrumentar la forma de que su situación laboral no altere los roles de los demás miembros del grupo familiar. La nuevas obligaciones con la familia. Se recurre a sirvientas, guarderías o a las abuelas, cada de una de estas alternativas de manejo presenta situaciones conflictivas propias.
En caso de recurrirse al personal de servicio, generalmente femenino, la mujer enfrenta la situación ambivalente de tener que dejar a sus hijos en manos de una persona devaluada, usualmente inculta poco preparada para realizar la función de educar a los hijos, lo cual provoca sentimientos de culpa en la madre, y que al mismo tiempo es una persona que puede ser querida por los niños y es ofrecida como autoridad a la que se debe respetar en ausencia de los padres, lo cual implica un mensaje contradictorio para la progenie. La alternativa es otorgar a las sirvientas l función de cuidadoras enfatizando que no funcionen como educadoras y se limiten a cumplir con las indicaciones de las madres, lo que no siempre ocurre en ausencia de la madre.
La solución que ofrecen las guarderías (atendidas generalmente por mujeres) ha sido interpretada por muchas familias como una invitación a separar prematuramente a los hijos del hogar, con la consecuente desatención del pequeño; o bien implica para la madre aceptar la presencia de otras mujeres preparadas, valoradas por los niños que “ocupan el lugar de la madre”, la respuesta de la mujer ha sido tratar de sustituir cantidad por calidad en los momentos que dedican a los hijos cuando fatigadas regresan del trabajo.
Cuando las abuelas cubren funciones maternales en sustitución de la madre biológica, fungen como madres de los nietos en la medida que las madres biológicas los dejan a su cuidado mientras ellas trabajan para contribuir así al sustento de los hijos, el conflicto surge en la medida que la mujer sienta que “usurpa” el rol masculino ante su familia, o bien el rol de hermana mayor de los hijos.
Ninguna de las soluciones involucra a los varones, los padres se mantienen como observadores y críticos –“por derecho propio”- de estas soluciones en las que tampoco participan otro hombres, con lo que las mujeres impotentes para involucrar en el proceso a los varones, entran en conflicto por no poder realizar las funciones que sienten les son inherentes, con sentimientos de culpa, frustración, enojo con la pareja y eventualmente adoptando una actitud polarizada de defensa y agresión con el sexo opuesto.

En estas condiciones las mujeres pretenden ser tan buenas profesionistas como lo fue el padre u tan buenas madres como lo fue la suya, sin percatarse de que eso es imposible, que el desarrollar los dos roles implica una labor de síntesis, de la que resulten nuevas actitudes de la pareja en la relación entre sí mismos, con los hijos, con el trabajo y la sociedad, diferentes de las paternas y no por ello mejores o peores, es este punto donde se debe intervenir en lo psicológico, ya que por temor al cambio en patrones de identidad se favorece y simultáneamente se rechaza, en alguna de sus facetas a la mujer que desempeña los distintos roles.
 
 
*Dra. Rosalba Bueno de Osawa: Psicoanalista, Dra. En Psicología, Directora de la Comisión de la Enseñanza de nuestra Sociedad, Secretaria General del Consejo Latinoamericano y del Caribe de Salud Mental y Vice-Presidenta para las Américas de la Asociación Mundial de Rehabilitación Psicosocial.
** Dr. Roberto Gaitán González: Analista Didáctico y Director de la Sociedad de Psicoanálisis y Psicoterapia, Vice-Presidente de la Sociedad Psicoanalítica de México A.C., Profesor a nivel Licenciatura en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad de las Américas.
*** Dra. Amapola González Fernández: Médico Cirujano, Profa. De doctorado en el Depto. de Estudios Superiores de la Facultad de Psicología, UNAM, Miembro Fundador de la Sociedad Psicoanalítica de México A.C. y de la Sociedad de Psicoanálisis y Psicoterapia S.C., Directora de Enseñanza y Programa Científico en ambas. Fallecida el 3 de abril de 1991.