Este trabajo de Ricardo Franco Guzmán fue publicado en el Gradiva No.2, mayo-agosto, Vol. II de 1981 como homenaje al Dr. Avelino González. El día de ayer, 10 de junio, se cumplieron 33 años de su fallecimiento.

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Hay dos formas de vivir: de rodillas o de pie: con la frente baja y la espalda doblada o la cabeza enhiesta y el pecho erguido. También se ha dicho que hay dos formas de morir: derrotados o victoriosos.

Los hombres se distinguen por su forma de vivir y de morir. Avelino González Fernández perteneció a esa rara pléyade de seres que se mantuvieron de pie cuando otro prefirieron inclina la cerviz ante el tirano; que conocieron el amargo sabor del destierro con honor, cuando otros decidieron quedar en el solar patrio con deshonra. Avelino luchó con denuedo por alcanza no sólo un título universitario sino por lograr, como lo obtuvo, el título de HOMBRE.

Conocimos a Avelino cuando apenas cumplía 50 años y la vida recompensaba sus esfuerzos con lo bello de la misma: tenía el amor de su madre, doña Florentina, a quien deseo rendir mi más alto pensamiento por todo lo que su vida representa. Mujer ejemplar por su carácter para acompañar en los gozos y en las tristezas a su esposo, don Avelino González padre, y reír con él en los primeros y darle fuerza y valor en las desdichas. Mujer que supo transmitir a Avelino y a Amapola, con su ejemplo, las ideas y pensamientos de su padre: vivir con libertad, porque es el más valiosos de los bienes: con dignidad, porque es la luz del espíritu y con amor al trabajo porque es la fuente de felicidad.

Avelino tenía también el amor de su hermana Amapola y la de sus tíos y primos, además del de sus hijos Luis y Mariana, limpios muchachos, interior y exteriormente. Y tenía y tuvo hasta el último instante de su vida, el amor de Susy, bella de cuerpo y de alma, con quién procreo en esos años a Daniel, a quien siempre amó.

Durante muchos años tuvimos el privilegio de estar cerca de Avelino y, por ello decimos que era un hombre polifacético. Desde el punto de vista físico tenía el cuerpo de algunos de esos españoles que vinieron con Cortés y lo mismo atravesaron la Nueva España hacia la California, que fueron a las Hibueras. De amplio tórax y anchas espaldas, gustaba de la vida al aire libre. Dice Amapola, que Avelino todo lo hacía “a lo bestia”. Si nadaba, lo hacía por horas, atravesando la piscina infinidad de veces, añorando, tal vez, las heladas aguas de su Gijón natal. Si corría, era incansable, pero feliz, pues sabía que la felicidad no depende de lo que se hace, sino de lo que se disfruta haciéndolo.

En materia de deportes, además, conocía y opinaba con autoridad, de golf, de tenis, de atletismo, de lucha, de judo y de muchos más. Se entusiasmaba con el futbol americano y, con frecuencia, anticipaba las jugadas como el más experto conocedor.

Otra de las facetas era la musical: además de ser un apasionado de la buena música, gozaba de toda la demás; lo mismo conocía la música española que italiana, francesa o mexicana. Cuando no estaba trabajando, canturreaba tonadillas asturianas que había aprendido de su madre o de su abuela. Por cierto que esta abuela a la que me refiero, me es tan familiar como el propio Freud, pues más de una sesión con Amapola ha concluido con una frase de la abuela que envidiaría el propio maestro vienés, como aquella de la “la jodienda no tiene enmienda” u otra por el estilo.

En  algunas reuniones, cuando el momento era preciso, nos deleitábamos escuchando a Avelino y a Amapola cantando canciones de Asturias, como aquella de “Tengo de subir al puerto y . . . si la nieve resbalara”.

Avelino gustaba de cantar y bailar tangos. Y los tangos de la “vieja guardia” y los clásicos, los cantaba como argentino. Recordamos “Yira Yira”, “Barrio Reo”, “Mi Buenos Aires Querido” y muchos más. Y sabía distinguir entre milongas, chacareras, zambas, candombes, pericones, valses argentinos, valses criollos y vidalitas. Por eso cuando habla a de la Argentina se transformaba, pues varios años de su vida los pasó allá realizando su entrenamiento como psicoanalista, país al que llegó a conocer y a querer, no solo por la belleza e inteligencia de sus mujeres, sino por el amor al trabajo de sus hombres.

Además Avelino era un apasionado de los viajes, con la rara cualidad de saber ver, conocer y disfrutar. Gozaba antes, durante y después del viaje. Y como buen psicoanalista, no podía dejar de penetrar en el meollo de las cosas; por eso se le veía conversando lo mismo con un taxista, con un mesero, con algún estudiante, que con un profesor universitario. En esta forma, cuando salía de un país, había absorbido al máximo los problemas sociales, económicos, políticos y de toda clase del mismo.

Avelino era un maestro nato: nació para enseñar, pero como enseñan los verdaderos maestros, con profundidad y sencillez, diciendo cosas verdaderas y con claridad. Muchos de los presentes y buena parte de los ausentes pudieron constatar esto: Freud y el psicoanálisis no tenían secretos cuando eran explicados por Avelino, eran diáfanos y asequibles. Así Avelino transmitió sus conocimientos con la máxima generosidad, sin ocultar el mínimo dato, danto todo lo que sabía. Así formó varias generaciones de psicoanalistas que ahora gozan de fama, prestigio y posición económica, algunos de los cuales inexplicablemente, n o se encuentran aquí para rendirle homenaje.

Recordemos aquí, esos días dolorosos en que tuvimos la oportunidad de luchar al lado de Avelino, en el aspecto jurídico, cuando aquellos a los que había brindado su amistad, transmitido sus conocimientos y dado todo su apoyo, le lanzaron los dardos de la calumnia y la difamación y, teniéndolos contra la pared, a punto de ser acusados de esos delitos, me pidió que no se procediera contra ellos, mostrando una magnanimidad ejemplar.

Lo anterior dio origen a la faceta del Avelino creador, que hizo surgir la Sociedad Psicoanalítica de México y el Instituto de Psicoanálisis y Psicoterapia cuyos miembros participan en forma unánime en este homenaje.

Avelino era un gran conversador y casi no había actividad humana sobre la cual no pudiera opinar: hablaba de política, porque la había vivido desde niño, a través de su padre, quien había llegado a ser alcalde de Gijón; sabía de diversas ramas de la Medicina, como un especialista; hablaba de Filosofía, de Historia, de Geografía,  etc.

A través del psicoanálisis orientó e hizo triunfar a muchos pacientes en el aspecto económico, aconsejándolos en materia de inversiones, aun cuando él hubiese sido afectado por la devaluación de hace seis años.

Sería interminable mencionar todas las facetas de Avelino, pero no podemos dejar de mencionar la principal la de psicoanalista, la que le dio las mayores satisfacciones y la que ejercía cuando lo sorprendió la muerte.

El 10 de junio de 1981, a las cinco y cuarto de la tarde, encontrándose en sesión, escuchando a una paciente, cuando parecía estar en plenitud de sus facultades físicas y mentales, Avelino González dejó de existir.

En lo que pudiéramos llamar la Mitología Azteca había dos clases de muerte que conducían de inmediato a lo que sería el paraíso: la de la mujer que fallecía al dar a luz y la del guerrero que moría en el combate. Avelino fue un guerrero, combatió siempre, luchó toda su vida por algo: por su familia, por España y por México, por su profesión, por la libertad. Murió en el combate.

Murió, pero su cuerpo no quedó aprisionado en un hueco de la tierra, ni los vermes comieron su carne hasta dejar blancos los huesos; sus restos no quedaron guardados en un nicho: se cumplió su voluntad: sus cenizas se esparcieron en el mar de México, al que tanto amó, y se transformaron en olas, las mismas que han llegado a las costas de Argentina o se romperán en mil destellos en las rocas cantábricas y llegarán finalmente con el signo de la victoria a las playas de donde procedieron.

Por eso quien quiera honrar, como honramos a Avelino, solo tendrá que pensar en el mar o ir al mar y allí escuchará  “El hombre más dichoso es aquel que puede enlazar el final de su vida con el principio”.