Compartimos un trabajo de la Lic. Susana Velasco Kornórffer, presentado en el VII Congreso de la Sociedad Psicoanalítica de México, A.C., que tuvo lugar el 23 y 24 de septiembre de 1989, en conmemoración del 50 aniversario de la muerte de Sigmund Freud; un año después fue publicado en el Vol. IV, No.2 de la Revista Gradiva.
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Desde que los escritos de Freud salieron a la luz, algunos temas tales como el inconsciente o la sexualidad –y dentro de este último los conceptos de angustia de castración y envidia de pene- han despertado grandes inquietudes y polémicas entre los estudiosos de la conducta humana.
Las conclusiones del iniciador del psicoanálisis, respecto al desarrollo y vida sexual de la mujer, reflejan la gran  influencia que tanto el medio como los momentos históricos ejercen sobre los teóricos. Amapola González (1979) escribe: “Sigmund Freud pertenece a una época y a una zona geográfica en que, si bien ya se están resquebrajando las corazas de una sociedad patriarcal, todavía imperan los conceptos y valores correspondientes a ella. No debe pues extrañarnos, que nuestro genial Freud sucumba, como cualquier otro ser humano –con plenos derechos además de hacerlo- a los prejuicios de su lugar y de su tiempo”.
Lo anterior también se aplica a todos quienes han continuado con las investigaciones que el padre del psicoanálisis iniciara hace hay más de medio siglo. De las motivaciones subjetivas de éstos, así como del mundo interno de Freud, no nos corresponde hablar, aunque a veces nos sintamos inclinados a hacer algunas inferencias a través de su obra. Quiero recalcar, sin embargo, el mérito que tuvo este último y que dejó ver claramente en sus trabajos, al buscar un mayor entendimiento sobre lo que está más allá de lo visible y manifiesto en el ser humano, en lo inconsciente, independientemente del género al que éste perteneciera. ¿Cómo explicar que quien despreciase tanto a las mujeres, como algunos le acusan, invitara a sus seguidores, en particular del sexo femenino a continuar con sus investigaciones? El seguir adelante con dicha labor ha dado como resultado que algunos conocimientos que partieron de investigaciones similares, teniendo como marco de referencia los postulados freudianos, tomen en ocasiones caminos divergentes. Esto obedece, a mi juicio, a las diferentes perspectivas bajo las cuales puede ser leída, estudiada e interpretada la obra de Freud y nos da una idea del por qué o cómo, surgieron las actuales escuelas psicoanalíticas y psicoterapéuticas.
Sin embargo, cabe agregar que todas las anteriores contemplan de alguna manera, al desarrollar sus teorías, las “series etiológicas o complementarias”, a las que Freud hizo referencia en varios de sus escritos, en tanto responsables de colorear en distintas proporciones, la estructuración del psiquismo.
Pasemos ahora a revisar, someramente, los conceptos de ANGUSTIA DE CASTRACIÓN Y ENVIDIA DE PENE.
Se entiende por angustia a un estado afectivo anobjetal altamente displacentero, que se produce por efecto de estímulos, interno o externos, mismos que inconscientemente se asocian a situaciones que el sujeto vive como peligrosas. Aunque la angustia es capaz de desorganizar en ocasiones, el aparato mental, sirve como señal de alarma para hacer funcionar los mecanismos defensivos.
Por otra parte, la castración se refiere, en su sentido más concreto, a la práctica de mutilación  o pérdida de los genitales. A nivel simbólico contiene muchas acepciones como son, por ejemplo, el cortar, destruir, separar o perder “algo” que en la realidad o en la fantasía le pertenecía al sujeto.
Tenemos entonces que la ANGUSTIA DE CASTRACIÓN es un estado interno de elevado displacer que aparece como respuesta a la amenaza, real o fantaseada de un tercero, usualmente alguna de las figuras paternas, como resultado de los deseos sexuales dirigidos a un segundo elemento de la relación triangular; por lo general el progenitor del sexo contrario, tratándose del Edipo positivo.
La angustia de castración forma parte del llamado COMPLEJO DE CASTRACION, que tanto en varones, como en las niñas, adquiere matices  diferentes. Dicho complejo se asocia a una etapa del desarrollo, la etapa fálica, descrita por Freud, en que se da la conflictiva edípica y a partir de la cual, los órganos genitales, especialmente el pene o falo, adquieren un papel central. Es mediante tal amenaza que queda sellada la ley de prohibición del incesto, y es al Edipo, con toda la conflictiva concomitante, al que Freud atribuyó un carácter estructurante, al mismo tiempo que lo consideró el complejo nuclear de toda neurosis.
El anterior ubicó la angustia de castración en una categoría independiente que sólo guardaba relación directa con la pérdida del pene. Sin embargo reconoció las raíces de este tipo de angustia en las experiencias de separación orales y anales, de objetos valorados narcisistamente. En 1917 describió las equivalencias simbólicas entre diversos objetos equiparables al pene, tales como las heces y los niños, que se reconocen como separables del cuerpo, considerando que “las heces, fueron el primer fragmento de ser corporal al que hubo que renunciar.” (1917, Sobre las trasposiciones de la pulsión, en particular del erotismo anal).
Freud situó a la castración como una de las fantasías originarias del ser humano, capaz de surtir sus efectos psicológicos sin necesidad de llevarla a cabo realmente.
Stärcke, por su parte, como señalan Laplanche y Pontalis (1983), hizo recaer todo el acento en la experiencia del amamantamiento y la retirada del pecho, como prototipo de la castración.
Autores como L. Grinberg, AVELINO González y F. Dolto, entre otros, también contemplan a las separaciones, generadoras de angustia, como modelo de la castración. La relevancia de lo anterior se pone de manifiesto, si consideramos que, en un principio, la diada madre e hijo es percibida por este último como un “todo” que conforma su ser y que se ve dividido, castrado, con cada separación. Pero es finalmente gracias a éstas y a un feliz retorno de la madre, lo que le permite ir surgiendo como sujeto separado.
En un primer tiempo Freud consideró que el desarrollo sexual corría aparejado tanto en los varones como en las niñas, aunque con sus debidas sustituciones. Situó en el clítoris, concebido como pene hipotrofiado, la zona erógena rectora en la niña, aseverando que la sexualidad femenina poseía un carácter enteramente masculino (1905 Tres ensayos para una teoría sexual). Si bien el complejo de castración se presenta en ambos sexos, la angustia de castración, según Freud, no se da en la niña, debido a que ésta ya ha sido desprovista del pene y no tiene más que temer. A esto último atribuye que el Superyó de la mujer sea débil y dependiente, en tanto el del varón posea las características contrarias; pues es gracias a la introyección de la autoridad paterna, con sus correspondientes prohibiciones y leyes, que se forma el Superyó de éste. El de la niña, en cambio, quedará constituido gracias a la internalización de otro tipo de prohibiciones, siendo el temor a no ser amada, el equivalente al miedo a la castración. (1924, El final del Complejo de Edipo). Mientras en el niño, el complejo de castración mara su salida del Edipo, en la niña, la hará entrar en éste necesitando cambiar de objeto para dirigirse a la figura del padre. El vínculo preedípico con su madre juega un papel muy importante y hará que el cambio resulte más difícil para ella (1931. La Sexualidad Femenina). El complejo de castración hace además que la mujer abandone su actividad fálica y por consiguiente la masturbación, para alcanzar la femineidad, que se caracteriza, a su juicio, por una tendencia a fines pasivos, que difiere de la pasividad. (1932. La Feminidad en Nuevas aportaciones del Psicoanálisis). El masoquismo femenino resulta de la renuncia que debe hacer la mujer a sus pulsiones agresivas, erotizándolas. Freud también señaló que hacia el final del Edipo femenino, en la pubertad, la vagina era descubierta por ambos sexos.
Vemos pues que para el creador del psicoanálisis, algunos conceptos tales como narcisismo, pasividad y masoquismo se relacionan con el de femineidad y como resultado del complejo de castración.
Algunos autores como M. Klein, E. Jones, K. Horney, J. Müller y H. Deutsch, difieren en cuanto a que la femineidad sea secundaria a dicho complejo. Afirman que las mujeres, desde muy temprana edad ya tienen sensaciones vaginales, lo cual demuestra que su condición femenina es primaria. Exceptuando a Deutsch, sitúan al Edipo en etapas más tempranas del desarrollo, en la fase oral, en la cual, siguiendo a M. Klein (1933), las frustraciones orales obligan a la niña a cambiar del objeto pecho al pene, primeramente como gratificador oral. Sin embargo, al saber que es la madre, quien lo detenta, dirigen ataques sádicos contra el interior de su cuerpo, temiendo como retaliación, sufrir daños contra el suyo propio, mismos que desatan un miedo equivalente a la angustia de castración en el varón. De allí a que también la anterior afirme que el Superyó en la mujer es más punitivo que en el hombre. Estos autores también opinan que es necesario negar la existencia de la vagina, debido, a los miedos retaliatorios ligados a ésta, además por la imposibilidad de verificar, mediante la prueba de realidad, que no ha sufrido ataque alguno. E. Jones (1927. Desarrollo Precoz de la Sexualidad Femenina); considera que más fuerte aún que el miedo a la castración, es el temor, en ambos sexos, de lo que llamó afánisis.  Esta se refiere a la abolición total de la sexualidad y del goce. N. Braunstein y F. Saal (1981) describen la divergencia conceptual entre Jones J. Lacan, con respecto a la afánisis.  Mientras que el primero afirma que lo más temido es la desaparición del deseo y del goce sexual, Lacan sostiene que sucede exactamente lo contrario; el sujeto prefiere renunciar al deseo, con tal de conversar todo aquello que el falo simboliza. B. Grunberger sostiene a mi juicio, algo similar, equiparando al falo con la integridad narcisista, a la que no se está dispuesto a renunciar.
Si analizamos lo anterior, vemos que detrás de la angustia de castración existe, tanto en el varón, como en la mujer, el temor de perder una integridad fantaseada, a la que quedan ligadas múltiples representaciones y simbolismos, desplazados, ora a los genitales, en especial al pene o falo, ora a todo aquello valorado y capaz de perderse.
Al revisar ahora el concepto de ENVIDIA DE PENE, quisiera señalar que Freud también utilizó los términos de deseo o anhelo de pene, para referirse a lo mismo.
En cuanto al término envidia, me remito brevemente a la valiosa tesis de Klein, quien la definió como “un sentimiento enojoso, de origen constitucional que surge contra una persona que posee algo deseable, siendo el impulso, el quitárselo o dañarlo”. “Implica la relación del sujeto con una sola persona y se remonta a la relación más temprana y exclusiva con la madre, durante la cual, el primer objeto es el pecho”. Si en la relación con el pecho predomina lo libidinal, la envidia se convertirá gradualmente en celos. Esto implica que la madre ha podido ser integrada como un solo ser con partes buenas y malas, situación que se da durante lo que Klein denominó, posición depresiva.
El término pene, como es sabido, se refiere específicamente el órgano genital masculino, mientras que el “falo”, palabra que Freud empleó sólo en pocas ocasiones, es conceptualizado como lo que le confiere el valor simbólico al órgano mismo. Por su parte, Laplanche y Pontalis (1983), señalan que el término “falo” es cada vez más usado en la literatura psicoanalítica contemporánea, diferenciándose del concepto de pene. Agregan que “no es posible asignar al símbolo falo un significación alegórica determinada, por muy amplia que sea (p. ejemplo, fecundidad, potencia, autoridad). Tampoco puede reducirse a lo que simboliza el pene, en su realidad corporal, sino que el falo constituye más bien, todo aquello que está simbolizado en las más diversas representaciones”. Lacan se refiere al “falo” como el significante que marca el lugar de “la falta”.
Freud consideró que la envidia de pene surgía en la niña, cuando ésta se percataba de su falta de un órgano igual al del varón, produciéndole una gran herida narcisista, que la llevaba primeramente, a reprocharle a la madre –despreciándola al mismo tiempo por carecer de dicho órgano- y obligando a la pequeña finalmente a cambiar de objeto dirigiéndose a la figura del padre, para obtener el órgano deseado. Este tipo de envidia, opinaba Freud, podía tornarse en un rasgo permanente de carácter, típicamente femenino y patológico; los celos, o bien ser trocada poco a poco por el deseo de tener un hijo del padre. Esta última transacción daba cabida, en su opinión, a que se estableciera la verdadera femineidad.
Mientras que para Freud, la envidia de pene es un fenómeno primario, Müller, Horney, Klein y Jones consideran que se trata de una reacción psíquica secundaria, cuya aparición se debe a la necesidad de negar la existencia de la vagina misma, así como las pulsiones asociadas a ésta. M. Klein postula que existe inicialmente un deseo libidinal por el pene de carácter oral, que se convierte en envidia, cuando aparecen los miedos retaliatorios antes descritos. La niña envidia al pene por ser un órgano externo que permite verificar que no ha sido dañado, así como por ser éste concebido como un arma poderosa para arrancar el pene paterno del cuerpo de la madre.
Jones (1932. La Fase Fálica) subraya la ambigüedad del término envidia de pene, señalando que éste contiene tres sentidos: a) el deseo oral del pene, b) el deseo de poseer un pene en la zona clitorídea y c) el deseo adulto de gozar un pene en el coito. A los anteriores se puede agregar, en mi opinión, otro que se refiere a poseer el “falo” con todas sus atribuciones.
Chasseguet-Smirgel (1977) considera que a pesar de existir desde un inicio en la mujer tendencias femeninas receptivas, esto no excluye el hecho de que la envidia fálica sea de carácter primario. Las observaciones clínicas, opina, demuestran que la niña se vive en cierta medida incompleta, sentimiento que tiene sus raíces, en ambos sexos, en las primeras relaciones con la madre “fálica omnipotente”, hacia la cual se dirige mucha hostilidad. La herida narcisista es resultado, tanto en niños como en niñas, de la sola omnipotencia de la madre, añadiéndose en la pequeña el dolor de no ser investida libidinalmente en la misma forma e intensidad que el varón. De aquí que aparezca la rabia, la culpa, así como la necesidad de separarse de su madre, de donde procede, según Chassegyet-Smirgel, la envidia de pene.
El criterio que apunta a aseverar que la mujer no es objeto de deseo sexual de la madre, como lo es el hijo varón, ha sido sostenido por varios autores más como M. Torok y Ch. Olivier. La primera considera que, en tanto la madre prohíba la masturbación a la hija, negándole la oportunidad de experimentar el placer orgásmico, ésta se verá en la necesidad de idealizar al pene y envidiarlo. Considero que el que la niña ocupe un lugar en el deseo de la madre diferente al del varón, no implica que ésta tenga que ser necesariamente devaluada por su madre, rechazando así su condición sexual. Los mensajes emitidos por las figuras primarias, resultado de sus propias experiencias tempranas y de su Edipo, serán en parte los que determinen el grado de aceptación o rechazo al propio sexo. Bien dicen Klein y Lampl de Groot (1983), que así como la pequeña, inconforme con su sexo, envidia al pene, igualmente el varón puede transferir su envidia del pecho, sentimiento presente en ambos sexos, a la vagina u otros atributos femeninos.
A la envidia de pene se añade la envidia al pecho y tal como lo muestra la práctica clínica, está presente tanto en las niñas, como en los varones. Se trata de “objetos parciales” altamente catectizados y depositarios de un sinnúmero de simbolismos.
El pene, protuberante y visible, es el único órgano que marca una diferencia entre niño y niña, cuando pequeños. En tanto presente en uno y ausente en la otra, se convierte en el objeto a envidiar, los seños aún no se han desarrollado. Otra razón más para haber centrado la atención en el genital masculino, puede ser que las teorías sexuales infantiles fueron formuladas por un varón y de acuerdo a su realidad psíquica. Lo importante que queda por señalar ahora, es que tanto mujeres como hombres, deben lidiar, durante su infancia y aún a lo largo de toda su vida, con la propia conflictiva, resultado de una larga dependencia con las figuras primarias y de la que no escapan, ni la angustia, ni la envidia.
En el desarrollo considerado “normal”, esta última es reprimida, proyectada, negada desplazada, etc. Y finalmente sublimada, tornando este sentimiento envidioso en anhelo, que se manifiesta como la interminable búsqueda de aquello que más que el pene, simboliza el “falo” y que está lejos de ser encontrado en la anatomía misma. Es creo yo, la ya mencionada “integridad narcisista”, perdida por las diversas castraciones simbólicas perpetradas primero por la madre y luego por el padre. Dichas castraciones constituyen un importante proveedor de energía mental que ayuda al sujeto, en búsqueda de los objetos perdidos y otras atribuciones, a establecer la propia identidad, así como a  tratar de encontrar la completud en las diferentes áreas de la vida; ya sea buscando pareja, un hijo, o bien intentando realizarse como profesionista, por ejemplo.
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