Masiosare: un extraño enemigo

Autor: Froylan Avendaño

 

Mudo

espío Mientras

alguien voraz A

mí me observa.

Carlos Pellicer

 

Y retiemble en sus centros la tierra al sonoro rugir del cañón”, reza la segunda estrofa del himno nacional mexicano. Versos bélicos que provocan un ardor patrio que mueve corazones, alborota el orgullo nacional y trasforma a las personas en soldados dispuestos a defender su país ante cualquier vejación. Los ecos de guerra encuentran su manifestación en cada verso, el enemigo se vislumbra en cada estrofa y la defensa de la patria es resultado de todo ello. El himno nacional justifica en su canto la defensa de las fronteras, la guerra contra el extranjero, la muerte de aquel que ante dudosa intención se planteara siquiera deshonrar a un pueblo. Lo dicho anteriormente se sitúa en un escenario de guerra; sin embargo, hoy en día, existen guerras que no defienden un territorio físico, que no buscan la defensa de un lugar ante la invasión de un extranjero, pero en las que el extraño enemigo sigue presentándose como una amenaza. El campo de batalla se juega hoy en día en el terreno de las ideologías y sus diferencias, en las nacionalidades y sus migraciones, en los discursos de género y sus distintas formas de amar, en los discursos de odio. La lógica de la guerra requiere de dos bandos: los nacionales y los extranjeros, los buenos y los malos, nosotros y ellos, Yo y otro. Es en el otro donde encontramos al enemigo, al extraño que amenaza con su presencia. ¿En qué se encuentra apuntalado el odio hacia la alteridad en la psique humana? ¿De qué depende que el otro se vuelva amado y no enemigo?

Freud, en 1895, en su artículo titulado Proyecto de Psicología para Neurólogos, nos decía: “El otro, el semejante, es el primer objeto satisfaciente, el primero hostil y la única fuerza auxiliar.” (Freud, 1895). Reconociendo en el sujeto, desde sus más tempranas interacciones, una conflictiva ambivalencia afectiva con sus objetos primarios. El niño ama a su madre en tanto lo satisface y depende de ella, como la odia en tanto lo frustra y lo desampara. La interacción con estos objetos despertarán en el infante las más intensas pulsiones libidinales y sádicas que con el paso del tiempo irá domeñando de acuerdo al proceso secundario del pensar, retardando su descarga o incluso renunciando a ella. Es justo en esa renuncia que Freud encuentra la base para entender conceptos como sociedad y civilización. Y es también desde el concepto de grupo social que podemos encontrar un poco de claridad para entender este odio hacia el otro. Para Freud, las masas se organizaban a partir de las identificaciones con rasgos idealizados de la narrativa constitutiva que representa a una sociedad, pueblo o nación. A partir de estos rasgos en común un grupo de personas puede identificarse entre sí como semejantes. Pensémoslo así de pronto como un grupo de personas unidas alrededor de un equipo de fútbol, o amplifiquémoslo a toda una nación hermanada por idioma, costumbres, cultura y religión. La dinámica es la misma. Existe a partir de ese momento un rasgo identificatorio-diferencial que permite a los sujetos unirse en semejantes y segregar a los diferentes. Queda de esta forma patente la paradoja cultural que Freud denominaría como “narcisismo de las pequeñas diferencias”. En El malestar en la cultura, Freud nos dice: “Si la cultura obra por la vía del amor en el sentido de restringir las pulsiones de autodestrucción, éstas se hacen patentes en su forma de retorno en las fronteras de estas formaciones: Siempre es posible unir a los unos y a los otros por los vínculos del amor en un mayor número de personas, basta para ello que otros queden afuera y contra ellos podrá manifestarse la agresión” (Freud, 1927). En otras palabras, el proceso estructurante de una identidad, primero como sujeto, después como sujeto de una comunidad, trae consigo la inauguración de la otredad, con todas las tendencias positivas y negativas que esto acarrea. Esto nos llevaría a enunciar que se ama según las identificaciones y se odia también de acuerdo a ello, a manera de contraidentificaciones. Kosinski, en su libro El pájaro pintado, ilustra de manera contundente el narcisismo de las pequeñas diferencias. En él nos narra el relato de un pajarero que cazaba con una trampera las aves con las que comerciaba. En el relato el pajarero cuenta un curioso fenómeno: si él atrapaba un pájaro en su trampera y lo aislaba momentáneamente de la bandada, sólo para liberarlo minutos más tardes, el pájaro volaba y se reunía con su bandada para continuar el vuelo, siendo éste bien recibido; sin embargo, si antes de soltarlo le pintaba el pico de azul, o de amarillo una de sus alas, o de verde su cabeza, al momento de ser liberado e intentar reunirse con los otros, éste era atacado por los demás pájaros hasta arrancarle los ojos y finalmente acabar con su vida.

Se odia al casi-semejante, aquel que con las pequeñas diferencias amenaza los valores constituyentes de un grupo, sus leyes, sus formas de gozar y los límites de dicho goce. “Cada sociedad se constituye con sus valores, su concepto de justicia, de la lógica y de la estética. Los otros serán inferiores, de modo que la inferioridad del otro es el reverso de la afirmación de la propia verdad. (Castoriadis, 1985)”. Podemos ejemplificar este fenómeno de las pequeñas diferencias en otro hecho estructurante de la psique humana desde la perspectiva freudiana: la diferencia anatómica de los sexos. Dicha diferencia instauraría (dependiendo de la presencia o ausencia de un signo corporal sin mayor relevancia más allá de las funciones orgánicas) en lo más profundo de la estructura psíquica de cada sujeto un complejo que Freud situará en lo más profunda de la conflictiva neurótica: el complejo de castración. La presencia o ausencia del pene (no por nada llamado por Lacan la libra de carne, metáfora depositaria del valor real que este órgano debería tener) recluta al neurótico durante la etapa fálica del desarrollo en uno de los dos bandos: los castrados o los eternamente amenazados de ser castrados; la angustia constante de la castración o la envidia de pene. Dicho complejo, como evento estructurante del sujeto, al igual que el Edipo,   será reprimido, pero ciertos efectos del mismo se harán manifiestos en el actuar del adulto. Reduciendo la problemática del odio a la mujer sólo a uno de los puntos que atañe a este trabajo, sería esta pequeña diferencia una de las causantes de la violencia contra las mujeres. No importaría la nacionalidad, el estrato social, o a final de cuentas el pertenecer todos y cada uno de nosotros al género humano, pareciera que por el simple hecho de ser hombres, por dotar de un valor equivocado a esa pequeña diferencia, esa libra de carne, fuera esto suficiente para odiar al diferente, al por casi nada, semejante.

Si bien la hipótesis de las pequeñas diferencias nos ayuda a entender este fenómeno del odio hacia el otro, quedan aún algunos cabos sueltos. No todos los pertenecientes a un grupo se comportan agresivos ante el diferente. Quizá es necesario dar un paso más hacia la individualidad del sujeto que odia.

Sabemos por Freud que para la pulsión (no importa su cualidad libidinosa o agresiva) no existe un objeto predefinido para su descarga. Esto se hace patente al echar un vistazo a las diferentes expresiones de amor que existen en el sujeto. A través de las investigaciones que Freud emprendía durante los tratamientos con sus pacientes, éste se percató de la presencia de objetos parciales ante los cuales la libido mostraba una fuerte fijación. Dicha fijación o adhesividad empujaba al sujeto a buscar en sus objetos amorosos la presencia de tales objetos parciales como antecesores del deseo. Para sorpresa de pocos, los objetos parciales mantenían íntima relación con el mundo interno y la historia personal de cada uno de uno sus pacientes. Recordemos el caso del hombre de los lobos, analizado por Freud en 1910 y descrito en su artículo “De la historia de un neurosis infantil”. Una de las muchas peculiaridades que Serguéi Pankéyev presentaba en su florida personalidad, era la tendencia a buscar como objetos de amor mujeres degradadas socialmente con el fin de llevar a cabo relaciones sexuales a tergo. Freud cayó en cuenta, a lo largo del análisis de su paciente, que el hombre de los lobos exigía la presencia de este pre-requisito circunstancial y especular para poder ejercer su sexualidad de manera placentera; no obstante, no fue hasta el final de su análisis y gracias al recuerdo encubridor en el que Serguéi perseguía una mariposa grande, veteada de amarillo, que Freud pudo encontrar el significado de esta fijación. La raíz se encontraba en su tierna infancia, conectada a dos recuerdos en específico: el primero, el ser espectador de la escena primaria, donde la madre ocuparía la posición a tergo; y el segundo, un incidente que tuvo con su nana, la cual se encontraba de bruces limpiando el piso, cosa que lo llevó a excitarse y a intentar imitar a su padre en el rol sexual de la escena primaria, orinándose enfrente de su niñera. Sin intención de analizar las diferentes consecuencias de lo antes narrado, quiero resaltar solamente la importancia que tienen estos dos objetos parciales (la imagen de la mujer “devaluada” de la madre en   la escena primaria y el atractivo que tenían las nalgas para el paciente de Freud en la búsqueda el objeto amoroso) en la vida pulsional de un este sujeto. Dichos objetos parciales se encuentran fuertemente catectizados debido a las intensas manifestaciones afectivas que los acompañan. Con esto podemos entender que su simple presencia gestáltica despierte en el sujeto fuertes mociones libidinales y eróticas. Cabe señalar que dichos objetos parciales no constituyen en sí un signo patológico, por el contrario, se encuentran presentes en la vida amorosa de todo sujeto, patentes en la concurrida frase “tiene un no sé qué, que qué sé yo”.

Lacan, por otro lado, da un paso más proponiendo que la relación entre el objeto de deseo, o ágalma, como él le llama, y el sujeto deseante sólo puede ser entendida a partir de la subjetividad y no de la intersubjetividad. “El ser del otro en el deseo, creo haberlo indicado ya lo suficiente, no es en absoluto un sujeto. El otro en tanto que está, en el deseo, en el punto de mira, lo está, dije, como objeto amado. De lo que se trata en el deseo es de un objeto, no de un sujeto” (Lacan, 1961). El deseo sexual, pasional, se expresa a partir de partes, formas, semblantes, brillos. No es un sujeto total al que tenemos enfrente, son sólo partes de éste. A partir de la parcialización del objeto del deseo quiero que pensemos ahora en su inverso, no en Eros, pulsión de vida, sino en la pulsión de muerte. ¿No es acaso en las expresiones de odio donde encontramos precisamente la reducción del otro a un objeto? ¿no es la destrucción de la alteridad la representación misma del decaimiento de la intersubjetividad? Si la pulsión sexual busca en este objeto parcial su posesión, su goce, su uso, bien podríamos pensar que la pulsión destructiva busca en su objeto parcial su contrario:   su anulación, su aniquilación, el goce a partir de la destrucción del otro. Podemos entonces decir que odiamos también porque es parte constitutiva del entramado pulsional del sujeto, somos pulsión de vida y pulsión de muerte y cada una de ellas busca de una u otra forma expresarse, encontrar su descarga.

La parcialización del objeto que hemos venido desarrollando encuentra su clara representación en la xenofobia, en el odio al extranjero. A partir del símbolo por lo simbolizado todo extranjero, sin importar su nacionalidad, se reduce a amenaza, a ladrón, a violador, a terrorista. La intersubjetivdad desaparece, no hay dos sujetos en escena, se trata sólo del victimario y su objeto odiado, objeto que ante las cualidades negativas con las que es designado, puede y debe ser eliminado. En un ejemplo que raya casi en lo ridículo, existen videos en internet que muestran a ciudadanos estadunidenses pidiéndole a algún sujeto hispano-hablante que se largue y se regrese a su país, México, como si no existiese otro país en el mundo en el cual se hablará español, como si un idioma por sí mismo definiera una nacionalidad. Lacan decía que el deseo se jugaba en la esclavitud. Yo diría que el odio se juega en el mismo campo, volviendo al otro un objeto en el cual descargar la agresividad o en el cual proyectar aquellos elementos propios que se niegan a ser reconocidos como tales. Tanto la pulsión de muerte como los objetos parciales existen en todos los sujetos, cada uno   de nosotros posee la potencia de odiar y hacer pedazos a aquel que aborrecemos. Por fortuna, no todas las personas llegan a cometer atrocidades ante su semejante.

Las relaciones objetales, por otro lado, nos dan una perspectiva más profunda sobre el tema que nos atañe. Melanie Klein propone que durante el desarrollo el sujeto atraviesa dos posiciones que marcarán la manera en la que el sujeto vinculará su mundo interno con el mundo externo. Estas posiciones marcarán la calidad de dichos vínculos y teñirán afectivamente las experiencias de vida. Me refiero a la posición esquizo-paranoide y la posición depresiva. La posición esquizo-paranoide está ligada   a ansiedades primitivas de destrucción que se encuentran íntimamente vinculadas al instinto de muerte. En esta posición la estabilidad yoica se ve amenazada ante el impulso de muerte, por lo que en una acción defensiva se proyecta la pulsión destructiva hacia al mundo externo, siendo su receptáculo el objeto primario. De tal manera que para evitar el daño del objeto gratificante, nuevamente, en un acto defensivo, el sujeto buscará escindir el objeto en bueno y malo. Esta escisión puede fungir como un mecanismo para aliviar en un cierto momento las angustias primitivas de destrucción; aunque, como ya dijimos, se trata de un movimiento psíquico primitivo y que en un segundo tiempo haría devenir al objeto bueno en un objeto idealizado y al objeto malo en un objeto perseguidor, con todos los avatares psíquicos que esto acarrea. En este punto encontramos un dinamismo preciso para explicar diferentes actos de odio, como el racismo. El extranjero se muestra como el contenedor de todos los impulsos negados en el racista: es el sádico, el ladrón, el violador, el incivilizado. Y si bien esto le permite al racista odiar en un primer tiempo, erige, por otro lado, al primero como un objeto perseguidor, que al ser objeto de su odio proyectado querrá entones devolver la agresión de la que ha sido depositario. Es por ello que muchas veces el extranjero no es únicamente segregado u odiado, sino también temido. Grinberg nos dice: “Se ven acometidos por temores persecutorios frente a objetos terroríficos y la defensa contra los mismos es el refugio en los objetos idealizados, o el recurso a la negación y a la omnipotencia que, junto con la disociación, forman los mecanismos específicos de la posición esquizo-paranoide” (Grinberg, 1963). Los mecanismos descritos por Grinberg podemos encontrarlos en distintas expresiones de odio: el refugio en los objetos idealizados se manifiesta en el insistente nacionalismo de algunos pueblos que buscan cerrar sus fronteras ante el distinto que amenaza con desmoronar su frágil estructura; la negación podemos encontrarla en la mirada impasible del clasista que preferiría que la gente en estado de pobreza fuera borrada del mapa y la omnipotencia se muestra de manera clara en el discurso machista que busca poner a la mujer exclusivamente como objeto sexual a su servicio. En todos ellos existe un similitud: el sujeto que odia y proyecta contenidos propios en el objeto odiado. Podemos decir entonces que en muchas expresiones de odio se trata del ataque de objetos externos que buscan satisfacer impulsos provenientes de objetos internos. Ataques que no generan culpa ni mucho menos arrepentimiento, pues como decíamos, se encuentra mayormente relacionados a objetos parciales. La ausencia de la culpa está de igual forma vinculada con los discursos que se construyen alrededor de la racionalización que justifica dichas expresiones de odio: los muros no son para dividir, sino para preservar la seguridad de gente inocente; o decir que la mujer debe únicamente aspirar al papel de madre y objeto reproductor porque está en su naturaleza biológica e instintiva, etc. Si se llegase a admitir el odio contra el objeto, siempre habrá argumentaciones que les exima de sentir cualquier atisbo de culpa.

El odio y sus derivados han estado siempre presentes en la humanidad como parte inherente de la dinámica pulsional que nos constituye. Basta prender la televisión o consultar las redes sociales para presenciar cómo el mundo se muestra convulso ante tanta expresión destructiva: matanzas de comunidades y familias, secuestros, violaciones, feminicidios, revueltas sociales, guerras civiles, ejemplos sobran. La humanidad pareciera desdibujarse ante la brutalidad descarnada de sus acciones. Lacan vaticinaba que ante el decaimiento de la autoridad paterna nos encontraríamos con mayores patologías del acto, violencia y sujetos con problemas ante el orden público. Y mucho de eso es lo que vemos hoy en día. Parte de ello se debe, en mi opinión, a instituciones debilitadas incapaces de contener comunidades, así como comunidades incapaces de reconocer en sus instituciones figuras de autoridad con las cuales identificarse. Esto termina derivando en un goce pulsional sin obstáculos donde la expresión del odio es sólo uno de sus resultados. Más que nunca precisamos de nuevos modelos identificatorios, donde lo pulsional encuentre sus límites y el deseo sus nuevos caminos. La creación de paradigmas y discursos más flexibles que busquen unir el tejido social que se encuentra actualmente tan dañado. Esto nos exige pensar al otro desde los puntos de encuentro, o encontrar en nosotros aquello que nos hace ser los extranjeros o los diferentes en otros lugares y circunstancias. Sólo reconociendo que la alteridad en sí nos enriquece, podremos pensar al otro quizá sólo como un extraño, pero no necesariamente un enemigo.

 

Bibliografía

  • Freud, Sigmund. (1895). Proyecto de Psicología para Neurólogos. Argentina. Editorial Amorrortu
  • Freud, Sigmund. (1930). El malestar de la cultura Editorial Amorrortu
  • Freud, Sigmund. (1919). De la historia de una neuroris infantil. Argentina. Editorial Amorrortu
  • Lacan, Jacques. (1960-1991). La transferencia. Seminario 8. Argentina. Editorial Paidós.
  • Castoriadis, Cornelius(1985). Coloquio “Inconsciente y Cambio Social”. Association pour la Recherche et l’Intervention
  • Grinberg, León (1963). Culpa y Depresión. Editorial Paidós.