Froylán Avandaño

Ya sea por mensaje de texto, llamada o WhatsApp, cada vez que un paciente entra en contacto conmigo las mismas ideas pasan por mi cabeza: ¿quién será esta persona?

¿Qué estará realmente buscando al contactarme? Sin buscarlo, comienzo a trazarlo en mi cabeza: imagino a la persona más allá de su imagen o foto, intento pensar a manera de película el momento previo a su contacto, el tiempo que le habrá tomado decidirse por emprender una terapia, si habrá partido mayormente de él dicha decisión o si existe un mensajero oculto detrás de él, como verdadero provocador del acto que estoy por presenciar. Este ejercicio puede ser visto desde dos ópticas: una de ellas, en detrimento de mi receptividad, generando prejuicios que me evitarán recibir a mi paciente como un “nuevo” sujeto y evitando la posibilidad de verlo nacer desde cero durante nuestro primer encuentro; sin embargo, existe una segunda opción, la cual parte de lo inevitable de dicha actividad mental, donde, desde mi propia experiencia subjetiva, busco aprehender aquella realidad en potencia, la cual sería imposible abordar si no fuera desde mi experiencia personal.

La expectativa de ver “nacer” desde cero a un paciente es un ideal, al menos para mí, inalcanzable. La famosa frase de Bion “sin memoria ni deseo”, me parece, no apunta al juego subjetivo que se hace un analista en su cabeza incluso antes de conocer al paciente, sino que apunta a la capacidad que éste debe tener para que su propia manera de entender la realidad no sature el espacio psíquico que inaugurarán analizando y analista, de tal forma que se permita la creación de un tercero analítico. Al final de cuentas, quizá años después de la primera vez que pensamos alrededor de nuestro paciente, nos damos cuenta que mucho de lo pensamos, imaginamos o se nos ocurrió no estaba tan alejado de la persona que con el tiempo tuvimos la oportunidad de conocer. No debería sorprendernos, el sentido común que menciona Bion es común por algo: no estamos cortados por la misma tijera, pero sí por algún otro instrumento de cortar. Pertenecemos a un tiempo, lugar y espacio. Compartimos más de lo que a nuestro narcisismo le gustaría aceptar. Las palabras que forman el discurso del analizando nos llevarán a conocer a la persona enfrente de nosotros, y, de la misma forma, esas palabras serán las que usaremos para entenderlo, entendernos y después, poder devolver dicho entendimiento a través de interpretaciones.

Según el diccionario de Oxford la palabra es una unidad léxica constituida por un sonido o conjunto de sonidos articulados que tienen un significado fijo y una categoría gramatical. ¡Cuán fácil sería nuestro trabajo si este enunciado fuera absolutamente cierto! Por Freud entendemos que la palabra y su expresión, el discurso en el ser humano, sufre diferentes transformaciones antes y durante su comunicación. Lacan, en uno de sus seminarios, hablando sobre el lenguaje en el ser humano, decía que jamás había escuchado hablar sobre una abeja exploradora que, regresando a la colmena, comunicase a las demás abejas falsas coordenadas de flores con el objetivo de jugarles una broma. La tesis propuesta por él nos dice que a medida que el lenguaje se hace más funcional, se vuelve impropio para la palabra, y de hacérsenos demasiado particular, pierde su función de lenguaje (Lacan, 2009). Dichas palabras nos recuerdan a las diferencias que Bion encontraría entre el lenguaje simbólico y el lenguaje psicótico. ¿Pero qué hace un paciente cuando habla con nosotros durante una sesión?

En Esquema de psicoanálisis Freud (1939), haciendo referencia a la regla fundamental a la cual el paciente habrá de apegarse una vez aceptado el encuadre o contrato analítico, nos dice: “El yo enfermo nos promete la más cabal sinceridad, o sea, la disposición sobre todo el material que su percepción de sí mismo le brinde”. Pero esto sólo no nos basta, pues no existiría entre nosotros y el confesor bien intencionado diferencia importante que impidiera la confusión de papeles. Freud agrega “No sólo debe comunicarnos lo que él diga adrede y de buen grado, lo que le traiga alivio, como en una confesión, sino también todo lo otro que se ofrezca a la observación de sí, todo cuanto le acuda a la mente, aunque sea desagradable decirlo, aunque le parezca sin importancia y hasta sin sentido” (Freud, 1939). ¿Qué buscamos con esto? Claramente la intención impresa en la regla fundamental va más allá de la simple comunicación que usamos en la más honesta e íntima de nuestras relaciones comunes. Se trata del intento consciente por parte del paciente de reducir las resistencias que su propio Yo levanta ante el acceso de lo que Freud llamaba retoños del inconsciente. Además de conocer un poco la historia que a través de los años el paciente se ha erigido sobre sí mismo, intentamos también conocer un poco sobre su mundo interno.

Sobre el mundo interno, Joan Riviere (2001) nos dice: “Es un mundo de figuras formadas según el patrón de las personas que primero amamos y odiamos en la vida, que también representan aspectos de nosotros mismos”. Se trata de aquellos objetos psíquicos catectizados de manera placentera y displacentera que habitan en cada uno de nosotros, los cuales ponen en evidencia un mundo particular, subjetivo. Dicho mundo particular representa la realidad psíquica por medio de la cual podremos reconstruir aquellos eventos que marcaron durante su desarrollo a nuestros pacientes. Freud, junto con Breuer, en Estudios sobre la histeria, señalaba que los histéricos padecían de reminiscencias que distorsionaban su realidad, siendo el analista el encargado, a través de su conocimiento y su arte interpretativa, de traducir y comunicar dichos recuerdos reprimidos. Algo de ello podríamos, sin temor a equivocarnos, trasladarlo a la mayoría de nuestros pacientes. De esto resultan dos puntos esenciales: el “conocimiento” del analista y su presencia.

Blanchot (2012) en su texto La palabra analítica, escribe: “Al pensar en Freud, no dudamos en que haya sido una reencarnación tardía, última quizás, del viejo Sócrates. Qué fe en la razón. Qué confianza en el poder liberador del lenguaje. Qué virtud otorgada a la relación más simple: una persona que habla y otra que escucha”. En su ensayo, este autor intenta evocar cómo sin ceremonias, ni magia, ni imposiciones de trucos de prestidigitador, ni objetos encantados, el analista logra revivir un drama interno acontecido real o imaginariamente en la historia del analizando y el cual se encuentra profundamente olvidado. Nadie que haya tenido el tiempo y la paciencia de leer la tesis doctoral de Anzieu sobre el autoanálisis de Freud y el descubrimiento del vínculo transferencial que éste último generaría con su colega Wilhelm Fliess, se atrevería a llamar “simple” al aparato que nos heredaría el padre del psicoanálisis y al que hoy en día seguimos recurriendo. Casi 5 años le tomó a Freud entender a partir del

vínculo con su amigo el poder de la transferencia. Sencillo para el que observa desde afuera, desconociendo las tormentas y catástrofes que ocurren en la mente de aquellos dos dispuestos a un análisis en rigor.

La transferencia es pieza fundamental de este aparato. Una de sus manifestaciones se da desde la sociedad misma y el paciente hacia la figura del analista. Llamada por Lacan como el supuesto saber, parte de la idea imaginaria por parte del paciente que la persona a la que consulta, con ayuda de su conocimiento, resolverá sus problemas y ordenará su vida. Va más allá del supuesto lógico de que el analista que ofrece sus servicios posee una teoría y una técnica que le permitirán entender y ayudar al analizando con su demanda de análisis. Llega al punto imaginario de pensar que el analista tiene un conocimiento personal sobre la vida del sujeto que el primero habrá de develar a manera de enigma constitucional y que le permitirá finalmente entenderse. Sin esta primera idea, el análisis en sí se volvería imposible. En ese punto se encuentra para mí la “magia” que Blanchot negaba en el psicoanálisis. Lévi- Strauss (1949) en El hechicero y su magia habla de la creencia de grupo que potencia la magia, de la cura como fabulación colectiva, ilusión compuesta por 3 zonas de confianza: confianza del hechicero en el poder de su magia, confianza del enfermo en el poder del hechicero y confianza de la comunidad a la que pertenecen hechicero y enfermo, en el valor de esa magia. En otros conceptos, podríamos pensarlo desde la ilusión que Winnicott describe como esencial en el desarrollo del niño, la cual le permitirá paulatinamente desilusionarse y tolerar la frustración de una realidad que disminuye su omnipotencia.

Por otro lado, es a partir de este dispositivo descubierto y desarrollado por Freud, que podemos no sólo escuchar voces del pasado, sino cerrar finalmente el circuito al hacer consciente para el paciente el fenómeno de la transferencia. Blanchot (2012) nos dice: “El habla analítica se sustenta en la posibilidad que tiene la palabra de viajar a través de los cuerpos y los tiempos, capacidad de diseminación entre hablantes que Freud llamó transferencia”. A través de la ilusión depositada por nuestros pacientes en nosotros, y fungiendo como sostenedores de esa ilusión, podemos presenciar la liberación del sujeto apresado en diferentes palabras que lo conforman: el bebé abandonado, el culpable de hechos terribles, el niño no reconocido, el tímido que esconde en su ser el más destructor de los rencores. Lacan (2009) Refiriéndose a la disolución de la transferencia y al fin del tratamiento decía: “El sujeto empieza su análisis hablando de sí mismo sin hablarle a usted o hablándole a usted sin hablar de él. Cuando pueda hablarle a usted de sí mismo, el análisis estará terminado”. Si bien las manifestaciones transferenciales no se presentan siempre de manera verbal, el desarrollo de conceptos como la contratransferencia y la identificación proyectiva funcionan como testimonios de estos hechos, la manera en la que buscamos devolverle al paciente la interpretación de la misma para su posterior elaboración sí suele ser a través de este medio. Pongamos en evidencia un hecho irrefutable: la limitación del lenguaje. Es por ello que la palabra del analista, sea señalamiento o interpretación, es sólo una parte del proceso elaborativo, el resto, es tarea del paciente. En palabras de Pascal: “Fue preciso primero que el hombre se sintiera frágil para devenir pensante” Blanchot (2012). A través de la palabra se descubre la falta y se elabora el deseo a partir del pensamiento.

La palabra analítica se presenta como inacabada, expectante de un segundo movimiento por parte del analizando para cerrar su ciclo. Blanchot (2012) Nos dice: “La palabra analítica no es palabra divina: no revela nada ni instituye certidumbres ni descubre secretos, no es una palabra profética. Despierta e inquieta; no impone sumisión, propaga irreverencias”. Lo que promovemos desde nuestra función analítica no es la revelación de una verdad oculta, sino, más bien, lo que Bion denominaría transformación en pensamiento: la palabra como una invitación al pensar. Buscamos con nuestra intervenciones desarrollar la función alfa de nuestros analizandos. Grinberg (1991), explicando a Bion y su teoría del conocimiento, señala que todo conocimiento se origina en experiencias primitivas de carácter emocional y estas experiencias se dan en relación con la ausencia del objeto. La ausencia del objeto vendrá acompañada de frustración, resultando en diferentes procesos mentales que buscarán aliviar dicha tensión emocional. Es así como finalmente surge el pensamiento: gracias a la función alfa del bebé (resultado del intercambio constante con la función materna) se irán creando paulatinamente modelos y conceptos que serán usados a manera de hipótesis en su contacto con la realidad interna y externa, en un constante interjuego evolutivo. De ahí la importancia de hacer “pensar” a nuestros pacientes con nuestras intervenciones incompletas, inacabadas, al estilo “fill the blank”. Esto va en consonancia con la idea de Bion sobre las interpretaciones no saturadas, aquellas que permitan crear esa ausencia requerida para echar a andar los mecanismos del pensamiento. De no ser así, de buscar palabras “completas” que satisfagan en su totalidad la demanda del analizando, que reduzcan y contengan en definitiva la tensión y el sufrimiento expresado, corremos el riesgo de reproducir un fenómeno alucinatorio que fungirá como respuesta a la ausencia del objeto gratificador, facilitando la descarga emocional, pero no su metabolización y posterior elaboración. La palabra del analista se concretizará en la pastilla que calma la ansiedad del paciente, en el talismán que elimina la angustia. “Es preciso que la respuesta, incluso viniendo de afuera, venga de adentro”, diría Blanchot (2012).

A este punto del presente trabajo podemos acordar que la importancia del dispositivo analítico se fundamente en el trabajo de dos personas: una que está dispuesta a hablar sin un límite cercano definido, y otra que pacientemente escuchará aquello que se nombra, con la esperanza de encontrar entre todo lo dicho aquello que dé coherencia, explicación y justificación a lo ahí presenciado. Marcelo Percia (2012) En una figura casi poética habla del “oído que está por aparecer”, haciendo referencia a esta escucha especial a la que recurrimos los analistas cuando un analizando habla con nosotros, forjando un oído específico, histórico y personal, capaz de recibir y acoger de manera única La Verdad que esa persona nos está compartiendo; sin embargo, este oído, deberá hacer su aparición también en el analizando, un oído que se abrirá a escuchar no solamente lo que nosotros tenemos que decirle, sino que nacerá para, a partir de sus propias palabras, darle respuesta a sus propias preguntas. En este interjuego, La Verdad no puede colocarse en un sólo lugar de la balanza: de colocarse ésta en la palabra del analista, dicha verdad se vuelve institución, reteniendo la palabra como estandarte de poder: el cambio, la creación y lo espontáneo quedan fuera de la ecuación. De prevalecer únicamente la palabra del analizando, fenómenos

como la reversión de la perspectiva pueden presentarse, donde, para evitar el dolor provocado por el reconocimiento de la verdad, las palabras del analista hacen eco únicamente si concuerdan con las palabras concretizadas que el analizando se ha formado para explicarse a sí mismo. Los pensamientos resultantes de ese diálogo crearán un universo generado por el mismo paciente, forma infalible para no tolerar el dolor sufrido ante una realidad frustradora. ¿Pero entonces, en qué lugar se encuentran las palabras que buscamos?

Podemos intuir que la verdad que resultará del encuentro analítico se encuentra apuntalada en dos verdades: la del analista y la del analizando. La construcción antes que el adoctrinamiento, por parte del analista; el descubrimiento antes que el convencimiento y la aprobación de una historia construida con anterioridad, por parte del analizando. El poder creativo que sustenta el análisis reside en el espacio potencial que analista y analizando conforman bajo el encuadre. Citando a Blanchot (2012): “El analista no pretende actuar sobre el enfermo; el poder no está situado ni en uno ni en otro; está entre ellos, en el intervalo que los separa al unirlos y en las fluctuaciones de esas relaciones que fundan la comunicación. El intervalo que los separa me lleva a pensar en la función incompleta que representa la palabra del analista para el paciente, aquello que lo invita a pensar y que permite que su propia verdad complete, niegue o le permita crear una nueva verdad propia, la cual precisaba de la intervención del analista para ser echado a andar el proceso del pensamiento. Por otro lado, dicho intervalo está presente también en la mente del analista, donde la teoría que él posee y sus conocimientos subjetivos no bastan para abarcar la experiencia del otro en su totalidad. La imagen del lugar de encuentro es muy clara en la sesión analítica.

Abadi (1997) describiendo los fenómenos transicionales propuestos por Winnicott nos dice: “En el comienzo el espacio no es otra cosa que una brecha. Con el despliegue de los procesos mentales el bebé comenzará a transitarlo. A su vez la madre lo recorrerá con sus cuidados y su adaptación. Se originan así los fenómenos transicionales. Este espacio puenteado por la capacidad creadora de ambos […] Deseo, pensamiento y palabra son algunos de los puentes posibles”. La función transicional de un objeto, describe este autor, dependerá de que éste ocupe el lugar de la madre, pero, sin reemplazarlo en su totalidad, sólo de esta manera podrá ser elaborada la ausencia. Caso contrario, Winnicott propone (1978, Abadi) el concepto de fetichización del objeto, situación en la cual el proceso simbólico queda descartado, dando lugar el cambio de un objeto por otro, evitando la elaboración de la pérdida, negándola. La palabra analítica debe buscar entonces una función transicional.

Ante modelos sociales y económicos donde se busca llenar a los sujetos con discursos fetichizados, a la manera en la que Winnicott nos lo explica, el espacio analítico y las palabras que en él se crean se vuelve un trinchera existencial necesaria para la vida. Un lugar donde el sujeto puede devenir individuo, quitándose de encima discursos que buscan en él un uso utilitario como engranaje de una sociedad, de una puesta en escena económica y política. El cuestionamiento sobre las palabras que hasta antes de llegar con nosotros lo habrían constituido, en un ambiente facilitador y de contención como lo es el espacio analítico, le permitirá una adaptación a la realidad creativa, individual y siempre incompleta. Dicen que hablando se entiende la gente. Y hablando también se construye.

Bibliografía

  • Freud S. (1939). Esquema de Psicoanálisis. Buenos Aires: Amorrortu.
  • Klein M, Heimann P, & Money-Kyrle. (2001). New Directions in psychoanalysis. The significance of infant conflict in the pattern of adult behaviour. New York: Routledge.
  • Lacan J. (2009). Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis. México: Siglo XXI.
  • Blanchot M. (2012). La palabra analítica. Buenos Aires: Ediciones la Cebra.
  • Grinberg L., Sor D. & Bianchedi E. (1991). Nueva introducción a las ideas de Bion. Madrid: Tecnipublicaciones.
  • Abadi S.(1997). Desarrollos Postfreudianos. Argentina: Belgrano.