Autor: Alicia Briseño Mendoza

El concepto de la Envidia del Pene es mencionado por primera vez por Freud en Tres ensayos de Teoría Sexual (1905), considerando que el interés de la niña hacia el pene del niño está matizado por la envidia primaria. Sin embargo, parece ya admitido dentro de un uso analítico cuando, en 1914, lo menciona para designar la manifestación del complejo de castración en la niña.

En las diferencias externas de los órganos sexuales entre mujeres y hombres, en este hecho fisiológico fundamental del cual deriva la llamada Envidia del Pene, Freud reconoce, desde mi perspectiva, las relaciones asimétricas entre hombres y mujeres, relaciones que vienen determinadas no sólo por el hecho físico en concreto, sino sobre todo por las diferencias marcadas por la cultura. Reconocer simple y llanamente la existencia de la Envidia del Pene puso en evidencia para Freud, la desigualdad y circunstancia de la mujer perteneciente al siglo XIX, reconoció lo que él veía y lo nombró. Una vez designado el concepto, éste adquirió su propia función y peso, y dio a una sociedad falocéntrica un elemento más para confirmar, quizá perversamente, las relaciones asimétricas ya existentes entre hombres y mujeres; incluso creció hasta llegar a una mitificación. Para poder entender la transformación que el concepto de la Envidia del Pene tuvo hasta mitificarse, es necesario comprender, al menos en parte, los orígenes de nuestra cultura falocéntrica.

La fundación de las ciudades en Grecia se entendía como un mandato de los dioses; éstos les indicaban a los elegidos cuándo y dónde establecer una nueva ciudad. Así, quedaba fundada Olimpia, donde se llevarían a cabo los juegos olímpicos que permitían suspender cada cuatro años las guerras. También surge Delfos, donde el Oráculo sagrado de Apolo ‘habla’ a los griegos sobre su salud, su futuro, sus formas de relación. De igual manera, quedaban indicadas las formas de relación entre los habitantes, al inicio, sumamente simples, una división entre hombres y mujeres, luego se fueron complejizando, así que en la Atenas del siglo V a.C., en la democracia de esa época (muy distinta de la actual), ser ciudadano ateniense significaba ser: varón, hijo de padre y madre atenienses, con una propiedad libre de deudas, con esclavos que realizaran el trabajo para mantener su status económico y social y con tiempo suficiente para poder participar en todas las actividades políticas que se desarrollaban en el Ágora… y claro, una esposa que estaba dedicada al hogar, a la crianza de los hijos y al cuidado de la familia. Así lo habían determinado los dioses, y con estas ideas fundantes se desarrollaron las civilizaciones occidentales,la sociedad patriarcal y el falocentrismo

El concepto de Envidia del Pene es un término que Freud (1925) utiliza para designar el anhelo o deseo de un pene por parte de la niña cuando se percata de que ella carece de un órgano igual al del varón. Esto le produce una herida narcisista que la lleva a sentirse despojada y, por ello, de entrada a reprocharle a la madre y luego a despreciarla por no tener ella misma este órgano; con esto, la pequeña se ve obligada a cambiar de objeto en quien depositar su libido, es decir de la madre hacia la figura del padre para obtener el órgano deseado. En la fase edípica, se presume que la envidia del pene dará lugar a dos transformaciones del deseo básico de tener un pene propio: por una parte, el deseo de incorporar un pene dentro del cuerpo a través de la procreación de un hijo y por otra, en una identificación con la madre, el de recibir placer del pene del hombre en la relación sexual. (Freud, 1920 y 1933)

Karen Horney, Helen Deutsch, Melanie Klein, Marie Langer, Blanca Montevecchio, Emilce Dio y Mariam Alizade, sólo por mencionar algunas autoras, han hecho diferentes cuestionamientos a esta parte de la teoría. Por un lado, aceptan el hecho universal de la envidia del pene, pero por otro lado rechazan como única la teoría de la maternidad y miran al hecho de la envidia del pene como una forma secundaria de la envidia primaria. Klein, por ejemplo, considera que es equiparable la envidia del pene en la niña a la envidia de los pechos y contenidos maternos en el niño, y dicha envidia puede, en ambos casos, remontarse a la envidia oral-sádica del pecho, pasando por sus diversas representaciones anales hasta su investidura en el pene.

Según la Real Academia Española de la Lengua, el término “mitificar” significa “convertir en mito cualquier hecho natural; rodear de extraordinaria estima determinadas teorías, personas o sucesos”. Jacob Arlow nos dice: “El mito es un tipo particular de experiencia social. Es una forma especial de fantasía compartida que le permite al individuo entrar en relación con miembros de su grupo cultural con base en ciertas necesidades compartidas. Así, el mito puede ser estudiado como integrador psíquico desde el papel que tiene como canalizador de sentimientos de culpa y ansiedad, como forma de adaptación a la realidad y al grupo en el cual viven los individuos, y como elemento que influye en la cristalización de la identidad individual y la formación del superyó. Los sueños y ensueños personales están hechos para olvidarse. Sin embargo, al compartir sueños y mitos, éstos se vuelven instrumentos de socialización”. (1961 p 375,379) (la traducción es mía).

El mito no busca reflejar la realidad; habla de ella, pero a través de una elaboración grupal o personal que expresa la fantasía inconsciente de un individuo en particular o de una colectividad en general. Desde la perspectiva de este trabajo, se entenderá como la mitificación de la envidia del pene la conversión de ese hecho clínico en mito, rodeándolo de una extraordinaria estima. No es un mito surgido de la elaboración de una colectividad o individualidad, sino el hecho observable de la envidia del pene que acabó sobredimensionándose dentro de una sociedad falocéntrica que se encontraba temerosa ante los signos de independencia que mostraban las mujeres de principios del siglo XX y que adquirió una fuerza adicional por procesos de una identificación negativa.

Con el término envidia de pene, acabó designándose no sólo al hecho de las diferencias anatómicas entre hombre y mujer, sino que también se puso énfasis en la parte simbólica de esa diferencia y fue llevada al plano de la falta, tal y como lo designa Lacan, del deseo del Falo, pero casi como si la mujer no fuera capaz de remontar esa falta. Peor aún, como si la mujer estuviera incompleta y por tanto devaluada.

Según Erikson, la pérdida de la Identidad se expresa bajo la forma de una hostilidad mordaz y altanera contra los roles que la comunidad o la familia muestran como adecuados y deseables. Cualquier aspecto parcial del rol, o todas sus partes, ya sea lo masculino, lo femenino, la nacionalidad, la clase social, la política, puede convertirse en blanco principal de este desdén. Hay un rechazo hacia lo propio y una sobreestimación hacia lo del Otro. En el caso de las mujeres, al vivirse como incompletas y devaluadas, en lugar de luchar por un sentimiento de realidad de roles aceptables que sus medios internos no les permiten alcanzar, optan con alivio por la elección de una identidad negativa, ya que los enunciados identificatorios que la sociedad propone se vuelven contradictorios para la mujer actual; se convierten en dobles vínculos.

Para el psicoanálisis (Freud, Foucault, Dio Bleichmar, Burín), cualquier relación puede ser una relación de dominación, que tiene sus raíces en la identificación con figuras de poder del entorno familiar.

Foucault señala que existe un poder que se ejerce sobre el cuerpo mismo, penetra real y materialmente en el espesor mismo de los cuerpos. Este poder no fue anteriormente interiorizado en la psique de la gente, pero hay una red que él llama de “bio-poder o somato poder”, una red a partir de la cual nace la sexualidad como fenómeno histórico y cultural en el interior de la cual nos reconocemos y nos perdemos a la vez.

En estas relaciones de dominación, esa “falta” fue interpretada desde la perspectiva falocéntrica, por hombres y mujeres, como el indicador de sobre quien quedaba designado el poder y el dominio, como (Freud, “pulsión de dominio” (1905, 1913, 1915).  una pulsión no sexual cuyo fin consiste en dominar al objeto por la fuerza. (Alizade, 1992) En ocasiones, las pulsiones se mezclan, dando un producto combinado, por ejemplo, la sexualidad se agresiviza y/o va cargada de esta otra pulsión de poder/dominación.

En muchos casos, las mujeres lo único que conocen de la sexualidad es que a través de ella tendrán la menstruación, hijos y la posibilidad de sufrir un abuso. No han descubierto que además podrá ser portadora de un goce que les permitirá un desarrollo más armónico para toda su vida laboral y de relación y sobre todo, un encuentro con ellas mismas. Sabe de cierto y lo comunica en las sesiones o entrevistas, que no tiene los mismos privilegios que el varón, asegurando en muchas ocasiones que, “si volviera a nacer, ¡definitivamente sería HOMBRE!”

¿Realmente quieren ser hombres? ¿Es entonces un problema de identidad de género? ¿De elección de objeto sexual? En absoluto, la experiencia clínica, los trabajos sobre identidad sexual y de género nos confirman que de manera general, no hay tal. Hay, eso sí, una dinámica de envidia temprana (Klein, 1960), una relación de dos donde el sujeto envidia algo, el pene-falo del objeto, porque la mujer deseaba y desea ser reconocida.

Producto de esta sociedad falocéntrica, sus experiencias sociales, su educación religiosa y los valores familiares, las mujeres, desde el nacimiento, son educadas en  “el no tocar”; el cuerpo está prohibido, no debe tocarlo, así que no logra conocerlo del todo y, por tanto, no logra reconocerse ni integrarse en un todo. No reconoce las señales que éste le manda, lo que crea una disociación artificial que la lleva a no permitirse sentir placer. Pareciera que sólo el dolor la pone en contacto con él, a través de la menstruación y el parto.

Cuando una mujer sabe los secretos de su cuerpo, cuando no se avergüenza de ellos, adquiere poder. Poder de decidir: decidir probablemente cómo quiere ser tratada, si no desea ser golpeada, si desea tener un hijo.

Nuestra cultura ha magnificado algunas expresiones y busca convertirlas en cualidades de la mujer: “la mujer es abnegada”, “la mujer soporta”, “es madre y entrega todo por sus hijos”. Así construye una imagen femenina débil, tolerante, sin estima propia, sólo existe el Otro y lo del Otro, ella se borra ante las necesidades de los suyos. Con este desdibujamiento de sí misma aprende a tolerar, a ‘borrarse’, a controlar a los demás a través de su abnegación, de su renuncia a la sexualidad; a traicionarse como sujeto pensante. Ella es valiosa en tanto hija, esposa o madre de un hombre que debe decirle quién es y cómo pensar. Ha encontrado a través del sacrificio una manera de trascender.

La mujer -nos dice Blanca Montevecchio  y lo constatamos en nuestra práctica cotidiana- sigue inscrita en la disyuntiva de perder el amor del Otro, en un contexto social en el cual las funciones adjudicadas a ella por la cultura son complementarias a las del hombre y no gozan de prestigio a nivel social. Tampoco tienen un valor de cambio en un mundo donde rigen las leyes del mercado. Sus aspiraciones tienen que ser postergadas en aras de un rol de esposa y madre consagrado por la cultura.

La vida social, nos dice Kurnitzky (1992), nace a partir del ritual del casamiento, donde la sexualidad femenina se aniquila y sojuzga, ubicándola como un producto cultural del hombre, quedando reducida nuevamente a su capacidad reproductiva.

Considera este autor que el sacrificio es el punto de partida de los mitos y los cultos que piden sacrificios como garantías para la cohesión y la reproducción de una comunidad. A cambio del sacrificio, el culto unifica y simultáneamente provoca la protesta y resistencia de los miembros de una comunidad o sociedad contra las restricciones que impone. Este conflicto de ambivalencia entre la obligatoriedad del sacrificio y los intentos de anular sus preceptos, que en realidad son prohibiciones, es el motor del proceso civilizatorio. Cualquier intento de liberación del sacrificio supone ser consciente del mismo. Los productos de la naturaleza exterior y de la sociedad, sacrificados en la ceremonia del culto, están en relación directa con los sacrificios que se reclaman de la naturaleza del hombre mismo. Éste es un proceso de domesticación al cual ninguna formación comunitaria puede renunciar.

Por otra parte, la dialéctica de la dominación de la naturaleza en favor de la vida social contiene un requisito indispensable que es que el héroe siempre tiene que experimentar una relación simbiótica, casi incestuosa, con la naturaleza. Esta relación le proporciona al héroe mítico un poder supuestamente invencible. En tiempos pasados, se acostumbraba que el pretendiente de la novia resolviera enigmas para convertirla en su esposa. Así vemos que la boda fue reconocida como un ritual de sacrificio, por medio del cual la naturaleza de la novia se domestica y coloca bajo el régimen de dominación del varón. El ritual de la boda representa, al mismo tiempo, muerte y renacimiento, como los ritos de iniciación. El pretendiente mata la naturaleza libre de la novia y ella renace como su esposa dependiente.

 La mujer, entonces, acude a la piedra sacrificial, asume culpas o insuficiencias, no sólo propias sino también ajenas, mediante un pacto denegatorio, que la lleva a ignorar el origen de aquello que el Otro induce y de lo que luego él se desentiende (Bollas, “inocencia violenta”).

Los sentimientos de vergüenza y culpa delegados en ella, parte de este pacto denegatorio, son depositados más tarde en sus propias hijas. Al no ser consciente funciona  como si fuese un rasgo hereditario. Sin embargo, en este aspecto existen dos mensajes contradictorios y paralelos. Uno se podría frasear como: “ojalá y tú puedas hacer lo que yo no me tuve permitido, realizarte como mujer”, y el otro conllevaría la petición de repetir este pacto denegatorio.

Durante siglos, ha recibido un trato devaluatorio y agresivo que la violenta y somete; ella ha desarrollado, a lo largo del tiempo, la necesidad de defenderse, una rabia sorda e inconsciente, pero, al igual que los grupos minoritarios, apela a la negación, la disociación, la transformación y la vuelta contra sí misma de dicha hostilidad como una forma de protección. (Montevecchio)

El feminismo ha sido irrelevante para la mayoría de las mujeres porque puso al hombre en el papel del enemigo, devaluó la importancia de los hijos y asumió que las mujeres son un grupo homogéneo en vez de un grupo diverso. La mayoría de las mujeres son impulsadas no por la ambición ni el poder, sino por las consecuencias morales y emocionales de las opciones. Y en general, esas opciones incluyen el sexo, los hijos, la familia. 

La solución no es sencilla para ninguno de los dos géneros. Producto de la sexualidad imperante del siglo XIX y principios del XX en donde nace el psicoanálisis y que no sólo se mantiene vigente a partir de la vigencia misma de una sociedad falocéntrica, el hecho observable en la clínica de la envidia del pene, pareciera haber adquirido una mayor notoriedad, al haber desencadenado la respuesta feminista “fálico-castrante” que pretende desechar al hombre “temido-anhelado”, poniendo entonces un poder mayor, casi mítico en el “pene-falo”. El hombre vive entonces aterrado de perder su potencia sexual y sus capacidades, puestas éstas en su pene, porque perdería su significado como persona. Por otra parte, también le ha impedido a la mujer voltear a mirarse a sí misma y reconocer sus propios objetos valiosos, sus pechos, su vagina y su capacidad reproductiva, generadora de vida. Por encima de todo lo anterior, la sociedad no se ha permitido aceptar una valía para cada género, como seres pensantes, afectivos, creativos, más allá de su sexualidad y su anatomía. O quizá resulte lo contrario, que ha sido el miedo a reconocer el valor de lo único que realmente poseen ellos mismos, sus cuerpos, lo que lleva al ser humano a una angustia permanente que lo induce hacia diferentes formas de solución ante este dolor.

Para la mujer entonces, no es sencillo; en una sociedad donde rige el Gran Falo, ella en esta búsqueda de crecimiento, independencia, identidad y ante los cambios que todo esto supone, se encuentra ante la disyuntiva de incorporar nuevos ideales, con la tensión narcisista  que esto genera o conservar los valores anteriores donde quedaba sometida y devaluada.

Percibir el conflicto entre seguir sometidas o independizarse produce dolor y esto lleva a la mujer a escisiones yoicas para reprimirlo o negarlo y al no poder confrontar las contradicciones y procesarlas, le impide una salida creativa del conflicto.

Kaës (1991) considera que cada sociedad se organiza positivamente sobre la base de investiduras mutuas, identificaciones comunes, una comunidad de ideales y creencias, un contrato narcisista y modalidades tolerables de realización de deseos. También lo hace negativamente sobre la base de una comunidad de renunciamientos y sacrificios, sobre borramientos y represiones, sobre un “dejar de lado”.

La mujer independizada, liberada, se ve en la mirada del otro, identificándose con la descalificación de que es objeto, esto en función del pacto que deriva del acuerdo social. Los valores que va adquiriendo pasan a tener signo negativo y  demanda un largo proceso signado por la ambivalencia y un gran deseo de salvar la distancia que socialmente ha recibido.

Cuando la mujer logre identificarse positivamente con los valores de la cultura y tome consciencia de que no es necesario su sacrificio a través de ser dominada y sojuzgada, sino que logre ver ella también en un sentido de equidad al hombre como su complemento, que logre acuerdos creativos y asuma nuevos roles integrándolos y disfrutándolos, será entonces el momento en el que la envidia pueda transformarse en gratitud.

 

* Psicoanalista. Secretaria de la Sociedad Psicoanalítica de México- Parque México.

 

Bibliografía

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