Diego Díaz de León 

“…estaba a la mitad de la llamada, cuando se escuchó una discusión. Escuché que decía “déjame, déjame, yo no hice nada”. Escuché un forcejeo, todo a través del teléfono. Esa fue la última vez que hablé con mi hijo, ahora yo sé que siempre seré una mujer triste. No puedo matarlo yo, no puedo convencerme de que está vivo tampoco. ¿Qué me queda? Seguir mis días así, buscando, viva pero triste, ya será parte de mí. Aunque a veces sonría, ya es parte de mí. No quiero tampoco dejar de estar triste porque no puedo soltar a mi hijo, no puedo dejar de buscarlo.”

Ese es el relato de una paciente que tuve, relato que no sólo me decía a mí, que le decía a todas las personas con las que se encontraba. Aún recuerdo el dolor que transmitía esta persona y todas las demás con las que trabajé. Aún recuerdo lo que fue llegar a casa después de un día entero de trabajar con casos iguales o similares a este y derrumbarme en un llanto incontrolable por todo lo que había escuchado y recibido. Aunado a lo anterior, no podía dejar de cuestionarme las diferentes teorías y perspectivas que hasta el momento había leído y estudiado para entender la psicodinamia de la tragedia que toda esta gente vivía y por lo tanto realizar el trabajo que me correspondía como terapeuta y psicoanalista. Pero, ¿cuál era el trabajo que me correspondía? ¿Cómo debía realizarlo? ¿En qué me debía fundamentar y sostener para construir aproximaciones e intervenciones? Entre todas estas, salieron por supuesto, más preguntas. 

Esto me llevó a realizar este trabajo, con el cual no pretendo llegar a una única conclusión, sino realizar diferentes reflexiones sobre el tema, dejar preguntas en las cuales profundizar a lo largo de mi desarrollo profesional y abrir la discusión con colegas, maestros y maestras y el público en general de esta tragedia que vive mucha gente todos los días. Esto con dos objetivos, del lado profesional, desarrollar aproximaciones teórico técnicas al entendimiento y tratamiento de los casos de desaparición forzada (o desaparición simplemente) desde el psicoanálisis y, considerando mi formación como psicólogo, incluiría a la psicología también en este entendimiento y tratamiento, y del lado social-personal colocar en la realidad, de aquellas personas que lean este trabajo, la problemática con la que nos enfrentamos todos y todas, cada quién desde su trinchera. Es por lo anterior que este trabajo no debe ser considerado como una verdad absoluta ni tampoco como un aporte concluido, sino meramente como una introducción al tema que seguirá siendo construido ya sea por aportes míos o de alguien a quien le interese construir sobre lo mismo. 

Es natural que cuando pensamos en desapariciones forzadas, inmediatamente pensemos en pérdidas y por lo tanto en duelos y el proceso de los mismos. Sin embargo, no es el único proceso psicodinámico que se da en estos eventos. Entonces me parece razonable empezar por Freud y su aproximación sobre el duelo y la melancolía en el texto ‘Duelo y Melancolía’ de 1915 pero publicado en 1917. En términos generales, Freud  (1915) comenta que “el duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc.” Y por otro lado, comenta que “la melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y auto denigraciones y se extrema hasta una delirante expectativa de castigo.” (Freud, 1915) Y para distinguir una de otra, Freud (1915) comenta que la diferencia radica en que en el duelo no hay una “perturbación del sentimiento de sí”. De acuerdo con Díaz Facio Lince (2017) en su lectura sobre algunos textos de Freud, considera que “la distinción entre las respuestas de angustia, dolor y duelo frente a la pérdida propone que la angustia se genera ante el peligro de perder el objeto amado y el dolor se afianza en la sensación de una pérdida consumada. El duelo, por su parte, es el proceso que el aparato psíquico realiza para tramitar lo insoportable de la pérdida”. Para complementar a esta lectura y para el objeto de este trabajo, considero fundamental el siguiente comentario de Freud (1915): 

“el examen de realidad ha mostrado que el objeto amado ya no existe más, y de él emana ahora la exhortación de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto. A ello se opone una comprensible renuencia; universalmente se observa que el hombre no abandona de buen grado una posición libidinal, ni aún cuando su sustituto ya asoma. Esa renuencia puede alcanzar tal intensidad que produzca un extrañamiento de la realidad y una retención del objeto por vía de una psicosis alucinatoria de deseo. Lo normal es que prevalezca el acatamiento a la realidad. Pero la orden que esta imparte no puede cumplirse enseguida. Continúa pieza por pieza con un gran gasto de tiempo y de energía de investidura, y entretanto la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico… Pero de hecho, una vez cumplido el trabajo del duelo el yo se vuelve otra vez libre y desinhibido.”

Podemos entender entonces que se requiere de una prueba de realidad en la que comprobemos la pérdida del objeto amado que rompa con nuestra negación de la pérdida para entonces retirar la libido depositada en el objeto, y poderla colocar sobre un objeto sustituto para que entonces el yo quede libre y sus funciones desinhibidas. Sin embargo, ¿qué pasa cuando no tenemos una realidad que se nos imponga y triunfe sobre los mecanismos psíquicos que caracterizan al proceso de duelo como por ejemplo la negación? ¿Qué pasa cuando la realidad que se nos impone es una realidad de incertidumbre? Pienso que la realidad que se presenta frente a la desaparición de un familiar podríamos entenderla como una fragmentación/fractura en la realidad de la pérdida tanto en el mundo físico como en el mundo psíquico. Con esto quiero decir que, en la realidad física, la pérdida se encuentra fragmentada, el objeto amado no se encuentra, por lo tanto se pierde, sin embargo, a falta de cuerpo, se asume que se encuentra en algún lugar, por lo tanto no se pierde, es decir, está presente y a la vez ausente. Y en la realidad psíquica se presenta lo mismo, una ausencia acompañada de una presencia, la muerte acompañada de la vida, la pérdida de algo no perdido. Antes de continuar, quisiera precisar que, siguiendo a Freud y al texto mencionado anteriormente, ‘Duelo y melancolía’, en este caso no considero que pudiéramos estar hablando de melancolía por la sencilla razón que el psicoanalista austriaco expone como cualidad diferenciadora del duelo que “el enfermo… sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él” (Freud, 1915). En otras palabras, la pérdida no es desconocida, no sucede en lo inconsciente, ni el empobrecimiento, por las causas que expone Freud con respecto a la melancolía, sucede en el yo. 

Pienso que en efecto el yo se empobrece pero esto sucede a causa de una fragmentación que considero es necesaria para poder establecer una relación con ambas realidades en un intento de organización. Segal (2003) comenta que para que el bebé pueda organizar su mundo debe hacer uso de mecanismos arcaicos como la escisión, así como procesos proyectivos e introyectivos una vez que la traumática realidad y las experiencias de gratificación y frustración se imponen a la realidad subjetiva del bebé. Estos mecanismos corresponderían a la posición esquizo-paranoide de Melanie Klein o a la fase oral de Freud. La segunda, es decir, la fase oral, considero que lingüísticamente puede ayudar a la exposición de las reflexiones que hago a continuación. 

Si consideramos que el bebé necesita hacer uso de estos mecanismos para organizar su realidad que por sí sola resulta traumática, y a la vez consideramos que la realidad que describo en párrafos anteriores, de la desaparición de un familiar, también traumática en sí, entonces podemos considerar que ese impacto generaría una regresión en la persona. Conviene aquí antes de continuar repasar rápidamente lo que es la regresión. Freud (1914) explica que hay “tres modos de regresión: a) una regresión tópica, en el sentido del esquema aquí desarrollado de los sistemas psíquicos, b) una regresión temporal, en la medida en que se trata de una retrogresión a formaciones psíquicas más antiguas, y c) una regresión formal, cuando modos de expresión y de figuración primitivos sustituyen a los habituales. Pero en el fondo los tres tipos de regresión son uno solo y en la mayoría de los casos coinciden, pues lo más antiguo en el tiempo es a la vez lo primitivo en sentido formal y lo más próximo al extremo perceptivo dentro de la tópica psíquica”. O como lo comentarían LaPlanche y Pontalis (2004) “la regresión podría considerarse como el poner de nuevo en funcionamiento lo que fue inscrito”. 

Asumía anteriormente que el acontecimiento de la desaparición de un familiar en términos de desaparición no necesariamente forzada es traumática en sí y para fortalecer esta impresión incluiré entonces una definición de la misma. Hay varias definiciones al respecto, sin embargo todas coinciden en tres elementos necesarios para considerar un hecho como una desaparición forzada como hecho ilícito internacional. Estos elementos son: 1) la privación arbitraria de la libertad, 2) la denegación de información sobre la suerte o paradero del desaparecido y 3) que el sujeto activo sea un agente del Estado o que haya actuado bajo su aquiescencia (López, 2016; Ott, 2011; Pérez Solla, 2006; Rodley & Pollard, 2009; Vermeulen, 2012). En el título comento que este texto no se referirá solamente a las desapariciones forzadas, pues en México hay desapariciones por particulares, ajenas al Estado, y son comunes. Es importante tener en consideración que no es la intención del texto realizar reflexiones sobre los causantes de la desaparición en sí, sino de los procesos que surgen como consecuencia de estas, sin importar si es por un agente del Estado o un particular. 

A partir de lo anterior podemos tomar en consideración dos puntos fundamentales para que esta experiencia resulte traumática, el primero es la detención, traslado o arresto y el segundo es la falta de conocimiento del paradero o ‘suerte’ de la persona. Ambos puntos los considero fundamentales por el carácter agresivo que conllevan y la incertidumbre que establecen. Una vez que partimos de la idea de que la desaparición por sí sola es un evento traumático, puedo entonces complementar, que resulta una experiencia psíquicamente traumática, saliéndonos del plano de lo físico, por lo complejo que resulta tramitar e integrar la misma. En este trabajo solamente me enfocaré en las víctimas indirectas, utilizando esta descripción para referirme a los familiares de las víctimas. Habrá personas que podrán objetar que los familiares son víctimas directas de la desaparición, por lo que solamente utilizo esos adjetivos para precisar hacia quiénes y qué procesos va dirigido este trabajo introductorio y cuál es la perspectiva del mismo.

Retomando la consideración de que resulta traumático para el yo de los familiares el integrar y tramitar esta experiencia, hace aún más sentido considerar el uso de mecanismos arcaicos como la escisión para organizar esta realidad que se les ha impuesto y por lo tanto la regresión a estados anteriores de funcionamiento acompañados de aquello que Freud llamó la regresión formal, pensándola como él lo expuso, modos de expresión y de figuración primitivos que sustituyen a los habituales (Freud, 1914). 

Durante el trabajo con las víctimas pude percatarme de un discurso repetido y común en todas. No podemos pensar al cuerpo como una entidad que no tiene relación con la mente por lo que las primeras impresiones sensoriales establecen una relación que tenemos entre el mundo interno y el mundo externo, lo placentero y lo displacentero o frustrante. Ya sea por los estímulos provenientes del exterior, luz, sonidos, sabores, olores, sensaciones, o los que provienen de lo interno como hambre, sueño, entre otras. Y en este punto, por supuesto, no puedo dejar fuera los impulsos agresivos y libidinales. 

Para que esta breve recapitulación haga sentido quisiera entonces relacionarlo con pensamientos/expresiones comunes en el trabajo con madres de víctimas de desaparición y desaparición forzada.

“Me pregunto si tendrá hambre, frío, sed. Me pregunto si le dolerá algo, si estará cómodo, si estará en un ambiente tranquilo o alterado. Tendría que estar ahí para cuidarlo.”

En esta oración es posible observar tres cosas, la primera es la regresión que expliqué anteriormente, en la cual es muy sencillo ver la regresión formal que Freud describió. La segunda es la presencia de preocupaciones en torno a las necesidades orales. Y la tercera es la relación que se establece entre las instancias psíquicas y con el objeto. En otras palabras, de la madre consigo misma y de la madre con el hijo o la hija. Este tercer punto nos sirve para observar y comprender algunos de los procesos que se viven en una desaparición (forzada o no). Parece, por un lado, que la madre regresa al objeto a un estadio anterior en donde las preocupaciones van dirigidas a las necesidades básicas, igual que una madre de un bebé recién nacido se preocupa por si tiene hambre, frío, dolor, etc. Y por el otro se pone en juego una exigencia del cumplimiento de las funciones maternas en las que la madre también se regresa así misma a una etapa anterior en donde cuida de las necesidades básicas de su bebé. Así mismo Deutsch y Schroeder (1997) explican que “el pensar podrá irse construyendo como un pensar-sintiendo, con el corazón y con los sentidos, en ese camino de mediación habilitadora de duelos… El pensar se hace en carne en el surgimiento de una narrativa hecha de múltiples relatos, narración polimórfica de Hannah Arendt, polifonía de diversos instrumentos, desde distintas experiencias, posiciones, historias y lenguajes, en armonía o en choque.” Y “al mismo tiempo los ojos, los oídos, la nariz podrán mirar, oír, oler.” (García, 1996)

Anteriormente mencionaba la descripción del duelo que hace Freud y rozaba el punto de la escisión que se genera en esta situación. Aquí me vienen a la mente otras frases que propongo pensar pues considero que el sentido que le encuentre no será el único que exista y sólo se enriquecerá la comprensión de todos los procesos que surgen como consecuencia de este tipo de acontecimientos. Las frases son:

“Necesito encontrarlo, ya no me importa si está vivo o muerto, solo quiero que me den su cuerpo, que me digan dónde está.”

“Mientras no lo encuentre, seguiré buscando, es demasiado dolor, pero nunca voy a dejar de buscar. No puedo dejar de buscarla porque quién me asegura que no está viva. 

“Qué tal que la encuentro. Hay historias que después de años regresan, qué tal que yo dejé de buscar, no podría con eso.”

Estas frases sin duda son unas de las que más parten a cualquier persona que tenga capacidad de empatía y que da muestra de la desesperación y la tragedia que estas personas viven todos los días. Pero aparte de esto, da muestra del proceso psicológico en el que se encuentran. No pueden pensar que el hijo o la hija están muertos porque entonces sería el familiar el que lo y la matara, no pueden tampoco asumir que están vivos o vivas porque la realidad física rompe con esa posibilidad y la misma incertidumbre no lo permite. Pero también se agrega que pensarlo vivo o viva y que resulte muerto o muerta dispararía un dolor y una frustración mayor. Se pueden observar ambas posturas, “quiero que me den su cuerpo” da muestra de la presencia de la muerte, y “qué tal que regresa” da muestra de la presencia de la vida. Y él y la familiar se quedan con ambas. Acompañando a esto, los procesos jurídicos y sociales sólo dan pie para que el camino más probable sea el del olvido del o la desaparecida. 

Parte fundamental de la integración a la sociedad y de la existencia de una persona dentro de la misma, así como de su identidad, es el nombre. El nombre da un lugar. Considerando lo anterior, es comprensible entonces que suelan gritar, pintar o cantar los nombres de aquellas personas que están desaparecidas. Traerlas al presente, al aquí y ahora, les da un lugar, un lugar que como familiares no pueden permitirse quitarles. Y esto hace aún más sentido cuando recordamos aquello que dice Flavio Meléndez (2006) sobre las desapariciones forzadas en México, aunque me parece que aplica para toda desaparición:

“Un rasgo presente en la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa y reiterado en una gran cantidad de desapariciones forzadas, es el propósito de los perpetradores de borrar todo rastro, no tanto del delito que han cometido, sino de quien ha sido desparecido: que quienes le buscan no vuelvan a saber nada de ella o él, que no quede ninguna huella de su paso por la vida , que nunca más alguien pueda encontrar un rasgo reconocible. Se trata también de que ni familiares ni peritajes auxiliados con la más sofisticada tecnología puedan identificar los restos que eventualmente puedan ser encontrados. Cuerpos calcinados o disueltos en ácido son la contraparte de los cuerpos exhibidos en calles, colgados, decapitados, descuartizados. En aquellos no debe quedar ningún signo que permita reconocer lo que fue una vida humana, incluyendo el código genético. Despojar a los restos de un cuerpo de cualquier vestigio de humanidad, que sean solo carroña, cenizas, despojos.”

Coincido con lo expuesto por Borja Chavarría (2017) en que “tener desaparecido a un hijo no es que esté muerto. Que un hijo está desaparecido representa un espacio intermedio donde la vida pierde consistencia y la muerte no acaba de aparecer. Se trata en otros términos de la presencia constante de una ausencia terrible. Es evidente que en la desaparición forzada encontramos un punto entre la vida y la muerte que altera o pone en tensión las coordenadas simbólicas que nos organizan.” Quizá podría diferir con la posición en la que coloca tanto al desaparecido como a los familiares, “un punto entre la vida y la muerte”. Pensaría que más bien es un punto en el que están ambas, la vida y la muerte, coexistiendo sobre un mismo objeto y la persona no se encuentra en medio, más bien establece una relación con ambas, cada una por su lado. Pienso que “un punto entre la vida y la muerte” parecería expresar más bien un orden lineal, lo vivo muere y yo estoy en medio, en un proceso de transición entre una y otra. Para dejarlo más claro   mi propuesta quizá podría esquematizarse de la siguiente manera:

  Y la oración “un punto entre la vida y la muerte” quizá podría esquematizarse así:

Basado en lo anterior, se establece una relación extremadamente compleja entre el familiar y la persona desaparecida y es en este punto en el que podemos introducir al dolor. Díaz Facio Lince (2017) lo describe de forma muy acertada cuando dice que:

“El dolor por el desaparecido se presenta como un afecto que el sujeto conscientemente no desea, lo que vislumbra en su continuo lamento de que ha dedicado toda su energía a la tristeza y ha abandonado el resto de sus intereses y su vida. Sin embargo, en el plano latente el dolor se perpetúa como la única posibilidad de satisfacción pues permite al sujeto sostener el vínculo con el objeto y no confrontarse con la renuncia…”

Esto nos regresa al punto del duelo. ¿Cómo es posible que se haga el duelo en estas circunstancias? Hay psicólogos que afirman que es posible si los familiares renuncian a la posibilidad de la vida. Más allá de si es posible o no, quisiera concentrarme en la complejidad que tiene elaborar el duelo en estas circunstancias. Para esto incluiría aquí las palabras del dictador Videla que públicamente expresó en 1979, 

“…en tanto esté como tal, es una incógnita el desaparecido, si el hombre apareciera, bueno, tendría un tratamiento X, y si la desaparición se convirtiera en certeza de su fallecimiento, tiene un tratamiento Z, pero mientras sea un desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está, ni muerto ni vivo, está desaparecido.”

Entonces, complementando a lo anterior, “consideramos que tanto la presencia como la ausencia de los restos mortales producen un agujero en lo real, por lo que, en ambos casos, es el duelo el que permitirá transformar en falta ese agujero. Sin embargo, si el cadáver no está, permanece el puro agujero- que no puede ser significado- de la desaparición. De esta forma, el duelo queda a la espera de algún tipo de sanción subjetiva que le dé lugar…” (Duer et.al., 2010)

Al inicio de este trabajo mencionaba de forma resumida “pensar lo impensable”, y a lo largo de este he ido desarrollando diferentes ideas que muestran ambas, tanto pensar como lo impensable. He descrito un funcionamiento que en ocasiones suena más desorganizado y en el trabajo individual es como uno puede percibir a las y los familiares de los desaparecidos, como diría Borja Chavarría (2017) sin esas “coordenadas simbólicas que nos organizan”. Y es aquí donde entra un factor importantísimo para el proceso que viven estas personas, este es el de las agrupaciones de familiares desaparecidos. Es importantísimo porque pareciera que otorgan varios elementos al proceso que las ayudan a construir una gran familia de desaparecidos, a tener esas coordenadas, a organizar, a contener y sostener, a iniciar rituales y actos que ayuden a sobrellevar, quizá en ocasiones resolver y si no resolver entonces a exigir la resolución, de esta vivencia, esta tragedia. Retomando a Duer et. al (2010), “frente a la ausencia de los restos mortales, se torna necesario apelar a recursos que posibilitan la tramitación simbólica, a través de los rituales y de la intervención de la justicia”. En México, desafortunadamente, esta última, en un gran número de casos, no existe. Dificultando la presencia del “tercero que todo proceso de duelo necesita” (Deutsch y Schroeder, 1997), aunque ésta en parte puede ser sustituida por los pares dentro de las organizaciones mencionadas anteriormente.

Por último, y haciendo referencia al título de este escrito, considero que en tal fractura como la que describí anteriormente y considerando la regresión a etapas anteriores, pareciera que parte del vínculo, tanto consciente como inconsciente, con el objeto, depende del dolor, pues dentro del dolor y el sufrimiento hay vida y esperanza, mientras siga doliendo, significa que sigue aquí. Y entonces, tanto en el plano de lo inconsciente como en el plano de lo consciente, la reconstrucción de la identidad se da incluyendo al dolor como parte de uno. Recuerdo las palabras de una maestra y supervisora muy apreciada por mí cuando me dijo “uno tiene que reconstruirse ya sin la persona, ¿quién soy yo ahora que no está?” y entonces en este caso pienso “Yo soy X y soy dolor porque mi hijo/mi hija está y a la vez no.”

Para dar un cierre temporal, pues mantengo mis expectativas de que este trabajo se continúe construyendo, cito las palabras de una madre a su hijo desaparecido citada en el trabajo de Borja Chavarría (2017) que remarcan lo difícil, doloroso y eterno que son este tipo de vivencias… “Mi corazón llora cada segundo, en cada latido se me va el alma, se me va la vida y seguiré sufriendo tu ausencia mientras Dios lo permita… tienes mi vida en tus manos”.

Bibliografía

  • Borja Chavarría, D. (2017). Violencia de Estado: reflexiones desde el psicoanálisis en torno a las desapariciones forzadas en México. Teoría y Crítica de la Psicología 9, 239-243.
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  • Díaz Facio Lince, V. E. (2017). El duelo como acto frente a la desaparición forzada. Acheronta.
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  • Freud, S. (1976). Duelo y Melancolía. En Obras completas, T. XIV (1917-15). Buenos Aires: Amorrortu Editores.
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