María Paula Navarro 

“Aunque la psicología y la pedagogía hayan mantenido siempre la creencia de que un niño es un ser feliz sin ningún conflicto, y hayan supuesto que los sufrimientos de los adultos son el resultado del peso y dureza de la realidad, debe afirmarse que justamente lo opuesto es lo cierto” (Klein, 1927)

Culturalmente, entendemos como infancia al primer periodo de la vida, dentro del cual nos desarrollamos tanto física como mental y emocionalmente. Hoy en día, en nuestra sociedad, la infancia se considera como un periodo importante en la vida de una persona, por lo cual los esfuerzos se centran en estimular el desarrollo “óptimo” de los niños, en todos los sentidos. Vivimos rodeados de esta cultura en la cual debemos dejar que “los niños sean niños”, que desarrollen su creatividad, que exploren y que estén siempre contenidos por los adultos. No pretendo establecer que lo mencionado anteriormente es de alguna manera malo, sino más bien reflexionar acerca de cómo ha cambiado la visión de la infancia a través de los años.

Se dice que en la edad media, los niños eran percibidos como una especie de mascota talentosa, ya que podían hablar, pero no eran criaturas por las cuales sentir afecto. En estos tiempos, los niños empezaban a tener responsabilidades que beneficiaban a la sociedad desde alrededor de los ocho años; en cierto sentido, esta era la edad en la que se convertían en adultos. Lo anterior se refleja muy bien con la frase de Tomás de Aquino, quien decía que “solo el tiempo puede curar de la niñez y de sus imperfecciones”.

A partir del siglo XVI, se empezó a argumentar que la infancia era un periodo con necesidades especiales, y no fue hasta el siglo XVIII que las sociedades occidentales empezaron a ver a los niños como diferentes a los adultos; antes se les consideraba solo como seres más pequeños, débiles y menos inteligentes. En este sentido, podemos afirmar que la infancia es un constructo social que ha sido creado por adultos. Es interesante la manera en que vemos a los niños como seres humanos en potencia; como si estuvieran incompletos.

Lo infantil, por consiguiente, hace referencia a las actitudes o características propias de quienes viven dicha etapa. Sin embargo, podemos observar este tipo de actitudes en adultos de manera frecuente. Como todas las teorías acerca de la infancia han sido escritas por adultos, éstas reflejan la relación jerárquica; frente a un niño, el adulto siempre se encontrará en una situación de poder, asumiendo que, por la etapa de vida que atraviesa, este sabe más acerca de lo que es mejor para el niño, y acerca de la vida en general. A pesar de esto, en ocasiones los adultos nos seguimos comportando “como niños”, muchas veces por regresiones o fijaciones.

Quienes nos dedicamos al estudio de la teoría psicoanalítica sabemos con seguridad que las personas somos, constitucionalmente, amorosas y agresivas, sin importar nuestra edad. Sin embargo, pareciera que, a pesar de los avances de disciplinas como la pedagogía y la psicología, algunas personas todavía se empeñan en clasificar cualquier manifestación de agresión en un niño como patológica. Cuántas veces no hemos escuchado comentarios como “me preocupa que mi hijo se enoje tanto cuando algo no le sale bien, ¡tan solo tiene tres años!”. En este sentido, socialmente, se califica lo agresivo como algo que se espera de un adulto, pero es completamente indeseable en un niño. Porque claro, los niños no son más que criaturas inocentes, tiernas y apapachables ante los ojos de muchos adultos; cualquier cosa que se salga de dichas expectativas, asusta. “De todas las tendencias humanas, la agresión en particular está oculta, disfrazada, desviada, se le atribuye a factores externos y cuando aparece siempre resulta difícil rastrear sus orígenes” (Winnicott, 1939).

Tal vez esta sea una de las razones por las cuales la teoría psicoanalítica asusta tanto; ¡cómo nos atrevemos a hablar así de los niños! La sexualidad y la agresión no tendrían por qué tener absolutamente nada que ver con ellos. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos por negarlo, las manifestaciones de agresión en los niños se encuentran presentes en el día a día de sus padres, de quienes se encargan de su educación y de quienes nos dedicamos a recibirlos en el consultorio, aunque estas no siempre sean evidentes.

Sabemos por la teoría de Melanie Klein (1928) que no solo es cierto que los deseos sádicos están presentes durante la infancia, sino que estos traen consigo fuertes sentimientos de culpa que trascienden a lo largo de la vida. Klein, con base en su experiencia en análisis de niños, plantea un Edipo más temprano, que encuentra sus raíces en el destete. Estamos hablando entonces de una importante relación entre la formación del superyó y las fases pregenitales del desarrollo. Dicha conexión es importante desde dos puntos de vista. Primero, “el sentimiento de culpa se vincula con las fases oral-sádica y anal-sádica aún predominantes, y por otro lado el superyó aparece cuando predominan estas fases, lo que explica su sádica severidad” (Klein, 1928). Otra de las razones por las cuales la relación directa entre la fase pregenital del desarrollo y el sentimiento de culpa es importante, es que las frustraciones orales y anales “son el prototipo de toda frustración posterior en la vida”, ya que se sienten como un castigo, por lo cual producen ansiedad.

Otra de las frustraciones que surgen, siguiendo la misma línea de Klein, tiene que ver con que el Yo se encuentra poco desarrollado cuando aparecen las tendencias edípicas, y con ellas, la curiosidad sexual. Dichos cuestionamientos, que son conscientes solamente en parte, no pueden ser expresados con palabras, ya que hablamos de una etapa pre-verbal; de esta forma, quedan sin respuesta. Los primeros interrogantes se remontan inclusive más allá de los comienzos de su comprensión del lenguaje. Lo anterior hace surgir en el niño un monto extraordinario de odio.

Este sentimiento temprano de no saber está conectado con posteriores sentimientos de ser incapaz, impotente. (Klein, 1928).

Lo anterior me hace pensar en los momentos en los que los niños se sienten frustrados por situaciones que, desde nuestro lugar de adultos, son completamente insignificantes, y por lo tanto sus reacciones nos causan gracia. Por ejemplo, cuando un niño de tres años llora amargamente porque se llevaron la basura de su casa, y le grita al encargado, “no se lleve mi basura”. O cuando una niña llora porque mordió su dona y desapareció un pedazo, y ella quiere que esté completa otra vez.

Más allá de las interpretaciones psicoanalíticas que podrían hacerse acerca de estas escenas, me pregunto por qué los adultos podemos llegar a creer que el sufrimiento de los niños es de alguna manera injustificado, y por lo tanto inválido. Incluso nos parece tierno en ocasiones, y al reírnos, anulamos por completo el hecho de que el sentimiento de frustración de los niños causa tanto malestar como el del adulto; pareciera que nos causa demasiada angustia, en esta época, aceptar que los niños sufren tanto como nosotros.

Melanie Klein (1927) utiliza para ejemplificar sus conclusiones a las niñas entre los dos y los cinco años, que se muestran excesivamente afectuosas con sus madres. Este tipo de actitudes contribuyen a la creencia popular, mencionada anteriormente, de que los niños son “todo amor”;

¿Cuál Edipo, si mi niña se la vive pegada a mí?”. Sin embargo, Klein establece que, en estos casos, dichas conductas se originan a raíz del “deseo de destruir la belleza de la madre, de mutilar su rostro y su cuerpo, de apropiarse para sí del cuerpo de la madre”. Entendemos entonces que dicho afecto está basado, en parte, en la culpa y la angustia que se generan ante dicha fantasía, y viene seguido, muchas veces, por un alejamiento del padre. (Klein, 1927)

Además de la relación con los objetos primarios, la relación con los hermanos juega un papel fundamental en el desarrollo de todo niño. El análisis de niños comprueba que sentir celos, tanto de los hermanos menores como de los mayores, es lo común y esperado. Desde que la madre está esperando un nuevo hijo, el niño, quien tiene un conocimiento inconsciente acerca del embarazo, dirige grandes cantidades de odio contra el bebé que está en el útero; encontramos entonces, en la fantasía de los niños, el deseo de mutilar el útero de la madre y deshacer al bebé que está dentro.

De la misma forma, se dirigen los deseos sádicos al recién nacido. En el caso de los hermanos menores, dichos deseos se dirigen contra los hermanos mayores, frente a los cuales se sienten disminuidos. A partir de dichos sentimientos de celos y odio surge una gran culpa, que puede verse manifestada cuando un niño repite ciertas acciones una y otra vez con el deseo de ser castigado. “Este deseo de castigo, que es un factor determinante cuando el niño repite constantemente actos de mala conducta encuentra una analogía en las repetidas malas acciones del criminal” (Klein, 1927).

La teoría Kleiniana nos ofrece una perspectiva bastante amplia de la agresión en su forma más primitiva. Por otro lado, autores como Winnicott (1939) nos hablan de una agresión que evoluciona. Dicho autor asegura que “nunca podemos ver desnudo el odio”, y que el análisis de niños demuestra que, en sus ataques, se encuentra casi siempre algo más que la pura agresión primaria. Plantea que la agresión tiene dos significados; por un lado, es una de las dos fuentes principales de energía que posee el individuo; por otro lado, se trata de una reacción, directa o indirecta, ante la frustración.

Él nos dice que, en los bebés recién nacidos, varía el nivel en que ocultan o muestran la expresión directa de los sentimientos. Establece que para el bebé, es valioso el poder experimentar rabia frecuentemente, en una edad en la que aún no necesita sentir remordimiento. En este sentido, contrario a las creencias de muchas madres, el bebé “bueno y dócil” que solo come y duerme no necesariamente está estableciendo un mejor fundamento para la salud mental. Lo anterior es un gran consuelo para las madres de bebés gritones y enojados. Según Winnicott (1939), es verdad que los niños tienen una gran capacidad de destrucción; pero también la tienen para proteger lo que aman de su propia destrucción, la cual siempre existe a nivel de fantasía. Describe una destrucción mágica normal durante estas fases más tempranas, que se encuentra paralela a la creación mágica; es decir, la omnipotencia.

Por otro lado, tenemos el contraste entre dos tipos de niños; el niño obediente y tímido, y el rebelde y audaz. El segundo tipo es el que normalmente causa preocupación en sus padres y maestros. Sin embargo, Winnicott (1939) describe a estos niños como afortunados, ya que descubren que la agresión que expresan tiene un límite; se acaba. De esta forma, logra el tipo de alivio proporcionado por la expresión abierta de la agresión. Mientras tanto, el primero encuentra dicha agresión, no en el self, sino en otra parte. Puede suceder entonces que un niño vea en la agresión ajena un reflejo de la suya, que está reprimida, y entonces convertirse en un niño que siempre espera ser perseguido. Ante tales delirios, puede tornarse agresivo en defensa propia, contra un ataque imaginario. Otra cosa que sucede es que, al inhibirse los impulsos agresivos, se inhibe también la creatividad.

Winnicott (1939) afirma que, en el niño, hay tanto amor como odio de plena intensidad humana; “si se piensa en términos de lo que el niño está organizado para soportar, se llega fácilmente a la conclusión de que el amor y el odio no son experimentados con mayor violencia por el adulto que por el niño pequeño” (Winnicott, 1939). Entonces, sucede que cuando las fuerzas destructivas amenazan con predominar sobre las amorosas, la persona debe hacer algo para “salvarse”; una de las cosas que hace es volcarse hacia fuera, dramatizar el mundo exterior y actuar el papel destructivo para lograr que alguna autoridad externa ejerza control. Otra posibilidad tiene que ver con un control interior, lo cual resulta en una depresión.

“Primero, hay una voracidad teórica, o amor-apetito primario, que puede ser cruel, dañino, peligroso, pero que lo es por azar. La finalidad del niño es la gratificación, la tranquilidad de cuerpo y espíritu. La gratificación trae paz, pero el niño percibe que al gratificarse pone en peligro lo que ama” (Winnicott, 1939). A partir de dicho sentimiento el niño puede aislar los elementos agresivos del apetito, reservarlos para cuando esté enojado y finalmente movilizarlos para enfrentar la realidad externa, cuando esta se percibe como mala.

Como ejemplo utiliza a una niña que desea tener un bebé. Lo que realmente anhela es la seguridad de haber introyectado y conservado algo bueno, que se desarrolla en su interior. Dicha necesidad surge de sentimientos inconscientes de estar vacía, o llena de cosas malas; su agresión es la responsable de haber generado dichas ideas.

Por otro lado, se dice que los sueños constituyen una forma más madura para la conducta agresiva; quien sueña, destruye y mata en la fantasía. Cuando el sueño de un niño contiene una carga de destrucción excesiva, o implica una amenaza fuerte contra los “objetos sagrados”, este despertará gritando, sobresaltado. En estos casos, la madre debe estar disponible y ayudar a su hijo a salir de dicha pesadilla; de esta forma, cumplirá con su función tranquilizadora.

Desde esta perspectiva, se puede decir que la frustración del ambiente despierta en los niños reacciones que pueden ser manejables o inmanejables, dependiendo de la cantidad de tensión existente en su fantasía inconsciente personal. Esta es la manera en la que interactúan los dos tipos de agresión planteados.

Como adultos, nos toca impedir que dicha agresividad vaya demasiado lejos, ejerciendo una autoridad confiable que, dentro de los límites, permita dramatizar y disfrutar cierto grado de maldad, sin que este sea peligroso. Por esta razón, no conviene que los niños encuentren en sus padres o tutores autoridades débiles; esto los haría perder el control, o bien, asumir ellos mismos dicha autoridad. Winnicott (1939) establece que “la autoridad que se asume por ansiedad es dictadura, y quienes han hecho el experimento de permitir que los chicos controlen su propio destino saben que el adulto sereno es menos cruel en ese papel que un niño que asume excesiva responsabilidad”.

Según este autor, una de las finalidades del desarrollo de la personalidad es que la persona pueda recurrir cada vez más a lo instintivo, lo cual involucra la capacidad de reconocer la propia crueldad y voracidad; solamente de esta forma pueden ponerse al servicio de la actividad sublimada.

En el caso de los niños, que están en desarrollo, siempre aparece una importante alternativa frente a la destrucción; la construcción. Cuando las condiciones ambientales son favorables, se puede establecer una relación entre un afán constructivo y la aceptación de uno mismo; de alguna forma, el niño se hace responsable de la parte destructiva de su personalidad. Por medio del juego, este puede experimentar su realidad psíquica interior, donde encuentra tanto amor

como agresión. El juego permite la aceptación de los símbolos. Es por eso que se dice que tanto la aparición como el mantenimiento del juego constructivo es un importante indicador de buena salud.

La relación entre agresión y construcción puede observarse también en el afán de los niños por contribuir en las labores del hogar o hacer cualquier cosa por ayudar a sus padres. En los niños, la necesidad de dar es más grande que la de recibir. Sin embargo, dichas participación solo será satisfactoria si es tomada en serio por los demás; si por el contrario, los padres se ríen de él, el niño experimentará una sensación de inutilidad e impotencia que, frecuentemente se expresará por medio de un estallido de agresión.

Por último, Winnicott establece que es tarea de la madre guiar a cada niño con delicadeza y sensibilidad a lo largo de su desarrollo; de esta forma, se hace posible para el niño la adquisición de habilidades que le permitan hacer frente al golpe de realidad que implica reconocer la existencia de un mundo que escapa su control mágico. En este sentido, se puede concluir que la relación jerárquica entre adultos y niños es necesaria, ya que se requiere de una figura externa que ponga límites y de seguridad. Lo anterior sin olvidar la importancia de aceptar, reconocer y validar cada aspecto de la personalidad del niño, incluyendo su parte agresiva, con el objetivo de que la descarga de dicha pulsión pueda ser efectiva. “Si se le da tiempo para que desarrolle sus procesos de maduración, el bebé podrá ser destructivo, odiar, patear y berrear, en vez de aniquilar mágicamente ese mundo. De este modo, la agresión efectiva se considera un logro” (Winnicott, 1939).

Bibliografía

  • Klein, M. (1927). Tendencias criminales en niños normales, Obras completas Melanie Klein (pp.178-192). España: Paidós.
  • Klein, M. (1927). Estadíos tempranos del conflicto edípico, Obras completas Melanie Klein (pp. 193-204). España: Paidós.
  • Winnicott, D. (1939). La agresión y sus raíces, Deprivación y Delincuencia. (pp. 58-69) Buenos Aires: Paidós.
  • Ileana Enesco. (-). El Concepto de infancia a lo Largo de la Historia. 05/03/2021, de – Sitio web: https://webs.ucm.es/info/psicoevo/Profes/IleanaEnesco/Desarrollo/La_infancia_en_la_historia. pdf