35_Socrates
Por Andrés Gaitán.
Les compartimos este trabajo de Andrés Gaitán, Psicoanalista titular, didacta y Presidente de la Sociedad Psicoanalítica de México, presentado como Conferencia Inaugural del IV Congreso de la Sociedad Panameña de Psicoterapia (SOPAPSI) titulado “La Ética en la Práctica de la Psicoterapia”, llevado a cabo del 24 al 26 de septiembre de 2015 en el Hotel Crowne Plaza de Panamá.

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Hablar de Moral y de Ética es entrar a un tema que carga con siglos de controversia; de hecho, al hacer un repaso de la evolución de estos conceptos queda la sensación de que todo argumento es rebatible… incluso este.
En la filosofía occidental, Sócrates (469-399 a. C.) es considerado como el fundador de la Ética por el carácter antropológico de sus disquisiciones, y, aunque es difícil distinguir qué conceptos le pertenecen y cuáles son producto de la mente de su más fiel discípulo, Platón (427-347 a. C.), los Diálogos (1979) son todos relacionados con aspectos éticos. El otro representante importante de esta época es un discípulo de Platón en La Academia, Aristóteles (384-322 a. C.), siendo su Ética a Nicómaco un texto clásico para el Derecho.
Ética deriva del griego ethos que significa costumbre, y, asumiendo que lo que se acostumbra es lo adecuado, muy pronto tendió a referirse a las ‘buenas’ costumbres. En términos aristotélicos es tomado como adjetivo, esto es, se trata de saber si una acción, una cualidad o una virtud son o no “éticos”.
Moral se origina en la voz latina mos que también significa costumbre. Para el siglo I a. C. la República romana se había consolidado y había expandido su poder sobre las polis griegas, y es en este escenario que Marco Tulio Cicerón (106-43 a. C.) (en De fato -sobre el destino- I, 1, citado por Ferrater) dice: “[…] puesto que se refiere a las costumbres, que los griegos llaman etos, nosotros solemos llamar a esta parte de la filosofía una filosofía de la costumbres, pero conviene enriquecer la lengua latina y llamarla moral”.
Así, en su origen, eran dos formas diferentes de llamar a lo mismo, pero en la evolución del sentido de estos vocablos, la ética ha llegado a significar la ciencia que se ocupa de los objetos morales, la filosofía moral. Se considera que el objeto propio de la ética son los sistemas morales. Los historiadores de la ética limitan su estudio a aquellas ideas de carácter moral que tienen una base filosófica, es decir, que, en vez de darse simplemente por supuestas, son justificadas filosóficamente, sin importar que la justificación de un sistema de ideas morales sea extra-moral (por ejemplo, se base en la metafísica o en una teología), lo decisivo es que haya una explicación racional de las ideas o de las normas adoptadas. Así, tenemos una primera distinción más o menos clara: la Moral se refiere a las ideas o normas acostumbradas, mientras que la Ética ofrece la explicación racional por la que tales conductas se adoptan.
Ferrater (2004) comenta que Friedrich Hegel (1770-1831), en su Philosophie des Rechts (Filosofía del Derecho, 1821) “distingue entre la moralidad como moralidad subjetiva (Moralität) y la moralidad como moralidad objetiva (Sittlichkeit). A veces se traduce Moralität por ‘moralidad’ y Sittlichkeit por ‘eticidad’.  Así, mientras la moralidad (Moralität) consiste en el cumplimiento del deber por el acto de la voluntad, la eticidad (Sittlichkeit) es la obediencia a la ley moral en tanto que fijada por las normas, leyes y costumbres de la sociedad, representando entonces el espíritu objetivo. Aquí lo subjetivo (la moralidad) es meramente “abstracto”, y corre el riesgo de ser simplemente la conciencia de que una persona aspira al bien; para que llegue a ser concreto es preciso que se integre con lo “objetivo”.”
Fundamental para la mayor parte de los pensadores modernos fue la cuestión del origen de las ideas morales. Algunos lo encontraron en ciertas facultades innatas del hombre, ya sea de carácter intelectual o bien de carácter emotivo; otros buscaron las bases de la ética en una intuición especial, o en el sentido común, o en la simpatía, o en la utilidad (individual o social); otros llamaron la atención sobre el papel que desempeña la sociedad en la formación de los conceptos éticos; otros más, finalmente, insistieron en que el fundamento último de la ética sigue siendo la creencia religiosa o la dogmática religiosa, heteronomía esta que perduró por los diez siglos que ocupó la llamada Edad Media. Posteriormente, confrontaciones como la de las cuestiones de la libertad y de la voluntad frente al determinismo de la Naturaleza; la de la relación entre la ley moral y la ley de la Naturaleza, y otras análogas, predominaron durante los siglos XVII y XVIII, formando diversas corrientes éticas que han recibido los nombres de naturalismo, egoísmo, asociacionismo, intuicionismo, etc.
Explica Ferrater que la filosofía experimentó un cambio radical durante la segunda mitad del siglo XVIII con las ideas de Immanuel Kant (1724-1804), quien influyó grandemente sobre muchas teorías posteriores de la ética al rechazar toda ética de los bienes, procurando en su lugar fundamentar una ética formal y autónoma. Para la ética formal, representada por Kant, los principios éticos superiores, los imperativos (el deber, la intención, la buena voluntad y la moralidad) son absolutamente válidos a priori; el formalismo kantiano exige autonomía ética, en el sentido de que la ley moral no es ajena a la misma personalidad que la ejecuta. Por el contrario, las doctrinas éticas materiales se originan en una ética de los bienes, las que, fundadas en el hedonismo y en la consecución de la felicidad (eudemonismo), comienzan por plantearse un fin. Según este fin, la moral se llama utilitaria, perfeccionista, evolucionista, religiosa, individual, social, etc. Su carácter común es el hecho de que la bondad y la maldad de todo acto dependen de su adecuación o inadecuación con el fin propuesto.
Aun así, en el curso del siglo XIX dominaron otras corrientes además de la kantiana. Entre ellas la desarrollada por el idealismo alemán (representada especialmente por Fichte), las corrientes adscritas a la filosofía del sentido común, la tendencia a examinar las cuestiones éticas desde el punto de vista psicológico, el desarrollo del utilitarismo, el intuicionismo inglés, el evolucionismo ético, la tesis de la absoluta indiferencia entre la ética y la religión, etc. De todo ello surgieron cambios revolucionarios en las concepciones éticas que terminaron, como ocurrió con Friedrich Nietzsche (1844-1900), con esfuerzos para introducir una inversión completa en todas las tablas de valores. Consecuencia de ello fue la adopción de puntos de vista axiológicos, que habían sido poco atendidos por los autores anteriores.
Algunos autores (v. gr.  Ferrater, pág. 3634) opinan que “Nietzsche dio un gran impulso a la axiología  -entendida como teoría de los valores- cuando interpretó las actitudes filosóficas no como posiciones del pensamiento ante la realidad, sino como la expresión de actos de preferir y preterir” -esto es, de gustar más de unas cosas que de otras y de excluir propositivamente algo que puede contener bondades-. Así, la forma en que se concibe al mundo y a la vida no se fundamenta en la preferencia por una realidad, sino en la preferencia por un valor (o por un sistema de valores), y eso es lo que determina la moralidad de los actos. Hay que tener en cuenta que esto implica reducir la moralidad al cumplimiento de una norma o de un imperativo categórico que el valor no proporciona por sí mismo”.
Max Scheler (1874-1928) y Nicolai Hartmann (1882-1950) son los principales representantes de esta última posición, llamada “ética axiológica”. Scheler concuerda con Kant en cuanto a suponer que hay un bien material que es “materia de la voluntad” —esto es, suponer que “bueno” y “malo” son materias del acto que se ejecuta, el cual es un acto voluntario—, pero disiente con él cuando considera que lo bueno o el bien son objetos del deber, lo que obliga a realizar “el bien” por sí mismo. Según Scheler, el bien es un valor material y el mal es un disvalor material. A su decir, hay actos mediante los cuales preferimos unos valores a otros, los cuales son entonces “postergados”. El preferir y el postergar, al ser actos cognoscitivos, son éticamente neutrales; pero la realización o no realización de los valores y disvalores  preferidos o postergados son actos morales o inmorales. Así, un acto moralmente bueno es uno mediante el cual se realiza un valor preferido. Ferrater cita a Scheler (p. 375): “[como] la superioridad de un valor nos es dada en el acto de “preferir”, y la inferioridad del valor en el acto de “postergar”, cabe considerar moralmente bueno el acto que realiza un valor cuando coincide con el contenido valorativo que se ha preferido y se opone a un contenido valorativo que se ha rechazado” (Der Formalismus in der Ethik und die matieriale Wertethik, I, 1913; 4a. Ed., rev., en Gesammelte Werke, II, pag. 48; hay trad. Esp.: Ética, 1941). Condición necesaria para mantener esta doctrina es la idea de la organización jerárquica de los valores y, por supuesto, la idea de que los valores son irreductibles a otras realidades. En este resumen, queda claro que Scheler establece tres cualidades de los valores: polaridad, preferibilidad y jerarquía.
Nicolai Hartmann (Ethik, 1926) propuso una tabla en la que clasifica los valores de la siguiente manera: valores bienes (instrumentales); valores de placer (como lo agradable); valores vitales; valores morales (como lo bueno): valores estéticos (como lo bello) y valores de conocimiento (como la verdad). Las últimas tres clases son consideradas como valores espirituales.
El que la Ética se fundamente en una teoría de los valores explícita ha sido alimentado por muchos otros autores, entre los que es importante señalar a Brentano (Von Ursprung sittlicher Erkenntinis, 1889; trad. esp.: El origen del conocimiento moral, 1927). En conjunto, dice Ferrater, estos autores intentaron edificar una ética que fuese al mismo tiempo material pero rigurosa, que no dependiese de un sistema de bienes, que no fuera heterónoma, que la selección de los valores no fuese arbitraria, ni que apareciese como establecida por la sociedad, ni considerada como conocida de un modo inmediato y evidente. Desde entonces la ética ha entrado en una fase muy activa de su desarrollo, haciendo difícil presentar un cuadro de la ética contemporánea desde el punto de vista de las diversas escuelas.
Ferrater resume en cuatro los problemas principales de la Ética: 1) el problema de la esencia, en tanto no hay acuerdo entre una ética formal y una ética material; 2) el problema de su origen, en cuanto a determinar si la moral es autónoma o heterónoma; 3) el problema de la finalidad, en tanto decidir qué es lo bueno, si la felicidad (eudemonismo) el placer (hedonismo) la utilidad (utilitarismo) la supervivencia (naturalismo), etc.; y 4) el problema del lenguaje de la ética. Cito a Ferrater (p. 1145-1146): “Así, J. Dewey propone preferir términos descriptivos (como ‘deseable’) por sobre términos valorativos (como ‘deseado’); Ogden y Richards (The Meaning of Meaning, 1928; trad. esp.: El significado del significado, 1954) sugieren escoger un lenguaje emotivo o no científico, en vez de otro indicativo y científico. De hecho, el análisis emotivo (A. J. Ayer: Languaje, Truth and Logic, 1936; 2ª. ed., 1946; cap. VI (trad. esp.: Lenguaje, verdad y lógica, 1977)  consiste en hacer de los juicios de valor (dentro de los cuales se encuentran los éticos) juicios metafísicos, no teóricos y no verificables. En contraste, R. M. Hare (The Languaje of Morals, 1952; trad. esp.: El lenguaje de la moral, 1969) opina que el lenguaje moral no es emotivo, ni tampoco indicativo o informativo, sino prescriptivo. Ch. L. Stevenson (Ethics and Languaje, 1945; trad. esp.: Ética y lenguaje, 1966) defiende que el hecho de que los juicios éticos no sean indicativos, sino prescriptivos, no significa que tales juicios pertenezcan pura y exclusivamente a la “propaganda”.”
Al abordar estos problemas en este trabajo, elegí preferir una ética material, autónoma, en la que su finalidad es lo amoroso y lo responsable, y que elige como lenguaje propio uno de naturaleza prescriptiva que se expresa mediante mandatos o a través de juicios de valor.
Concluye Ferrater (p. 1146): “Así, no parece ser posible formular normas morales “objetivas” fundadas en Dios, la sociedad, la Naturaleza, un supuesto reino objetivo de valores, normas, etc., de modo que el único “imperativo” ético posible parece ser el de que cada cual tiene que decidir por sí mismo, en vista de su propia e intransferible situación concreta, lo que va a hacer y lo que va a ser, sin que esto quiera decir que no se tengan en cuenta “los otros”, “la sociedad”, etcétera; ya que, al fin y al cabo, la finalidad de los juicios morales es influir sobre otros a través de prescribir algo”.
Si aceptamos como válido el punto de vista autónomo, y entendemos la eticidad como un producto idiosincrático, la siguiente pregunta es ¿de qué depende el que una persona sea capaz de comportarse en forma ética?
David P. Levine (2013) en su libro The Capacity for Ethical Conduct propone una respuesta.
Desde su punto de vista, la capacidad de comportarse en forma ética (para la cual aquí he elegido el término eticidad) no es expresión de una conducta aprendida, sino producto de la forma en que está organizado el mundo interno (p.viii).
Un ideal importa porque esperamos que al tender hacia él nos conectaremos con “lo bueno” (con el objeto bueno); y por eso lo convertimos en un valor. En la teoría psicoanalítica, ser bueno significa merecer amor; el amor es “lo bueno”, y en este sentido el ideal es, sencillamente, ser amado. Así, mostrar cómo el ideal de ser amado deriva en un ideal de amar a los demás puede llevarnos a una ética del amor: comportarse en forma ética es actuar de manera amorosa. Cita Levine que algunos autores se han referido a este tipo de ética como “ética relacional” o “ética del cuidado” (Held, 2006), y afirma que, en este sentido, lo que nos importa del otro es que las necesidades que le son importantes, sean satisfechas. En mi opinión, no debemos olvidar que el objeto nos sirve, antes que nada, para realizar la descarga impulsiva; el objeto amado recibirá catexis libidinales y, en tanto se vuelve por ello importante para nosotros, en aras de conservarlo procuramos su bienestar, y sólo entonces se vuelve importante que sus necesidades sean satisfechas.
Siguiendo las ideas de Winnicott, un requisito para poder relacionarse en forma ética con los demás es tener un “sí-mismo (self) verdadero”. Este sí-mismo verdadero implica la experiencia de mismidad, entendida como tener y ser un sí-mismo. Siguiendo lo planteado antes como “moralidad hegeliana”, esto se refiere a la experiencia interna, pero si lo importante de existir es estar presente en el mundo, entonces no podemos ser solamente en términos internos; para estar presentes debemos también existir para otros, lo cual se construye a través de la “eticidad”. Otra autora, Chetrit-Vatine (2014) cita que tanto Winnicott como Kohut han supuesto la existencia de una necesidad primaria de ser amados y reconocidos, junto con la existencia de la necesidad de ser capaces de amar y de buscar la verdad (p.4).
Jessica Benjamin (1988, citada por Levine), elaborando las ideas de Hegel expuestas, utiliza el término “reconocimiento” para referirse a la relación en la que existimos para nosotros mismos en tanto existimos para otros.
Al comportarnos en forma ética logramos que nuestra existencia pueda importarle a otros; les interesará entonces que estemos vivos y se ocuparán de nosotros en formas que exaltarán la calidad de nuestra experiencia subjetiva de vivir. Así, a través de la relación ética con los demás nos aproximamos al ideal ético.
Afirma Levine que para que el ideal ético sea importante para el individuo, su comportamiento debe organizarse alrededor de la idea de que el propósito del sí-mismo (self) sea proteger y nutrir la experiencia de ser sí-mismo; sin embargo, para llegar a este punto es necesario recorrer un largo desarrollo, venciendo múltiples obstáculos.
En los primeros momentos de la vida la relación con el objeto nutriente es per se el objetivo de la investidura moral; esto es, la relación es lo más importante, no se concibe todavía y por tanto no se catectiza la experiencia de estar presente, que es lo que finalmente le dará sentido a la relación.
Si no se establece una relación con los objetos primarios suficientemente buena (en el sentido ofrecido por Winnicott) en todos sus significados, esto es, si es deficiente no sólo en aspectos meramente alimenticios, sino de vínculo afectivo (Bowlby), de función de continente y de ensoñación (reverie) materna (Bion), de establecimiento de la mentalización (Fonagy), y todo aquello que impida la formación de un sí-mismo verdadero, el sujeto se ve obligado a investir moralmente una relación que no alimenta adecuadamente al sí-mismo, a expensas de afectar o renunciar a su conexión con éste. Levine plantea (p. ix-x):
“[…] en estas circunstancias lo que mantiene ligados la relación y la existencia es la esperanza: aun cuando la relación no nutre adecuadamente la existencia, el pequeño ser sigue esperando que lo haga, porque sabe que sin esta relación, no hay esperanza. Así, la relación toma el lugar de la existencia y el sentimiento de que existimos depende directamente de estar relacionado con otros. Cuando se da esta oposición entre el relacionarse y el existir, el ideal se escinde en dos partes: Uno asociado a estar relacionado, manteniendo la esperanza de llegar a existir a través de relacionarse; y otro organizado alrededor de construir una realidad en la cual la relación con los otros no es al precio de tener que estar presente. En ambos casos el individuo experimenta el existir en una relación como inconsistente con sostener una relación, y vive el estar presente como una amenaza a relacionarse. Cuando el relacionarse se opone al estar presente, el objetivo es apartar al sí-mismo de la relación y establecer un ideal de relación que se sustente en bases diferentes. Así, el verdadero sí-mismo es reprimido, deja de ser nutrido y la moralidad se desarrolla alrededor del ideal de la represión del sí-mismo al servicio de la relación.” (La traducción es mía)
Tal vez en el mismo sentido que Hegel, Levine se refiere a este ideal como moralidad, reservando el concepto de “lo ético” para el ideal que integra al ser psíquico con la relación.
Para Levine, la capacidad de conectarse con otros en forma que exprese y afirme la existencia psíquica es el punto de partida del comportamiento ético. Un elemento crítico es el surgimiento del sí-mismo y del otro como realidades psicológicas diferentes, lo que se logra a través del establecimiento de fronteras seguras del sí-mismo, esto es, que la recepción de comunicación emocional no interrumpa la conexión con nosotros mismos. Cuando esto no se logra, existe confusión entre el sí-mismo y los otros y por tanto no podremos conocernos a nosotros mismos ni tener conciencia de nosotros mismos, ingrediente indispensable para tener conciencia de los otros.
Pero para alcanzar esta meta de tener conciencia de los otros hay todavía en el desarrollo muchos más desafíos que superar, entre los cuales otro de gran importancia es la “revolución copernicana” descrita por Piaget, en la que el pequeño ser, después de casi dos años de una existencia en la que sus objetos primarios se han dedicado a satisfacer sus necesidades de la forma más cercana posible al proceso primario del pensar, debe ahora renunciar al egocentrismo absoluto y considerarse a sí mismo como un elemento más entre los objetos de su universo, todos interactuando entre sí. Esta labor es tan difícil y complicada que le toma otros dos años lograrla, y eso sólo en sus fundamentos básicos.
En este punto del proceso el niño debe ahora lidiar con la complejidad de la geometría de las relaciones intersubjetivas, empezando con el triángulo representado por la relación edípica; esta circunstancia representa un nuevo vector en el sistema de fuerzas que moviliza el desarrollo de su superyó, entendido como el representante interno del mundo externo, producto de múltiples identificaciones. Antes de iniciar a la educación básica primaria y como requisito para ser capaz de socializar adecuadamente con una menor intervención de los adultos, esta estructura debe haber madurado lo suficiente como para que el sujeto comprenda que el mayor beneficio personal se produce después de considerar a quienes lo rodean, “pasar por los otros” para llegar a ser capaz de preocuparse en forma genuina por el objeto, de condolerse con éste, y de sentir culpa y verdadero remordimiento por el daño que sufra el otro, sea o no causado directamente por su comportamiento.
La eticidad consiste entonces en formas libidinales de ser con el otro que a la vez reconozcan y fortalezcan al sí-mismo, y la falta de ética refiere a formas de relacionarse que fallan en lograrlo.
Otro punto de vista interesante sobre el origen de la capacidad de comportarse en forma ética lo ofrece Chetrit-Vatine (op. cit.), quien enfatiza puntos de encuentro entre la concepción de la ética que ofrece Emmanuel Lévinas y la teoría de la seducción primaria de Laplanche.
Emmanuel Lévinas (1906-1995) propone “responsabilidad por el otro” como definición de Ética, y considera a la Ética como “la primera filosofía” (p. ej., Ética e infinito -1982- pág. 20).
Basado en una filosofía de la intersubjetividad, este autor sostiene que “[…] la responsabilidad es la estructura esencial, primera, fundamental, de la subjetividad. […] Entiendo la responsabilidad como responsabilidad para con el otro, así, pues, como responsabilidad para con lo que no es asunto mío o que incluso no me concierne; o que precisamente me concierne, es abordado por mí, como rostro” (pág. 79). Acerca del rostro comenta: “[…] el acceso al rostro es de entrada ético. Cuando usted ve una nariz, unos ojos, una frente, un mentón, y puede usted describirlos, entonces usted se vuelve hacia el otro como hacia un objeto. ¡La mejor manera de encontrar al otro es la de ni siquiera darse cuenta del color de sus ojos! Cuando observamos el color de los ojos, no estamos en relación social con el otro. Cierto es que la relación con el rostro puede estar dominada por la percepción, por lo que es específicamente rostro resulta ser aquello que no se reduce a ella” (pág. 71). Con la intención de ayudar a entender su propuesta, citaré a Antonio Machado, quien entre sus coplas sueltas dice: “El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”. En el momento en que nos encontramos con la mirada del otro y descubrimos que no solamente lo observamos, sino que también nos mira, nos pensamos responsables de lo que está mirando y, en este sentido, nos sentimos responsables del pensar del otro. Continúa Lévinas: “Positivamente, diremos que, desde el momento en que el otro me mira, yo soy responsable de él sin siquiera tener que tomar responsabilidades en relación con él” (pág. 80).
Chetrit-Vatine nos muestra cómo el tema de la ética, definido como responsabilidad por el otro, está intrínsecamente ligado al concepto contemporáneo de tratamiento psicoanalítico (o psicoterapéutico), entendido como una relación inter-humana.
Los análisis (y las psicoterapias) que conducimos son para personas, niños o adultos, que se encuentran profundamente descontentos con su forma de vida, cuando no abrumados por sobrevivir, y no encuentran salida a su situación.
Al nacer, el ser humano experimenta intensa angustia al enfrentarse, inerme, a una situación totalmente desconocida que le despierta incertidumbre máxima, y depende en forma absoluta de un entorno adulto que lo cuide para sobrevivir. Siendo por esto ya una situación original asimétrica, Chetrit-Vatine afirma que la asimetría es doble por el poder erótico seductor y ético (amoroso) de este entorno adulto.
Esta segunda cualidad asimétrica se basa en que es un encuentro entre un mundo adulto dotado de un inconsciente sexual y de una sexualidad adulta, por un lado, y por el otro un infante humano fundado en contenidos psico-fisiológicos que son tanto inmaduros como susceptibles de ser influidos por este mundo adulto del cual depende totalmente. Es asimétrica y ética en tanto que este mundo adulto es responsable por él o ella, en el sentido dado por Lévinas, y puede bien asumir esta responsabilidad o declinarla. Para que el pequeño(a) sea capaz de apropiarse subjetivamente de la función generadora de símbolos de sus padres, los progenitores deben dirigirse al menor desde una posición matriz que concilie su “exigencia ética” con su seducción primaria en su expresión afectiva, expresada a través de su pasión parental. El pequeño debe encontrar un entorno éticamente seductor, y para que ello ocurra debe existir en los padres, predispuesto, un espacio matriz de responsabilidad por él, asimétrico y catectizado libidinalmente (affectée).
Esta asimetría ética y seductora fundamental se reactualizará en las trasferencias provocadas por el inicio del análisis (o de la psicoterapia) y seguirá presente en su transcurso. Para esta doble asimetría de la situación analítica, la autora propone el término “seducción ética”.
Chetrit-Vatine afirma: “[…] no se puede considerar que el significado ha estado siempre ahí, como depositado en algún nicho escondido del inconsciente del sujeto. Más bien el significado es, en la mayoría de los casos, construido, instituido y creado gradualmente durante el análisis, en el corazón del proceso analítico y con la ayuda de lo que podemos llamar “participación cargada afectivamente” o “participación amorosa” (participation affectée) del analista. El trabajo de simbolización, necesario para toda forma de vida psíquica, no es una labor solitaria, sino que es llevado a cabo por dos personas. La sombra del analista –junto con su impacto seductor y responsable- cae sobre el análisis.” (pág. xix). En su opinión, debe ahora tenerse en cuenta el hecho de que el analista es un sujeto ético, en tanto su responsabilidad asimétrica con respecto al otro, y aunarse a ello el hecho de que la situación analítica es un reservorio de seducción ética. Estas consideraciones, vinculadas a la práctica clínica, abren una serie de propuestas relacionadas con los orígenes de la capacidad de responsabilizarse por el otro y su conexión con la dimensión materno/femenina.
En efecto, la autora asocia la relación madre-hijo de los primeros meses de vida con el establecimiento de una relación analista analizando (o de una relación psicoterapéutica), enfatizando algunas de las hipótesis propuestas por Laplanche en su teoría de seducción generalizada primaria, aunque poniendo énfasis en la primacía del afecto que da lugar a la pasión materna común por su cría como similar a la pasión del analista y su articulación con el tema de la seducción primaria en el análisis. Extiende la idea de Bollas de que la madre, y también el analista, son objetos transformacionales, y plantea la posibilidad de que, “cuando todo en la vida sale tan bien como es posible, el origen de la subjetivación y de la apropiación subjetiva del orden simbólico –tal como los conceptúa Rousillon- que sustentan la capacidad transformacional en el análisis, está en la combinación de la asimetría ética entendida como responsabilidad por el otro con la asimetría de la seducción primaria.”(pág. xx).
Finalmente, propone que la capacidad humana para hacerse responsable del otro se origina en la capacidad materno-femenina de hacerse cargo de su bebé. La exigencia o el requerimiento ético (entendido como responsabilidad por el otro) está intrínsecamente vinculado a las necesidades de auto-conservación del infante humano, y su objetivo es la construcción de la identidad, esto es, de un adecuado sentimiento de mismidad.
No cabe duda que cuando el paciente acude al terapeuta solicitando tratamiento se establece una relación asimétrica, en tanto él es el necesitado y el terapeuta el sujeto supuesto saber, con un poder superior en tanto le atribuye el conocimiento, la capacidad o la habilidad necesaria para ayudarle en la solución de su problemática; para el paciente, su terapeuta es también un “sujeto deontológico”, que ostenta el conocimiento de lo que “debe ser”, polarizando así aún más la asimetría de la relación. Esto se retroalimenta cada vez que el paciente realiza una erogación económica por las consultas. A la vez, cuando el terapeuta acepta a la persona bajo tratamiento, se coloca en una posición ética en tanto, siguiendo a Lévinas, se hace responsable de él.
El origen de la eticidad reside en la capacidad del adulto de abrirse para ser tocado, penetrado, hecho rehén e interpelado por la fragilidad del otro. Este orden femenino-maternal en el adulto, sea hombre o mujer, lo vuelve capaz de ser receptivo, capaz de realizar una escucha amorosa (écoute affecté), de reconocer la alteridad, de respetar los límites del otro y, por tanto, de afirmarlo.
En esta relación asimétrica, para el terapeuta, como para la madre en la relación asimétrica original, al estar inmersos en una relación a la vez sustentable y creativa, “estar abierto significará precisamente estar disponible [en mi función terapéutica] para el  otro que viene a sorprenderme” (Laplanche, 1999, pág. 47; citado por Chetrit-Vatine, pág. 162). En este contexto, al realizar su trabajo, el terapeuta seduce e influye de manera ética (algunos podrán decir que induce) al paciente para orientarlo hacia lo que considera adecuado, en una situación en que el sujeto es particularmente susceptible de ser influido por aquel, ya que, polarizando aún más la asimetría, hay que considerar el gran poder de la transferencia que, siendo una re-edición del pasado en el aquí y ahora de la relación terapéutica que se origina tanto en la necesidad de resolver la problemática como en la dificultad para hacerlo, (esta polaridad) es exaltada por los parecidos de esta situación con las vivencias primigenias en la relación con las figuras primarias, e incrementa la disposición del sujeto para adoptar lo que, consciente o inconscientemente, considera que su terapeuta “quiere” o “indica”, en un afán de ser querido por esta figura cuasi-totémica.
Así las cosas, la fortaleza ética del terapeuta, fundamentada en su nivel de salud mental, es determinante para el desenlace del proceso: cuanto más logre que sean los intereses del paciente los únicos que dirijan el curso del tratamiento, mayores serán las probabilidades de éxito del proceso. Retomando lo dicho por Lévinas asociado a la asimetría de la relación intersubjetiva: “[…] yo soy responsable del otro sin esperar la recíproca […] Precisamente, en la medida en que entre el otro y yo la relación no es recíproca, yo soy sujeción al otro […] soy yo quien soporta todo.” (pág. 82). Cuando el terapeuta no puede (o no quiere) soportar más, siempre tiene la alternativa de suspender el proceso terapéutico, antes que caer en una de las muchas formas de conductas no éticas posibles.
Así, la eticidad, definida ahora como la capacidad de comportarse en forma ética al hacerse responsable del otro, puede originarse en la relación madre-hijo de la crianza y expresarse en el orden femenino-maternal del adulto, sea hombre o mujer, haciéndole capaz de abrirse al otro. Esta cualidad no depende de entrenarnos en las reglas o en las formas del razonamiento ético, sino que implica la capacidad de hacer contacto con el sí-mismo, y de sentirse cómodo con éste, lo que sólo resulta de un desarrollo saludable. Si una persona, como producto de su evolución individual, no ha organizado su mundo interno en forma que le permita comportarse éticamente, no será capaz de hacerlo por ajustarse a una normatividad axiológica preestablecida.
Así, un sistema ético no servirá para prevenir las conductas no éticas, pero puede ser útil para detectarlas en forma más o menos oportuna y para intervenir en favor de la comunidad, minimizando el daño.
Los Códigos de Ética Profesional existentes tienden a ser un listado más o menos exhaustivo de valores, expuestos en forma prescriptiva como deberes u obligaciones, y estar categorizados en: disposiciones generales; individuales; para con los clientes; los colegas; la profesión; y la sociedad en general. Para que sean más que letra muerta, deben acompañarse de los procedimientos a seguir cuando ocurra una falta.
En el ámbito de la psicoterapia, toda institución, sea su función educativa, de agrupación profesional, de difusión y acercamiento a la comunidad (outreach) o cualquier otra, debe contar con un Código de Ética propio, y sería óptimo que cada país cuente con un órgano colegiado que certifique a los psicoterapeutas y reglamente, también por medio de un Código prestablecido, el ejercicio de esta actividad profesional, fungiendo como la autoridad a la cual puede recurrir cualquier persona víctima de una falta ética, haya sido esta cometida por un miembro de una agrupación, por la agrupación misma, o por algún psicoterapeuta independiente.
Describiré ahora en términos generales, como modelo, lo contenido en un documento de la Asociación Psicoanalítica Internacional denominado Principios de ética, Código de ética y Procedimientos de implementación, en donde se establecen las normas éticas básicas para los miembros de la Asociación y de sus Organizaciones Constitutivas, incluyendo a sus Institutos de formación y cualquier otra institución afiliada. Cabe aclarar que todo lo que se establece en este documento como aplicable a psicoanalistas concierne también a los candidatos cuando ejercen como psicoanalistas o psicoterapeutas, y que en su análisis didáctico tienen los mismos derechos que cualquier otro paciente. Lo establecido en este documento es válido en cualquier lugar donde las personas mencionadas practiquen el psicoanálisis o cualquier otra práctica clínica, incluidas la psicoterapia y la terapia de apoyo psicológico, y sin distinción con respecto a que el trabajo se realice con candidatos, con supervisados o en un entorno institucional.
Un procedimiento ético puede ser iniciado por un miembro de la API, por un candidato, por una Organización Constitutiva, por un paciente afectado o por un familiar del mismo, o por un funcionario público interesado.
Toda persona relacionada con la API tiene a priori la obligación general de mantener altos estándares éticos en el ejercicio de su profesión.
Cada Organización Constitutiva debe establecer, mantener y tener disponible un Código de Ética escrito, que sea de conformidad con los estándares mínimos establecidos en el Código de la API, y que permita identificar y tratar comportamientos o prácticas supuesta o aparentemente poco éticos realizados por psicoanalistas capacitados, calificados o que trabajan bajo la autorización de la Organización Constitutiva. El Código debe incluir los procedimientos para interponer una solicitud.
Los valores específicos protegidos por este Código son:

  1. Ningún psicoanalista debe participar en o facilitar la violación de los derechos humanos de ningún individuo.
  2. Los acuerdos financieros deben ser pactados con anticipación y de mutuo acuerdo, y no debe existir ningún otro trato de tipo comercial entre ambos.
  3. Es responsabilidad del psicoanalista proteger la confidencialidad de la información y de la documentación del paciente.

En la Sociedad Psicoanalítica de México, el Código de ética contempla dos posibilidades:

  1. Cuando el psicoanalista pretende compartir la información de un caso con colegas en un ámbito privado y con fines de comunicación profesional, académicos o de asesoría, suele ser suficiente con que se modifique la información de forma tal que sea difícil reconocer al paciente con los datos proporcionados. En adición a esto, los colegas escuchas del material se comprometen a su vez a manejarlo en forma ética, compartiendo el compromiso de confidencialidad con el analista que presenta el caso.
  2. Cuando exista la posibilidad de que la información se haga pública, el analista debe contar con el consentimiento informado del paciente. Por consentimiento informado se entiende que este último debe recibir por escrito el material, y el profesional debe obtener una carta firmada consintiendo con que lo ahí estipulado sea publicado.

Regresando al documento de la IPA:

  1. El psicoanalista no debe actuar de ninguna manera que desacredite la profesión, ni dañar en forma maliciosa o imprudente la reputación de cualquier otra persona u organización, incluyendo pero no limitándose a otros psicoanalistas; mantendrá una relación honesta con sus pacientes y colegas y no debe engañar o involucrarse en ningún acto de fraude, mentira o coerción. La IPA considera la posibilidad de que existan circunstancias apremiantes o atenuantes en cada caso.

Aunque es posible comprender el espíritu que motiva estas limitaciones, es claro que siempre la ética dependerá del buen juicio para evaluar cada caso, ya que es  fácil ver lo relativas que pueden ser según la circunstancia.

  1. El psicoanalista debe tomar en consideración durante un análisis, y tras su finalización, el desequilibrio de poder que puede existir entre el analista y el paciente, y no debe actuar de forma alguna que permita contrariar la autonomía del paciente, aunque ya no acuda a sesiones.
  2. El tratamiento psicoanalítico del paciente con el psicoanalista es voluntario y el paciente puede descontinuarlo o buscar consejo u otro tratamiento en cualquier momento.
  3. El psicoanalista no debe usar su posición profesional o institucional para coaccionar a los pacientes, supervisores o colegas. Tampoco debe utilizar la información confidencial para estos fines.
  4. El psicoanalista no debe solicitar ni tener relaciones sexuales con un paciente o candidato bajo tratamiento o supervisión. Lo que se estipula en los últimos cuatro puntos me parece fundamental, sobre todo tomando en cuenta lo expuesto en esta presentación en relación con la asimetría circunstancial, erótica y ética que se presenta en la relación terapéutica, y lo fácil que puede ser para un terapeuta manipular la relación para obtener algún beneficio personal, por ejemplo a través de solicitar favores de tipo sexual, o influir para que no deje el tratamiento por motivos egoístas, sean económicos, profesionales o de otro tipo.
  1. El psicoanalista debe mantener un compromiso con el desarrollo profesional continuo y mantener los niveles de contacto adecuados con los colegas profesionales. De esta forma, se asegura el mantenimiento de un estándar adecuado en cuanto a la práctica profesional y al conocimiento actual de los desarrollos científicos y profesionales.
  2. El psicoanalista tiene el deber de informar al organismo pertinente si existiera evidencia sobre el hecho de que otro psicoanalista se está comportando de manera que contradiga el Código de Ética. Igual que la Santa Inquisición.
  1. El psicoanalista tiene el deber de solicitar asesoría a un colega de mayor experiencia en el caso de duda sobre su capacidad de ejercer la profesión y de informar y asistir a un colega si la capacidad del colega de asumir sus obligaciones profesionales se ve afectada. En el caso de una profunda inquietud sobre la capacidad de un colega psicoanalítico que no está dispuesto a prestar atención al problema, el psicoanalista debe informar al organismo pertinente de una Organización Constitutiva (o a la API, en el caso de un Miembro Directo).
  2. El psicoanalista debe, con el debido respeto a la confidencialidad del paciente, asegurarse de que cada paciente sea informado (incluyendo opciones para continuar con el tratamiento) en caso de fallecimiento o no disponibilidad del psicoanalista.

Me llama la atención que no esté considerado específicamente el tema del plagio, que en nuestro Código de ética sí es una actividad sancionada.
 
Muchos asuntos de carácter ético quedan delimitados cuando se establece el contrato de trabajo o encuadre. Obviamente, el contrato debe ser en sí mismo ético, pero aunque cada modelo psicoterapéutico tiene sus propias “reglas de juego”, es técnica y éticamente recomendado que estas reglas sean habladas y acordadas en forma explícita antes de iniciar el tratamiento. En el modelo psicoanalítico, es en el contrato donde se establecen los parámetros, que pueden ser generales como: las características que lo hacen diferente a otros métodos de trabajo psicoterapéutico; el método; los objetivos; la duración del tratamiento y la forma de evaluar sus beneficios; o logísticos como: el horario de las sesiones; su duración; su frecuencia y su costo, incluyendo el cobro de las faltas.
El análisis de niños y adolescentes presenta características particulares que motivan la modificación de algunas reglas, como por ejemplo algunas relacionadas con el pago y con el método de trabajo. De manera similar, con la posibilidad del análisis a distancia es necesario integrar reglas específicas para esa modalidad.
El individuo, como la humanidad, son tanto autores como actores de su propia historia, y los valores pueden dejar de ser el punto de referencia para la ética, o pueden dejar de ser tales y aparecer otros, o puede cambiar su preferencia o su jerarquía. Así, ningún Código ético existe para permanecer sin cambio, y su revisión continua es indispensable.
 
 
Bibliografía

  • Asociación Psicoanalítica Internacional (2015): Principios de Ética, Código de ética y Procedimientos de implementación.

 

  • Benjamin, Jessica (1988): The Bonds of Love: Psychoanaysis, Feminism, and the Problem of Domination. New York, Pantheon Books.

 

  • Chetrit-Vatine, Viviane (2014): The Ethical Seduction of the Analytic Situation: The Feminine-Maternal Origins of Responsibility for the Other. Karnac: Psychoanalytic Ideas and Applications Series. International Psychoanalytical Association. U. K.

 

  • Ferrater Mora, J. (2004): Diccionario de filosofía. Nueva edición actualizada por la Cátedra Ferrater Mora bajo la dirección de Josep-María Terricabras. Ariel Filosofía. Barcelona, España.

 

  • Held, V. (2006): The Ethics of Care: Personal, Political and Global. Oxford University Press. Oxford, U. K.

 

  • Laplanche, J. (1999): Sublimation and/or inspiration. New Formations, 48.

 

  • Lévinas, Emmanuel (2015): Ética e infinito. La balsa de la Medusa, 198. (Título original: Éthique et infini, Fayarde et Radio-France, 1982). Madrid, España.

 

  • Levine, David P. (2013): The Capacity for Ethical Conduct: On Psychic existence and the way we relate to others. Routledge, New York, U.S.A.

 

  • Machado, Antonio (1987): Poesía. Editores mexicanos unidos. México, D. F.

 

  • Platón (1979): Diálogos. Editorial Porrúa, S. A. “Sepan cuántos…” #13. México, D. F.

 

  • Winnicott, D. (1965): The Maturational Process and the Facilitating Environment. Ego distortions in terms of true and false self. International Universities Press. Madison.

 
Imagen:  “La Muerte de Sócrates” Jacques-Louis David
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