compass-1-1420922Por: Froylan Avendaño
“Provoqué risas en la audiencia con mi alusión a la ignorancia pura. No es para desfavorecer la función de la ignorancia, por el contrario, la ignorancia tiene una función operativa en la experiencia analítica. Se trata entonces de la ignorancia docta, la ignorancia de alguien que sabe cosas, pero que voluntariamente ignora hasta cierto punto su saber para dar lugar a lo nuevo que va a ocurrir”. J.A. Miller
 
El diagnóstico, dentro de las ramas de la medicina y la psiquiatría, cumple la función objetiva de entender a la persona que se planta enfrente con la demanda de la cura, de ser movidos del estado que les aqueja. Imaginemos la escena de un enfermo visitando un consultorio médico o una clínica psiquiátrica en la que cada participante de la escena cumple cabalmente su función: el enfermo ignora lo que tiene, pero sabe que el doctor lo sabe; por otro lado, el doctor tiene la seguridad de saber lo que el paciente tiene y necesita para recuperarse de su penoso estado.
 
Dentro de los conocimientos científicos que estas ciencias han desarrollado a través de la práctica y la investigación, existen entidades clínicas o cuadros diagnósticos que ayudan a los practicantes de dichas especialidades a evaluar, entender y tratar a los pacientes que a ellos acuden. A través de breves cuestionarios, estudios o exámenes, el doctor, basándose en su conocimiento, puede decir objetivamente lo que la persona padece y el tratamiento con el cual se llevará a cabo la búsqueda de la cura. Todo parece contenerse en una expresión booleana: sí o no, lo tiene o no lo tiene. La sumatoria de dichos malestares lo conducen a un diagnóstico que de acuerdo a sus conocimientos, tienen un nombre, un tratamiento y un pronóstico.
 
Aun sabiendo que son muchos los casos en los que la medicina queda desconcertada ante una enfermedad escurridiza, o cuando pareciera que las etiquetas diagnósticas quedan cortas o estrechas ante una patología desafiante, en su gran mayoría nos quedamos con esta gris reducción del diagnóstico: una sumatoria de síntomas. Y el doctor, basado en el título que lo inviste, se ve obligado a devolver al paciente una etiqueta, una nominación para ser identificado, un papel que desempeñar en esta escena.
 
Este tema es de importante polémica dentro del psicoanálisis: tenemos corrientes que apoyan no sólo el diagnóstico en nuestra profesión, sino que además urgen su pronta identificación en los albores del análisis; por otro lado, tenemos corrientes que si bien no borran del mapa dicha práctica, la localizan en un segundo término, complementario de un análisis más bien avanzado.
 
Ante la práctica, independientemente de la posición que se tome frente al tema del diagnóstico, nos enfrentamos ante una gran dificultad que otras ciencias no se topan: nosotros, en psicoanálisis, no nos basta con reconocer y enumerar una serie de síntomas, en nuestro ejercicio reconocemos algo de mayor preponderancia: el sujeto y el inconsciente. El paciente, al llegar a nosotros con un puñado de síntomas, llega y nos relata lo que él mismo cree que es, lo que le parece que es su esencia, lo que otros han descrito de su personalidad y cuyo discurso ha pasado a convertirse en la base de su propio Yo. Nosotros sabemos que por más que él se esfuerce en convencernos que eso es él, seguramente se le escapa la parte más importante, aquella que realmente conduce el timonel y que al ser totalmente ignorada por sí mismo, no será parte protagonista o esencial de su relato. Es precisamente lo que nos diferencia con otras disciplinas en la construcción del diagnóstico: no buscamos la exactitud, si no la verdad; o en palabras de Miller: “La primera diferencia radical que se abre es la de la exactitud y verdad, diferencia que separa al psicoanálisis de todas las prácticas que excluyen al sujeto del goce y del sufrimiento implicados en su síntomas”. No buscamos la objetividad, el listado de lo que le aqueja, el historial de los síntomas. Buscamos lo que se esconde detrás de esa maraña de construcción discursiva, de esa auto imagen. Buscamos al sujeto en el individuo. Por eso la cita al inicio del trabajo, asumir la posición del saber en análisis nos lleva a cerrar el camino al decurso del lenguaje que nos permitirá entender lo que hasta el momento el paciente ignora, en palabras de Freud, debemos dejarnos sorprender por el inconsciente, sin pronosticar lo que hay a la vuelta de la esquina.
 
Es esta precisamente la razón por la que intentamos no cubrir la primera demanda del paciente que llega al análisis, buscando avalar sus síntomas, su mal, en boca del especialista, del “doctor”. Miller nos dice: “Así, es verdad que en el psicoanálisis, la primera avaluación es hecha por el paciente, es él el que primero avala su síntoma. Él llega al analista en la posición de hacer una demanda basada en una auto avaluación de su síntoma, pide un aval del analista sobre su auto avaluación”. Esta demanda no debe ser satisfecha, no deberíamos apresurarnos a anotar sus síntomas y junto al paciente gritar a los cuatro vientos: “¡Sí, usted tenía razón! ¡Limítrofe!, ¡Psicótico! ¡Obsesivo!.
 
Ya en sus escritos, Freud nos llamaba la atención sobre el sujeto del inconsciente, sobre todo aquello que el paciente es sin saber que es. El concepto de lo inconsciente es fundamental para nuestra tarea y no debe ser perdido de vista al momento de aventurar una impresión diagnóstica. En su obra “El Yo y el Ello”, Freud nos recalcaba: “El psicoanálisis no puede situar en la conciencia la esencia de lo psíquico, sino que se ve obligado a considerar la conciencia como una cualidad de lo psíquico que puede añadirse a otras cualidades o faltar”. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con el sujeto en nuestro paciente? Son precisamente esas cualidades, esos procesos, eso “inconsciente” la esencia de nuestro individuo, la línea que no podemos dejar a un lado al momento de diagnosticar. El psicoanálisis no está peleado con la tarea del reconocimiento de un cuadro diagnóstico; sin embargo, lo que nos diferencia de otras ciencias médicas es la búsqueda de la subjetividad, antes que lo meramente medible y registrable: la búsqueda del sujeto de derecho, no de hecho.
 
Es la búsqueda de este sujeto lo que dificulta nuestro trabajo y lo que al mismo tiempo lo enriquece, el distintivo que marca el perfil cualitativo de nuestra tarea. Miller nos señala:
“A nivel de la objetividad el sujeto no existe, y es responsabilidad del analista producir, crear otro nivel propio del sujeto. Es el efecto de una decisión del analista, cuestión ética del psicoanálisis. Lacan habla de la ética del psicoanálisis porque no hay una ontología del psicoanálisis. La ontología es una disciplina que concierne a lo que existe, a los seres que se pueden enumerar, contar, ver, etc. En el psicoanálisis no se trata de una ontología. El sujeto se constituye solamente a nivel ético. Se trata de decidir -pues alguien puede decidir olvidar sus sueños, considerar sus lapsus como meros errores-, es cuestión de decisión. Puede pensar que preocuparse en lo que le concierne, aunque sea minúsculo, merece la pena. Ésta es una decisión de orden ético. La ontología concierne a los seres y la ética concierne, propiamente, a la falta en ser”. Es esta la primera decisión que toma el paciente al comenzar una terapia psicoanalítica y es esta misma decisión la que pone en nuestras manos la responsabilidad de la búsqueda del sujeto, de la subjetividad, del inconsciente.
 
Dicha empresa no es sencilla, la subjetividad es por sí misma difícil de asir. Existe en cada uno de nosotros, primero, la urgencia de buscar reflejos de nuestras conductas, pensamientos, conceptos, juicios de valor, símbolos, en el otro. Medir el pensamiento de las demás personas a partir del nuestro y obligar a que se ajuste a nuestro molde y calificar a partir de dicha posición. En segundo lugar, buscamos la ayuda de la etiqueta, del concepto, del cuadro clínico, de 2 de 3 síntomas o de 4 de 5 mecanismos de defensa que salen a nuestro encuentro, en pos de nuestra salvación, para evitarnos la penosa tarea de encararnos al abismo, a lo desconocido, a la ignorancia. Y es que esta posición del conocimiento pleno es muy cómoda, pero poco valiosa para nuestros fines. Sobre esto, Miller nos dice: “Podemos diagnosticar una homosexualidad masculina. Eso no necesita un analista. No debemos juzgar la forma de goce de cada persona, lo importante es entender cómo se posiciona este sujeto ante la homosexualidad”.
 
Son la complejidad de los cuadros clínicos que nos competen, la preponderancia de la individualidad de la mente humana, la exclusividad del mundo interno en las diferentes personas que visitan nuestros consultorios lo que nos insta a actuar con cautela. Freud nos advertía: “Hartas veces, cuando uno se enfrenta a una neurosis con síntomas histéricos u obsesivos, pero no acusados en exceso y de duración breve —vale decir, justamente las formas que se considerarían favorables para el tratamiento—, debe dar cabida a la duda sobre si el caso no corresponde a un estadio previo de la llamada «demencia precoz», y pasado más o menos tiempo, mostrará un cuadro declarado de esta afección. Pongo en tela de juicio que resulte siempre muy fácil trazar el distingo.” Y remata: “Sé que hay psiquiatras que rara vez vacilan en el diagnóstico diferencial, pero me he convencido de que se equivocan con la misma frecuencia. Sólo que para el psicoanalista el error es mucho más funesto que para el llamado «psiquiatra clínico». En efecto, este último no emprende nada productivo ni en un caso ni en el otro; corre sólo el riesgo de un error teórico y su diagnóstico no posee más que un interés académico”.
 
Acerca de esto, observemos un ejemplo clínico que expone Nasio en su libro “El dolor de la histeria”: “Todo lo que mostraba cuando era pequeña corría el riesgo de que mi madre lo destruyese. Ella quisiera que yo no exista, que me marche y me suicide. Pero yo no quiero suicidarme porque le causaría demasiado placer. Sí, la odio, no me m ato para no satisfacer su deseo de verme muerta. Tengo ganas de matarla y de reunir mis fuerzas para hacerla desaparecer. En casa mi padre nunca figuró y nunca me defendió; al contrario, yo sola era el hombre que se atrevía a oponerse a mi madre.” Frente al discurso de este paciente, podemos fácilmente sentirnos tentados a dejarnos llevar por los tintes paranoides del mismo, o concentrarnos únicamente en el inmenso objeto destructor de la madre que menciona al inicio de la cita; sin embargo, en las últimas palabras del paciente, Nasio ve algo que cambia radicalmente la opinión que su paciente nos genera, pues, según nos dice, es este el ejemplo de un fantasma femenino de odio y angustia histérica hacia la madre-falo.
 
Miller nos ilustra, con un ejemplo clínico, la facilidad con la que podemos errar el diagnóstico si nos basamos únicamente en los síntomas o en lo más superficial y directo del discurso del paciente: “Encontré en un momento dado, a una joven histérica que, al atravesar los jardines de Luxemburgo para venir hasta mi consultorio, me contó al llegar que le parecía que todo el mundo a su alrededor hablaba en su cabeza y que hubo transmisión de pensamientos con una persona en el jardín. Después de algunos minutos de su relato, con el cual quería pasar por una loca, fue necesario cortar diciéndole: “Usted se quiere presentar como una loca”, con lo que yo apuntaba, justamente, a la posición en
relación con lo dicho”. Como Miller nos cuenta, de haberse dejado llevar únicamente por el síntoma de dichas alucinaciones que el paciente decía tener, hubiese pasado más de un año en consultorio intentando entender el significado de las mismas, el contenido de sus delirios; sin embargo, al interpretarle esa posición en la que la paciente quería impresionar y agradar al analista haciéndose pasar por una loca, ayudó a abrir  un plano discursivo diferente en el cual el deseo y el sujeto inconsciente finalmente se revelaron. El
mismo autor, remata: “El sujeto histérico tiene derecho a tener alucinaciones psicóticas. La posición subjetiva de la histeria frente a sus alucinaciones es totalmente diferente a la de la psicosis frente a las suyas. Para un psicótico, a pesar de no conocer todos los detalles de sus alucinaciones, la alucinación es un punto de certeza, todo a su alrededor puede ser confuso, pero no la alucinación: él escuchó una voz en su cabeza”.
 
Ambos casos mostrados anteriormente, tienen un amplio espacio para el error, debido a que contienen característica o síntomas pertenecientes a cuadros clínicos más graves o complicados. ¿Cómo fue entonces que los analistas decidieron irse con un diagnóstico más favorable, como lo es una neurosis histérica? Para esto debemos entender dos puntos importantes: el sujeto y su localización subjetiva.
 
En párrafos anteriores ya habíamos hablado un poco acerca del sujeto, de la parte más esencial e individual de un paciente. Al sujeto podemos encontrarlo en el inconsciente, en los lapsus, en los sueños, en el malentendido, en la forma en que una persona se sitúa frente a lo que está diciendo. Miller nos señala: “El sujeto es esa caja vacía, es el lugar vacío donde se inscriben las modalizaciones. Ese vacío encarna el lugar de su propia ignorancia, encarna el hecho de que la modalidad fundamental que se debe hacer surgir, a través de todas las variaciones, la modalizaciones, es la siguiente: “Yo (el paciente), no sé lo que digo”. Y en ese sentido, el lugar de la enunciación es el propio lugar del inconsciente”. El sujeto del que nos habla el autor, está de igual manera relacionado con las fantasías, con el deseo que se enuncia pero no se reconoce, aquél del cual el paciente parece no querer apropiarse. Es por dicha razón, como mencionábamos anteriormente, que el diagnóstico basado únicamente en el síntoma, o lo que nosotros creemos entender del mismo, no siempre basta para dar en el blanco: es importante entender cómo se está posicionando dicho individuo frente a tal. Como Miller nos explica, en cada cadena de significante se sitúa la cuestión de la localización subjetiva: “No hay una sola cadena de significante sin que se plantee la cuestión del sujeto, de quién habla y desde qué posición habla”. De ahí la tarea fundamental de entender, dentro del discurso, hacia quién se está dirigiendo nuestro paciente y quién es quién lo está diciendo, en esa pregunta se esconde el sujeto. Miller agrega: “El sujeto no es un dato sino una discontinuidad en los datos. Observen el pánico del Hombre de las ratas, él efectúa la creación de una deuda, de algo que no encaja bien en las cuentas. Él puede contar las cosas del mundo cuantas veces quiera, pero hay ahí algo que no encaja en las cuentas, una pérdida que se produce en algún lugar. El sujeto es la propia pérdida, esto que jamás se puede contar en su propio lugar, a nivel físico. A nivel de la objetividad esto no tiene sentido.”
 
La localización subjetiva está íntimamente ligada a la construcción del sujeto, pues nos muestra cómo se posiciona dicho sujeto frente a cierta circunstancia. Entender conductas o síntomas, asumiendo el papel de conocimiento y de juez frente a un paciente, nos permite solamente ser recopiladores de dichas conductas, pero poco nos sirve para comprender cabalmente su psicodinamia. Nuestra tarea no es solamente estar tras el diván buscando en todo lo que el paciente nos cuenta el sustento de su enfermedad. Entender su discurso, procesarlo y devolverlo únicamente a través de nuestras experiencias, prestando oídos sordos y ojos ciegos a la forma en la que el paciente está enfrentado dicha enfermedad, nos vuelve más su biógrafo que su analista. Miller puntualiza: “Podemos diagnosticar fácilmente una conducta perversa, por ejemplo, una homosexualidad masculina como lo hace el propio paciente, su médico o su familia, no siendo necesario un analista para tal cosa. Entonces se trata de una homosexualidad de hecho, es así como puede obtener su goce. Lo que difiere es la posición que el paciente asume en relación a su homosexualidad, lo que es muy diferente de la conducta. No se trata de la misma cosa cuando esa conducta es realizada por alguien que dice: “Hago eso y lo confirmo, hago y lo repito”, o cuando es alguien quien dice: “Es lo que hago, pero estoy en contra de eso”. Es aquí donde el autor hace una diferencia entre el hecho, aquello que simplemente existe, lo observable y demostrable; y el derecho, el cómo se plantea el paciente dicho suceder o pensamiento, el plano de lo simbólico, la respuesta a la pregunta ¿a qué cosas tengo derecho? Un neurótico puede negarse a abandonar las cosas que le impiden gozar porque, inconscientemente, no tiene derecho a eso. Es a partir de todo lo dicho anteriormente, que debemos tomar en cuenta que lo esencial en nuestra experiencia analítica está, más allá de lo meramente observable y lo que paciente dice, en entender la posición que aquél que enuncia toma con relación a lo enunciado.  Miller nos dice: “Hay otra manera que permite ver mejor la posición subjetiva, una segunda manera de marcar el valor del dicho. Puedo decir, por ejemplo: “Vengo mañana”. Ése es el dicho, pero se puede indicar el valor que se da a ese dicho de diversas maneras. En una de ellas se puede decir; “Vengo mañana, es una mentira”, pero también se puede decir “Vengo mañana, quizá”, o “vengo mañana, seguro que sí”, o “Vengo mañana dependiendo de lo que usted me diga”. Todas esas palabras indican justamente en el dicho, la posición que el sujeto asume ante él”. En el ejemplo relatado anteriormente sobre la histérica de Miller, la paciente llega y enuncia las alucinaciones vivenciadas camino al consultorio; sin embargo el analista reconoce en tales enunciados la verdadera posición en la que se sitúa el sujeto: el deseo de agradarle, de causarle intriga e interés al psicoanalista al mostrarse como loca, como objeto de estudio. Estas serían las cuestiones que el analista no debería dejar a un lado al momento de aventurarse a dar un diagnóstico. Alguien puede decir alguna cosa sin creer en lo que dice. Esa primer demanda que mencioné anteriormente, el aval del especialista frente a la enfermedad de neurótico, se nos presente como un riesgo real al no prestar atención a aquellas modalizaciones del enunciado que el autor nos menciona: si se le cree de inmediato, el propio individuo comienza a creer, o aún, por el contrario, si el analista cree, el sujeto se asegura de que el analista no es competente.
 
A mi parecer, es importante tomar en cuenta ambos conceptos psicoanalíticos a la hora de establecer un diagnóstico. Recordando que ha sido, en primer lugar, el paciente quien ha decidido darle importancia y significado a sus lapsus, a sus sueños, a sus fantasías. Con esta decisión del paciente frente a nosotros, sería una muestra de falta de ética el olvidarnos de todo y comenzar a sumar síntomas, a tachar 3 de 4 mecanismos, a diagnosticar como médicos, como psiquiatras.
 
Bibliografía

  • Freud S. El yo y el ello, volumen XIX. Ed. Amorrortu 1979.
  • Freud S. Sobre la iniciación del tratamiento, volumen XII. Ed. Amorrortu 1980.
  • Miller J.A. Introducción al método psicoanalítico. Ed. Paidós. Buenos Aires, 2006.
  • Nasio D. El dolor de la histeria. Ed. Paidós. Buenos Aires, 1991.

 
Imagen: freeimages.com / Ahmed Al-Shukaili
El contenido de los artículos publicados en este sitio son responsabilidad de sus autores y no representan necesariamente la postura de la Sociedad Psicoanalítica de México. Las imágenes se utilizan solamente de manera ilustrativa.