Alejandra Vargas

“La pena es un tipo de enseñanza cruel” (p. 14) nos dice Chimamanda Ngozi Adichie (2020) en su libro “Sobre el duelo”. Leo esta frase y no puedo evitar pensar en el dolor que hemos vivido y/o acompañado estos años de pandemia. Particularmente, reflexiono sobre las pérdidas: las renuncias forzadas a empleos, a espacios físicos para socializar y aprender, a los rituales que acompañan nuestras transiciones, pero sobre todo, el dolor de perder a un ser querido. Chimamanda no es ajena a este dolor; en carne propia lo experimenta y de la misma forma lo describe: 

“No sabía que llorásemos con los músculos. El dolor no me sorprende, pero sí su componente físico: un amargor insoportable en la lengua, como si hubiera comido algo que aborrezco y no me hubiera cepillado los dientes; un peso horrible, enorme en el pecho y dentro del cuerpo, una sensación de disolución eterna. El corazón -el físico, no hablo en sentido figurado – se me escapa, se ha convertido en un ente aparte, late demasiado rápido, a un ritmo ajeno al mío. No es sufrimiento meramente del alma, sino también del cuerpo, de dolores y falta de fuerzas. Carne, músculos, órganos, todo está afectado.” (Ngozi Adichie, 2021, pp. 14 y 15)

Las metáforas de la autora me recuerdan a X, quien, en sesión, me describe cómo se coloca en posición fetal para abrazarse porque la muerte de un ser querido “lo rompe en cachitos”. Estas descripciones en las que pareciera que el dolor psíquico es de tal magnitud que necesita el soporte del cuerpo, avivan mi interés por comprender la relación entre el dolor psíquico, particularmente del duelo ante una pérdida y sus expresiones corporales. En mi recorrido, abordaré a 2 escritoras que motivaron este trabajo con sus propios dolores y duelos. 

Empecemos por lo primero, ¿de qué hablamos cuando usamos el término <<dolor>>? La Internacional Association for the Study of Pain (IASP) lo define como una vivencia sensorial y emocional desagradable que surge por una lesión real/posible o incluso, por su evocación; dolor es lo que sentimos y lo que expresamos al vivirlo (Nasio, 2007). La IASP toma este concepto tan complejo y lo estructura para su fácil comprensión, pero en el camino, se olvida del sujeto que adolece y de su entorno socio-cultural. 

Sobre dicha línea, Le Breton (1998), considera que el dolor es contenido por el sufrimiento y se experimenta en toda la existencia del individuo puesto que toda ella se ve afectada al sentirlo, desde la relación con uno mismo y el sentido de vida, hasta el valor que le damos al mundo externo y la forma de relacionarnos con los demás, llegando incluso a aislarnos. Para este autor, no hay una dualidad psiquis-cuerpo porque eso implicaría que hay dos realidades “de naturaleza” distinta en una misma persona; dualidad que contempla al dolor como algo meramente corporal y al sufrimiento como algo psíquico (Le Breton, 1998). 

Es claro que la definición de Le Breton abre un debate milenario sobre la relación psique-cuerpo. Platón, postulaba que no podíamos curar al ser humano separando el cuerpo del alma; Aristóteles complementó con el hilomorfismo para decir que el cuerpo y el alma constituyen una sustancia única, pero Galeno propició la separación al hablar de la enfermedad desde el cuerpo (Otero y Rodado, 2004). 

Un ejemplo menos milenario y más actual, es un estudio realizado en el 2010 que postula que el acetaminofén, también conocido como Tylenol incide en la reducción de las respuestas neuronales y físicas ocasionadas por el rechazo social o amoroso, de modo que es una “opción” para aminorar el dolor de un corazón roto; una propuesta curiosa si tomamos en cuenta que ya se había descubierto que el dolor del desamor se puede sentir también como un dolor físico (Hill, 2016). 

Afortunadamente, el Psicoanálisis ha puesto su mirada sobre este tema. Freud (1890) contemplaba la idea de una relación recíproca donde cuerpo y psique se influenciaban una a otra. En Tratamiento psíquico (tratamiento del alma), decía que “tratamiento psíquico quiere decir, más bien, tratamiento desde el alma –ya sea de perturbaciones anímicas o corporales– con recursos que de manera inmediata influyen sobre lo anímico del hombre” (Freud, 1890, p 115). Un ejemplo muy evidente de la influencia de lo anímico sobre lo corporal es la expresión emocional exteriorizada (Freud, 1890).  

Pero, fuera del debate cuerpo-psique ¿qué nos tenía que decir Freud sobre el dolor? En “Inhibición, síntoma y angustia” (1926) nos habla de la angustia como una reacción que tenemos cuando sentimos la amenaza de perder al objeto amado; en cambio, el dolor es la reacción ante la pérdida real del objeto. En cuanto al dolor corporal, se inviste la zona afectada y poco a poco dicha investidura narcisista va en aumento al punto de generar en el Yo un vaciamiento; el dolor corporal se vuelve psíquico cuando la investidura narcisista se convierte en investidura del objeto (Freud, 1926).

Por su parte, para Nasio (2007) el dolor físico y psíquico no difieren uno del otro ya que ambos son dolor; es decir, una emoción que es por supuesto, dolorosa y mixta, pero también límite y que se da en un nivel límite no tan claro entre la psique y el cuerpo, entre el Yo y el otro o entre un psiquismo estructurado y una forma alterada de éste. Una alteración psíquica puede originar dolor y un dolor intenso provoca en el Yo una conmoción intensa. (Nasio, 2007).  El mismo autor plantea que el dolor se crea en un instante que consta de 3 momentos dolorosos por sí mismos; primero se da un dolor por la ruptura o lesión, después el dolor o el tiempo de la conmoción y, por último, el tiempo de reacción defensiva yoica o bien, dolor de reaccionar (Nasio, 2007). 

Hablaré ahora un poco sobre el cuerpo desde una posición más activa. Green nos dice que “El psiquismo es trabajado por el cuerpo, trabajado en el cuerpo” (1998, p.218). Ya que el cuerpo pone demandas en la psique que deben decodificarse para poder ser atendidas, a falta de ello, deberá mandar más exigencias y más fuertes.

 Por su parte, Tubert (en Lartigue, 2006) propone que los procesos mentales yacen sobre el cuerpo, el cual es un organismo material con funciones y estructuras determinadas. Cuando vamos formando experiencias sobre nuestro cuerpo, algunas de las cuales pueden ser inconscientes, hablamos entonces de “experiencia corporal” y cuando hablamos de “cuerpo simbólico”, nos referimos al cuerpo como símbolo y lo que simbolizamos de éste ya que podemos tener imágenes o pensamientos sobre una parte del cuerpo cuya simbolización corresponde a otros contenidos psíquicos (Tubert en Lartigue, 2006). 

No obstante, Chimamanda no escribe sobre cualquier experiencia traumática o dolorosa; lo hace sobre la pérdida de su objeto amado y sobre el duelo que le sigue. Freud (1917, p.241) define al duelo como “la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la libertad, un ideal, etc”. Sabemos a quién hemos perdido, pero no qué perdimos con ello (Nasio, 2007). El trabajo del duelo busca desenlazar la libido depositada en el objeto perdido cuando la realidad nos muestra que ya no está con nosotros y hay que renunciar a él. Así como en la escritora, pienso en Y, quien, al describir en sesión cómo experimenta la pérdida de su hijo a raíz de la pandemia, me dice: “es como si al irse, se hubiera llevado una parte de mí; es como estar muerta en vida”.

El trabajo del duelo no es tarea fácil. Es perder un objeto con el que estábamos tan íntimamente vinculados que la separación puede ser desgarradora y encararnos con la necesidad de reconstruirnos; ver de frente que no hay marcha atrás a pesar de que ese vínculo creará parte de quien somos (Nasio, 2007).  En el caso previamente expuesto, Y me habla de las múltiples frases que escucha en su día a día; seres queridos que buscan brindarle un poco de serenidad por medio de sugerencias a “pasar la página”, a pensar que “está en un lugar mejor” o que “será más fácil si sacas sus cosas”. Como mi ejemplo clínico, Nasio (2007) habla de la dificultad de escuchar este tipo de comentarios porque son percibidos como una invitación a eliminar la imagen del objeto perdido. Imagen que se busca en todos los lugares posibles hasta que, con el duelo, la persona doliente puede lograr que exista un amor por quien ya no está al mismo tiempo que se permita un amor por quien sí está. 

Nasio (2007) considera que dolor y displacer no son lo mismo. En el caso de una pérdida de objeto, el Yo percibe tensiones de una conmoción tal, que el principio de placer no puede regular; el Yo indefenso ante tal vivencia interna, siente dolor (Nasio, 2007). De este modo el dolor no es por la pérdida, sino por el caos interno que el Yo percibe como trauma.  

Cuando perdemos al objeto y las pulsiones se alteran, el Yo usa una gran cantidad de energía en la representación psíquica del objeto amado-odiado que ya no está, para compensar la ausencia real (Nasio, 2007). Dicho de otra forma, el Yo desinviste todas las representaciones generando vaciamiento en sí para sobreinvestir la representación del objeto perdido. Esto es doloroso, como sería la contracción de una zona del cuerpo. El Yo se agota y se desinteresa de lo que rodea su mundo exterior (Nasio, 2007).

El trabajo del duelo busca desinvestir dicha representación progresivamente hasta que la energía psíquica se redistribuya y la representación armonice con el resto de las representaciones Yoicas (Nasio, 2007). En el proceso, el Yo puede encontrarse escindido entre amar de manera desbordada a la representación y la realidad clara de que el objeto ya no está ni estará. Esto puede ser tan doloroso, que la manera de lidiar con ello es negando la ausencia; entonces se espera que el objeto regrese con tal convicción que puede volverse delirante (Nasio, 2007). La incapacidad de mirar de frente la pérdida me hace recordar el título de un texto de Rosa Montero, donde adolece la muerte de su esposo y le encuentra significado con los escritos de una vivencia similar en Marie Curie. “La ridícula idea de no volver a verte” invita a pensar en lo ilógico que puede ser hacerse a la idea de que el ser amado ha fallecido. 

El sujeto crea una realidad basada en el amor hacia la representación del ser perdido al punto en que puede alucinar indicios de su presencia; similar a la percepción de un “miembro fantasma” a nivel corporal. Esto puede ocurrir porque la imagen del objeto perdido puede estar tan sobreinvestida que es expulsada del Yo y representada en la realidad como una alucinación; esto es la forclusión (Nasio, 2007). Bien dice Montero que “el sufrimiento agudo es como un rapto de locura” (Montero, 2013, p.19)

Por su parte, Jorge Ulnik (2002, citado por Schink, 2019) habla del proceso de duelo desde la psicosomática como el enfermar tras la muerte de un objeto significativo. Lo que duele es la ausencia de lo que o de quien no se había perdido antes. Como no hubo antes una simbolización de la ausencia del objeto, la huella mnémica no pertenece a la pérdida y el recuerdo se vuelve una percepción dolorosa que se vive como eterna. El dolor fue desplazado al cuerpo por una retracción narcisista y un intento de simbolización (Schink, 2019).

“Cuando el dolor cae sobre ti sin paliativos, lo primero que te arranca es la palabra” (Montero, 2013, p. 15). Con esta frase, me parece inevitable pensar sobre el papel del lenguaje en la simbolización del dolor y la elaboración del duelo. Me parece sorprendente que, ante un dolor que abarca toda la existencia del sujeto, el lenguaje sea a veces tan insuficiente. Parece que Chimamanda puede entender de lo que habla Montero pues dice: “Aprendes lo mucho que tiene que ver la pena con el lenguaje, con la incapacidad del lenguaje y con la necesidad del lenguaje” (2020. p.14).

La búsqueda del por qué las palabras parecen quedarse cortas me acerca a un enfoque psicosomático también. Para Marilia Aisenstein (2014) cuando la psique no logra comprender y traducir las exigencias corporales es cuando se origina un desorden somatopsíquico; término que elige utilizar por el orden desde cuerpo hacia el psiquismo. 

Creo importante destacar que, para la psicoanalista, el soma es un cuerpo sin psique mientras que el cuerpo ya cuenta con una representación (Aisenstein, 2014). Esto me plantea otro cuestionamiento: ¿será el cuerpo el que demanda acercamiento o distanciamiento del objeto que ya no está? Me planteo entonces la hipótesis siguiente: si esta demanda no es traducida por la psique que se encuentra en negación o bien, por un Yo ocupado en sobreinvestir al objeto perdido, entonces no se simboliza en lenguaje el dolor. Como ejemplo, pienso en las parejas de personas de la tercera edad que, tras la muerte de una, la otra tiende a enfermar y/o fallecer rápidamente. 

Ulnik (2011) resuelve mi cuestionamiento diciendo que, ante un estado afectivo, se puede concretizar la vivencia del dolor psíquico de modo que su expresión se de por medio del cuerpo y proyectando en objetos concretos y externos aquellas sensaciones corporales generadas; en estos casos, es posible que el conflicto se acentúe ya que el afecto o la idea inconsciente que no logra desarrollarse termina por caer en el cuerpo.

A pesar de ello, cuando se habla de lo que aqueja a la persona y de sus síntomas, se encuentran intentos de simbolización o de delimitación corporal, de este modo, metaforizar es de gran ayuda para el proceso (Ulnik, 2011). 

Es importante destacar que la búsqueda del dolor corporal y psíquico desde la psicosomática no implica que considere al duelo como una enfermedad. Sin embargo, sería interesante plantear para un trabajo futuro si pudiera ser el caso para duelos patológicos. 

En la vivencia del dolor por la pérdida de un ser amado y en el trabajo de duelo, los sujetos ponen en marcha actividades que también involucran su cuerpo: cambios de imagen, autolesiones y claro, también tatuajes. Como el que Chimamanda observa en el cuerpo de su hermano y que le invita a reflexionar: “Por fin entiendo por qué la gente se tatúa a los seres que han perdido. La necesidad de proclamar no solo la pérdida sino también el amor, la continuidad” (Ngozi Adichie, 2021, pp. 100 y 101). Aisenstein (2014) considera que los tatuajes son un intento de recrear orden simbólico y al modificar el cuerpo por medio de la tinta que se mezcla con la sangre, se busca evitar la muerte y el trabajo del duelo. Reisfield (2011) por su parte, menciona a Rosenberg (2011) quien considera que el tatuaje se realiza en un intento de controlar y equilibrar el dolor psíquico; al colocarlo en el cuerpo, hay una descarga mesurada con cada paso de la aguja. Es un dolor elegido por decisión propia, como una ofrenda. 

En mi opinión, en el proceso de duelo, la piel se vuelve un lienzo sobre el cual externalizar la metáfora del propio dolor interno. La persona ya no está, pero algo de ella nos acompañará siempre y el tatuaje como ritual, es un recuerdo constante y subjetivo de lo que el objeto representa. 

¿Cómo poder estar para el paciente con estos dolores que parecen emanar de la piel? Schink (2019) propone al analista que se enfrenta a duelos poder: “articular el cuerpo con el lenguaje, intentando así devolver la palabra al paciente que se encuentra en el lugar de un cuerpo que padece” (p. 215). Aunque esto es muy útil para la práctica clínica, no podemos pasar por alto que también estamos inmersos en el contexto pandémico de pérdidas y adaptaciones. Es por ello por lo que, considero crucial escuchar a Meltzer (en Bleichmar, 2011), quien destaca la importancia de darnos un espacio para metabolizar y pensar nuestras propias emociones de modo que no obstaculicen nuestra labor. Espacios que podemos encontrar en el propio análisis y en las supervisiones, pero también en el propio juicio sobre qué casos tomamos y en qué condiciones nos encontramos. Finalizo este trabajo con la esperanza de lo que se puede construir a partir del dolor una vez que ha sido articulado, hablado y metaforizado; valdrá la pena pensar en lo que pasa cuando no es así. Sin embargo, encuentro mis ejemplos en las 2 escritoras cuyas citas dieron forma a mis interrogantes y cierro este trabajo con una última de Montero: “hallar sentido en el relato de una vida es un acto de creación” (Montero, 2013, p. 101).

Bibliografía

  • Aisenstein, M. (2014). El dolor y sus enigmas. México: Paradiso Editores
  • Bleichmar, C. (2011). Las perspectivas del Psicoanálisis. México: Paidós.
  • Montero, R. (2013). La ridícula idea de no volver a verte. España: Editorial Seix Barral.
  • Freud, S. (1926). Inhibición, síntoma y angustia. Obras Completas Tomo XX, 1999. Argentina: Amorrortu
  • Freud, S. (1890). Tratamiento psíquico (tratamiento del alma). Obras Completas Tomo I 1999. Argentina: Amorrortu
  • Freud, S. (1917). Duelo y melancolía. Obras Completas Tomo XIV 1999. Argentina: Amorrortu
  • Green, A. (1998). El discurso vivo. España: Promolibro
  • Hill, M. (2016). Tylenol para el corazón roto. The New York Times. Recuperado de: https://www.nytimes.com/es/2016/06/09/espanol/tylenol-para-el-corazon-roto.html
  • Lartigue, T. (2006). El cuerpo y el Psicoanálisis. México: Editores de textos mexicanos.
  • Le Breton, D. (1998). Antropología del dolor. España: Ediciones metales pesados.
  • Nasio (2007). El dolor de amar. Barcelona: Gedisa
  • Nasio (2007). El dolor físico. Barcelona: Gedisa
  • Ngozi Adichie, Ch. (2021). Sobre el duelo. México: Penguin Random House Grupo Editorial.
  • Otero, J. y Rodado, J. (2004). El enfoque psicoanalítico de la patología psicosomática. Aperturas Psicoanalíticas. No. 016. Recuperado de: http://www.aperturas.org/articulo.php?articulo=0000282
  • Reisfeld, S. (2004). Tatuajes, una mirada psicoanalítica. Argentina: Paidós.
  • Schink, F. (2019). El fenómeno psicosomático en la clínica psicoanalítica. Psicoanálisis. No. 1 y 2. Vol. 41. Pp. 207-220.
  • Ulnik, J. (2011). El psicoanálisis y la piel. Argentina: Paidós.