Selene Beltrán

“La vida cambia. El psicoanálisis también cambia… Conseguí desenterrar monumentos enterrados en los sustratos de la mente. Pero allí donde yo descubrí algunos templos, otros podrán descubrir continentes”. Sigmund Freud.

Empiezo este escrito, compartiendo con ustedes la inquietud que me surgió al abordar este tema, que lejos de que este trabajo sea algo ya terminado o de llegar a conclusiones contundentes, me ha dejado con más dudas e ideas que pensar.  Por lo que los invito a que me acompañen en este camino de interrogantes para pensar juntos…

Desde hace un semestre, empecé a tener la sensación de que algo me faltaba en el trabajo clínico con mis pacientes, cómo qué sentía que algo ya no alcanzaba para mi comprensión de algunos de ellos, que me quedaba corta, que no estaba funcionando y como muchas veces pasa, pensaba que era porque yo no estaba haciendo las cosas como debía, ya saben, fallas en el encuadre, en la atención libremente flotante, propias resistencias, etc. Ya iniciado el semestre, fui poco a poco visualizando que estaríamos revisando diferentes autores como Kohut, Kemberg, Green, Resnik, entre otros; que han trabajado con pacientes y estructuras de personalidad más graves como narcisistas, borderline y psicóticos.  

Es así como fui comprendiendo que esos pacientes con los que tenía esa sensación de que no estaba haciendo las cosas bien, implicaba un trabajo distinto, un cambio en la técnica clásica como se dice. Y que sí, tenía que ver conmigo, con mi falta de conocimiento y técnica en este sentido, es por ello que surge el interés por este tema y aun me sigo preguntando, ¿y cómo se le hace para trabajar con estos pacientes, que nos exigen otras formas de trabajo, que nos invitan a  la escucha desde otros registros, en donde las palabras (simbólicas) pueden no ser entendidas, o escuchadas, se tiran, y entonces nuestras interpretaciones quedan vacías, anuladas, sin sentido para los pacientes? Además, he pensado en que el trabajo con ellos, nos saca de nuestros propios espacios internos en donde nos sentimos cómodos trabajando, ya que el trabajo con algunos de estos pacientes nos remite a nuestras propias angustias y partes vulnerables, psicóticas, y de no representación.

Diversos autores psicoanalíticos comenzaron a advertir sobre los cambios operados en el tipo de pacientes que frecuentan nuestra consulta. Hoy en día no es novedad que con menor frecuencia veamos pacientes neuróticos, sino pacientes en los que el Complejo de Edipo no es lo predominante, en los que las fijaciones principales son pregenitales, en los que predominan las perturbaciones narcisista-identitarias por sobre los síntomas producto del retorno de lo reprimido. La tarea que dichos pacientes nos presentan es, entonces, diferente. No se trata de hacer consciente lo inconsciente reprimido, sino de ayudarlos a restaurar su self y a construir aquellas estructuras psíquicas que se encuentran en ellos en falta. Es importante ayudarlos a conquistar la figurabilidad de aquellos sectores de su psiquismo que no han sido simbolizados y que permanecen disociados y sin haber conquistado la dimensión representacional. En el trabajo con estos pacientes encontramos múltiples desafíos y encontramos valiosas sugerencias de trabajo en autores como Winnicott, Kohut, Green, Roussillon, Botella, etc. La lectura en profundidad de estos autores, así como la reflexión sostenida sobre nuestra práctica clínica en la actualidad se vuelve muy importante para poder afrontar sus diversos desafíos.

Para Tanis, (2019) las actuales situaciones de exceso, fragmentación y paradojas vinculantes, entre otras situaciones de la llamada condición postmoderna, guardan correlación con la predominancia del acto-síntoma y no favorecen la capacidad de simbolización y función onírica. 

En este contexto, sería cada vez más difícil, como nos lo muestran las configuraciones no neuróticas: borderline, bulimias, anorexias, adicciones, patologías del vacío, etc. construir un ideal de Yo y un proyecto identificatorio. Aún más, agrega que la profundización en torno a la dimensión constitutiva de la subjetividad, a partir del binomio intrapsíquico-intersubjetivo, tiene nuevos lugares y funciones para el analista, y por ello nos corresponde investigar acerca de los fundamentos de las transformaciones en nuestro hacer clínico diario.

Soledad, tristeza y vacío: estos tres personajes, que como estados emocionales subjetivos expresados por estos pacientes en un “me siento triste” (aunque otros no lo noten), “estoy tan solo” (aun rodeado de gente cercana) o “siento un hueco, algo me falta” (a pesar de una vida plena en vínculos y proyectos), muestran una trama imperceptible e intangible a ojos de otros, e incluso para los nuestros. De ahí que nuestra mirada y escucha tenga que ser cada vez más fina. 

Green, en su texto El pensamiento clínico (2002) propone dos ejes principales en los cuales prestar nuestra atención, el primero se centra en el estudio de la destructividad: abarca desde el trabajo de lo negativo en las estructuras no neuróticas hasta la revisión de la teoría de la pulsión de muerte. El segundo corresponde a una renovadora reflexión acerca de la clínica, que apunta a desarrollar un nuevo modelo clínico terciario, un modelo específicamente contemporáneo. Este eje se organiza en torno a la introducción de la noción de pensamiento clínico y lo define así; “El pensamiento clínico es el modo original y específico de racionalidad surgido de la experiencia práctica. Corresponde al trabajo de pensamiento puesto en marcha en la relación del encuentro psicoanalítico”. Menciona que a la destructividad radical revelada en ciertos modos de funcionamiento limítrofe responde dialécticamente la profundización de la creatividad del trabajo del analista.

Por otro lado, existen varios conceptos y teorías que nos ayudan a pensar en lo clínico. Una muestra de esto es la línea teórica de construcción de objetos internos o su ausencia que, en lo personal, me ha ayudado a comprender la dinámica intrapsíquica de mis pacientes, esto nos puede dar pistas y una directriz de trabajo.

Presencia del objeto – representación

Como resultado de las pulsiones respecto a la presencia del objeto (ejemplo: quedarse solo por no tolerar la envidia, celos y rivalidad respecto a la escena primaria; tristeza por separarse de objetos de amor y anhelar su presencia o sentir desamparo). Proviene de teorías que toman en cuenta el conflicto psíquico. El objeto está presente, gratifica, hay representación objetal; por lo tanto, se puede pelear con él, luchar por él, batallar, negar las separaciones, fantasear en su ausencia, usar la simbolización (Segal, 1957; Reed, 2009).

La presencia de los objetos internos proviene de un modelo de la mente centrado en el conflicto psíquico, ya sea entre instancias (Freud) o emociones (Klein, Meltzer), entre otros. Implica la existencia de representaciones mentales mediante la identificación o introyección, así como de pulsiones que desde el interior guían fantasías para expresarse. Una vez que los objetos se encuentran dentro de la mente, inicia el abanico de posibles interacciones con ellos.

Entonces, podemos observar la dinámica entre las pulsiones amorosas vs las agresivas, destacando qué es lo que predomina y cómo es tratado el objeto; cuál es la respuesta ante las separaciones y las pérdidas, si se insiste en retener al objeto, identificarse con él o si acaso el enojo es tan grande que el objeto es destruido, entre otros.

Por ejemplo, Klein (1952) señala que, en el duelo normal, el objeto y el vínculo con éste se conserva en el mundo interno, por lo cual la soledad y el vacío no están presentes. Sin embargo, las separaciones producen enojo y frustración, por lo que es difícil mantener al objeto dentro si se está molesto con él. La persona sentirá tristeza y vacío si cree haber dañado a sus objetos internos. Se sentirá sola si sus objetos internos no le proveen compañía. El objeto bueno se pierde por los propios ataques y se sostiene cuando se le cuida, conserva, cuando se tolera la separación sin enloquecer de odio. Entonces se puede tener un objeto interno que brinda amor, acompaña, aporta seguridad. 

Por otro lado, está la ausencia del objeto, la falta de representación.

Ausencia del objeto/falta de representación

Existen teorías que estudian la ausencia de representaciones de objetos primarios por fallas en el ambiente. Por ejemplo: Green y la madre muerta; Winnicott y las inconsistencias en el cuidado materno, Balint con la falta básica. Este constructo parte de la idea de un déficit esencial. No se puede atacar a quien no está, quien no se logró construir (Reed, 2009).

Green (1972), retoma a Winnicott sobre la imposibilidad del niño de usar el espacio potencial para reunirse de otra forma con el objeto. El espacio transicional, también llamado virtual o potencial, es el espacio entre la madre y el bebé. Será llenado por los deseos, pensamientos y palabras del niño. Volcará en éste la representación de la madre. Si el vínculo fracasa, el espacio queda sin ocuparse, llevando al vacío simbólico o agujero psíquico. Winnicott las llamó “patologías del espacio transicional”. Se refiere al vacío estructural producto de una interrupción en el desarrollo mental.

Reed (2009) retoma a Winnicott y a Green respecto a cómo las ausencias prolongadas de la madre llevan a la imposibilidad de crear representaciones internas de ella, llevando a la decatectización del objeto. Cuando la madre falla, no se logra mantener el nexo objeto-satisfacción. Se retiran las catexias, se disuelven las conexiones y se quita el sentido. Cuando se presenta una tensión interna, sumada a la falta de satisfacción desde el exterior, la mente lo niega, queda en blanco, desconectando todo sistema. Blanco como vacío, ausencia de representación.

De acuerdo con Tanis (2019) estas configuraciones no neuróticas caracterizadas por la indiscriminación afecto-representación (Green, 2002) y por traumas narcisista-identitarios (Roussillon, 1998), generan nuevos desafíos para la clínica psicoanalítica, convirtiéndose en uno de los ejes centrales para la reflexión alrededor del pensamiento clínico contemporáneo.

Este escenario clínico hace indispensable regresar con fuerza renovada al estudio del narcisismo, retornar a la constitución del Yo y a las relaciones intrínsecas con el dualismo pulsional de vida y muerte y manteniendo una atención redoblada en la naturaleza masoquista imbricada en el Yo ideal que neutraliza la fuerza de Eros (Tanis, 2019).

A un siglo de la publicación de Freud en 1920 Más allá del principio de placer, pienso en las siguientes cuestiones; ¿Cuáles son las condiciones de escucha que ofrecemos y que nos otorgamos? Y ¿de qué modo éstas permiten o no la adecuación a determinadas configuraciones subjetivas? Uno de los desafíos a los que nos enfrentamos es la importancia de una reflexión teórico-clínica en torno al encuadre, como fue propuesto hace décadas por Bleger (1967), cuya reflexión debe incluir también el encuadre interno del analista, sus posibilidades y sus límites.

¿De qué encuadre interno estamos hablando? Ésta es una interesante reflexión de Alizade (2002), quien propone la idea de encuadre interno implícito en la regla de la libre asociación, la regulación de los procesos psíquicos que emanan de las configuraciones internas del analista, su capacidad de empatía y permeabilidad, su propio inconsciente, y el desarrollo de su capacidad creativa. El trabajo con el silencio, con lo que no se puede formalizar de los afectos, en donde existe un estatuto teórico-vivencial en el cual el analista puede encontrar una especie de espontaneidad.

Urribarri (2012) menciona que el encuadre se distingue de la mera situación material y se concibe como una función constituyente del encuentro y del proceso analítico. Que es de naturaleza transicional (entre la realidad social y la realidad psíquica), que instituye el espacio analítico, y que es un tercer espacio que hace posible el encuentro y la separación (la discriminación) entre el espacio psíquico del paciente y el del analista. Contención y distancia: el encuadre delimita el espacio potencial que hace posible la comunicación analítica, es condición de la constitución del objeto analítico (Green), objeto tercero, distinto del paciente y del analista, producido por la comunicación de cada pareja analítica singular.

Green (2002) propone distinguir en el encuadre entre una fracción variable y una fracción constante. La fracción constante corresponde a la “matriz activa”, de naturaleza dialógica, constituida por la asociación libre del paciente, acoplada con la escucha flotante y la neutralidad benévola del analista. Matriz dialógica que forma el núcleo de la acción analítica, cuyo agente es la pareja analítica, con independencia relativa de las formas de trabajo. La fracción variable constituye una suerte de “estuche protector” de la matriz activa, y corresponde a las disposiciones materiales, secundarias, tales como la frecuencia, la posición del paciente, y los diversos aspectos del contrato analítico. El encuadre, sostiene Green, deviene una herramienta diagnóstica: “un analizador de analizabilidad”. La posibilidad de usar o no el encuadre como espacio analítico potencial en el que seguir la regla fundamental, permite evaluar las posibilidades y dificultades del funcionamiento representativo. 

Con pacientes no neuróticos, puntualiza Urribarri (2012), se fundamentan las modificaciones del encuadre (menor frecuencia de sesiones, posición cara a cara, etc.) para establecer las mejores condiciones posibles para el funcionamiento representativo. Pero estas variaciones debidas a la imposibilidad o inadecuación de aplicar el encuadre psicoanalítico tradicional conservan una referencia al mismo en el trabajo psíquico del analista: el encuadre interiorizado por el analista en su propio análisis funciona como encuadre virtual antes que como protocolo concreto. Se estructura apuntalándose en la “estructura encuadrante” del analista, devenida matriz simbólica reflexiva gracias a la formación analítica. La diversidad de la práctica, con sus encuadres variables, encuentra su unidad (a la vez su fundamento y su condición de posibilidad) en el “encuadre interno del analista” (Green, 2002) como garante del método.

Así pues, la introducción del concepto de encuadre inaugura un esquema triádico (encuadre/transferencia/contratransferencia) del proceso analítico: si la transferencia y la contratransferencia son el motor, el encuadre constituye su fundamento. En esta perspectiva el encuadre conjuga diversas lógicas a las que nuestra escucha debe estar abierta: de la unidad (del narcisismo), del par (madre-bebe), de lo transicional (de la ilusión y lo potencial), de lo triangular (de la estructura edípica). Concordando con esto, la posición del analista es también múltiple y variable: no puede ser ni predeterminada ni fija; ni como padre edípico ni como madre continente, etc. El analista debe jugar, tanto en el sentido teatral y musical como lúdico, en función de los escenarios desplegados en la singularidad del campo analítico. Puesto que el inconsciente “habla en diferentes dialectos” el analista debe saber hablar varios idiomas.

Mcdougall (1978 citada en Tanis, 2019) coincide con los demás autores en que en estos casos existe una carencia en la elaboración psíquica y una falla en la simbolización, las cuales son compensadas por un actuar compulsivo, buscando de esta forma reducir la intensidad del dolor psíquico por el camino más corto. Todo acto-síntoma ocupa el lugar de un sueño nunca soñado, de un drama en potencia, donde los personajes desempeñan un papel de objetos parciales o hasta son disfrazados de objetos-cosa, en un intento de amputarle a los objetos sustitutivos la función de un objeto simbólico que está ausente o damnificado en el mundo psíquico (por ejemplo, los alimentos o la droga que sirven como respuesta a la depresión).

Para Silvia Bleichmar (2011), se trata de rasgos mnémicos que no fueron fijados en la memoria, pero a los cuales el sujeto se ve “fijado”. Es así como nos vemos enfrentados a otro desafío en el trabajo clínico, el de la interpretación. Las clásicas interpretaciones simbólicas (edípicas, genéticas), obturan la posibilidad de establecer un vínculo más profundo; el paciente no puede hacer la asociación, no es capaz de hacer el puente entre lo que para nosotros está claro, está ahí, y es simbólico. Entonces estará en juego establecer, construir un tejido simbólico mutuo, capaz de enmendar lo desgarrado. La autora, propone la idea de simbolizaciones de transición, cuyo sentido es posibilitar un nexo para capturar los restos de lo real que no pueden ser aprehendidos por la libre asociación a los que llama “autotrasplantes psíquicos”. Como vemos, estaríamos en búsqueda de modelos clínicos que posibiliten la construcción más que la interpretación. 

El trabajo psíquico del analista articulará entonces una serie de dimensiones y operaciones heterogéneas como la escucha, figurabilidad, imaginación, elaboración de la contratransferencia, memoria preconsciente del proceso, historización, interpretación, construcción, etc. Su funcionamiento óptimo es el de los “procesos terciarios”, procesos transicionales internos, sobre los cuales se fundan el pensamiento y la creatividad del analista (Urribarri, 2012).

En este escenario Urribarri (2012) destaca la importancia de la imaginación del analista y agrega que “así redefinida la escucha analítica es más amplia que la contratransferencia, y la actividad del analista va más allá de la elaboración y el uso de la misma. Puesto que no todo movimiento de la mente del analista más allá del proceso secundario es contratransferencial: por ejemplo, se destaca el rol de la regresión formal del pensamiento del analista como vía para dar figurabilidad a lo no representado del paciente”.

Ya casi para terminar coincido con algunos de los autores revisados cuando plantean que la técnica psicoanalítica se enriquece si consideran las diferencias estructurales: cuando el paciente comenta que se siente solo, ¿es por ausencia de objetos internos o porque se les ha atacado y se vive como pérdida? ¿Pudo el analizando usar el espacio potencial y usarlo para simbolizar, crear, producir?, ¿o el espacio es sinónimo de vacío, hueco infértil en tanto no conecta con el otro? Al interpretar, ¿podemos ir al contenido en el que el conflicto es protagonista o debemos ir a la forma, a observar y posteriormente relatar una mente en fragmentos que evacua (elementos beta) y pierde sus contenidos o se adhiere a otro que los produzca?, ¿tiene un aparato para pensar los pensamientos? O si nos cuenta un sueño ¿podemos indagar y reconocer el trabajo de la función alfa o sólo es evacuativo? Muchas son las líneas de trabajo que pueden llevarse a cabo considerando éstas y otras variables, en tanto cada paciente y en cada sesión implican un enigma nuevo por abordar.

Para terminar Green en su texto De locuras privadas (1972) nos da algunas pistas: “¿En qué consiste la escucha del analista? En primer lugar, en comprender el sentido manifiesto de lo que se dice, condición necesaria para todo lo que sigue; después, y es la etapa fundamental, en imaginarizar el discurso, es decir no solamente imaginarlo, sino incluir en él la dimensión imaginaria construyendo de otro modo lo implícito de ese discurso en la puesta en escena del entendimiento. La etapa siguiente (delirará o) desligará la secuencia lineal de esta cadena, evocará otros fragmentos de sesión: recientes unos (acaso de la última sesión), menos recientes otros (aparecidos hace algunos meses) y, en fin, mucho más antiguos otros (por ejemplo, un sueño de comienzos del análisis) […] El analista tiene la tarea de ser el archivista de la historia del análisis y de buscar en los registros de su memoria preconsciente para lo cual convocará sus asociaciones en todo momento. He ahí el fondo sobre el cual se desarrolla la capacidad de ensoñación del analista. Ésta cobra cuerpo en la última etapa, la de religazón, que se efectuará seleccionando y recombinando los elementos así desarrollados para dar nacimiento a la fantasía contratransferencial que va al encuentro de la fantasía transferencial del paciente.

Como vemos un proceso complejo, que implica un arduo trabajo en nuestros propios procesos internos y que nunca está completo. Hasta aquí, pienso en todos aquellos pacientes con los que no pude hacer estos procesos, a los que no entendí, a los que se fueron por mi premura al interpretar algo que para mí estaba claro, a los que no escuche con esta finura, a los que por procurar  hacer un buen encuadre deje de atender, a todos ellos que se fueron y que hoy al realizar este trabajo los recuerdo con cariño, a su paso han dejado muchas interrogantes, me han permitido re-pensarme, en mi condición humana en mi trabajo clínico, sigo aprendiendo de ellos.

Bibliografía

  • Alizade, M. (2002). El rigor y el encuadre interno. Revista Uruguaya de Psicoanálisis , 13-16.
  • Bleichmar, S. (2011). Ampliar los límites de la interpretación en una clínica abierta para lo real. Revista Brasileña de Psicoanálisis, 179-191.
  • Green, A. (1972). De locuras privadas. Buenos Aires: Amorrortu.
  • Green, A. (2002). El pensamiento clínico. Buenos Aires: Amorrortu.
  • Klein, M. (1952). Algunas conclusiones teóricas sobre la vida emocional del bebé. En Obras completas de Melanie Klein, 3. . Buenos Aires: Paidós.
  • Reed, G. (2009). Un espejo vacío: reflexiones sobre la no representación. The Psychoanalytic Quarterly. 
  • Segal, H. (1957). Obtenido de Notas sobre la formación de símbolos. Traducido del “International Journal of Psycho-Analysis”, T. XXXVIII, parte 6, año 1957.: https://www.apuruguay.org/apurevista/1960/168872471966080404.pdf
  • Tanis, B. (2019). El pensamiento clínico y el analista contemporáneo. En E. Rache, & B. Tanis, Roussillon en América Latina. México: EDITORES DE TEXTOS MEXICANOS.
  • Urribarri, F. (2012). André Green. El pensamiento clínico contemporáneo, complejo, terciario. Revista uruguaya de Psicoanálisis (en línea).